A forjar la leyenda de María Félix contribuyeron mucho los hombres que la amaron: el compositor Agustín Lara y el charro Jorge Negrete estuvieron casados con ella, el muralista Diego Rivera le dispensó enorme admiración y no se sabe cuántos más soñaron con una mujer extraordinariamente fotogénica, de temperamento fuerte y con carácter para la actuación.
Sin María Félix, el cine mexicano no hubiera recorrido tantos escenarios durante las décadas del 40 y del 50 del siglo XX.
Anunciar su arribo a La Habana y tenerla efectivamente en la capital cubana, era una noticia capaz de vender la edición completa de cualquier diario.
Llegó desde Mérida el 26 de octubre de 1949 y acerca de cómo la recibieron, dejemos que ella misma lo diga: “Yo tenía referencias de cómo me querían en La Habana, pero lo de esta tarde ha sido más de lo que esperaba”.
Se alojó en el Hotel Nacional, y necesidad tuvo en más de una ocasión de protección policial, porque los admiradores no se contentaban con verla, obsequiarle flores y dedicarle algún que otro poema: querían algo tangible… y hubo quien tiró de su vestido en el afán por conservar un recuerdo material de María Bonita.
La publicidad desplegó todos sus medios durante aquellos cinco días, los debates políticos pasaron a segundo plano y el pandillerismo que agitaba la ciudad se tranquilizó un tanto para que la gran estrella durmiera plácidamente en sus noches habaneras. Mientras, la prensa reproducía su rostro, sus declaraciones y ella lo pasaba inolvidablemente bien.
De nuevo en La Habana se presentó María, vestida de blanco y majestuosa, con el solsticio de verano del año de 1955. Se alojó en el hotel Comodoro del barrio de Miramar y accedió a responder cuantas preguntas quisieran hacerle los reporteros. Al de la revista Bohemia aseguró que uno de los sueños de Jorge Negrete y de ella era venir juntos, pero que la muerte de aquel, en 1953, se había interpuesto.
Por la fecha de sus presentaciones de 1955 en el cabaret Montmartre y el escenario de Radio Centro (hoy lo ocupa el cine Yara), María acumulaba una filmografía importante. Trece años habían transcurrido desde que diera pruebas de su talento en El Peñón de las Ánimas, a la que sucedieron otras cintas de éxito, entre ellas Enamorada, de 1946; Río Escondido, de 1947; Mare Nostrum, de 1948; Una mujer cualquiera, de 1949; La noche del sábado, de 1950; La corazonada, filmada un año después; French can-can, de 1954 y varias más que los cinéfilos cubanos aguardaban ansiosos para disfrutarlas a plenitud.
Por Leonardo Depestre Catony