Conoce sobre los mitos de los sillones en Cuba.
El cubano necesita mantenerse en movimiento, incluso cuando está sentado. Quizás por eso siente tal atracción por los sillones, perfectos para descansar, y a la vez dar gusto al espíritu de hiperactividad que le domina.
Es común encontrar este mueble en las casas de los nacidos en la Mayor de las Antillas. En un balcón de la Habana Vieja, un portal en un pueblito de campo, la terraza de un amigo, o cualquier otro espacio, dicho artículo tiene historias que contar.
Si bien algunos atribuyen su invención a Benjamin Franklin, lo cierto es que no existe evidencia material de que el estadounidense haya ideado el mencionado asiento. Los primeros registros de su existencia se remontan a la América del Norte del siglo XVIII, donde eran considerados simples sillas para jardín. Comenzaron a adquirir valor en el año 1725, en Inglaterra; y, posteriormente, alcanzaron su auge en América los sillones de mimbre o “wicker rockers”, por su alta funcionalidad y lo original de sus diseños. Luego, en el año 1860, el artesano alemán Michael Thonet, creó el primero en su tipo de madera curvada; y durante la década de 1920, se volvieron populares en Estados Unidos y Europa las sillas mecedoras plegables. En los 50´s, San Maloof, aportó al invento bases en forma de esquíes, dándole a sus usuarios la oportunidad de balancearse con más swing.
Usualmente, el mundo asocia a este mueble con épocas pasadas; sin embargo, en Cuba siguen teniendo una particular vigencia. Desde ellos toman el fresco de la tarde l@s abuelitas, cantan las madres a los hijos que se resisten al sueño, leen los ávidos de conocimiento y experiencia, y se enteran de todo las chismos@as del barrio.
Como es de esperar, en los sillones se columpian también las supersticiones. Cuentan que es de mala suerte mecer uno de estos sin que persona alguna lo ocupe. Varios creen que, cuando se mueven solos, es porque un espíritu burlón tiene deseos de ponernos los pelos de punta.
Pero si de escalofríos se trata, nada peor que ver a una mascota juguetear debajo del sillón; o que nuestro dedo gordo del pie sea triturado accidentalmente por el usuario de turno del mueble.
De cualquier forma, su encanto es innegable. Más de uno ha sido hechizado – como si de cantos de sirenas se tratase- por el oscilar de sus balancines. Es una lástima que, desde el profundo sueño que les invade, las voces de agradecimiento se traduzcan en un ronquito carente de delicadeza.