Mario Chanés de Armas. El pequeño gran revolucionario.
Mario Chanés de Armas, (25 de octubre de 1927, La Habana, Cuba – 24 de febrero de 2007, Miami, Hialeah, EE. UU.) no merece una página sino capítulos enteros en la Historia de la lucha por la Libertad en nuestra Patria. Nunca recibió recompensas ni reconocimiento oficial, solamente su satisfacción por haber cumplido con su deber. Siempre, hasta el último de sus días, a pesar de sus sufrimientos y años de prisión, no se cansó de repetir: “la venganza es de cobardes”.
Habanero, pronto se vio envuelto en luchas sindicales en su sector, el de dependientes. Se dio cuenta del control que los comunistas ejercían sobre su sindicato y se dio de baja fundando uno independiente en la zona de La Ceiba y Puentes Grandes, alternando el trabajo con su cargo de secretario general y su militancia en las juventudes del Partido Ortodoxo.
Llegó el golpe de estado de Batista, y, con su gente, fue a la Universidad, pensando se iba a producir un foco de resistencia. Oyó discursos y palabras, pero no vio armas, que es lo que se necesitaba; tampoco vio ganas de empuñarlas por parte de muchos oradores. Y se marchó.
Recordaba que, a través de su amigo Fernando Chenard, conoció a Fidel Castro, y comenzó a acudir a reuniones, donde se hablaba de pelear porque “se había violado la Constitución del 40 y por el derecho de todos los ciudadanos a que nos respeten la Ley”. Se integró en el grupo dirigido por Chenard, siendo nombrado, por los propios compañeros, segundo jefe.
Poco después Mario se encontraba en el tercer carro de una comitiva destinada a asaltar el segundo acuartelamiento de Cuba: el Cuartel Moncada. Disparó con lo único que tenía: una pistola y unas cuantas balas en el bolsillo. Oyó una voz gritando “¡retirada, retirada!”. Se volvió, indignado, pero descubrió que la orden venía del propio Fidel.
Llegaron a la Granja Siboney y unos cuantos, de nuevo con Fidel, decidieron huir al monte y continuar con lo que tan mal había empezado. Durante su recorrido de varios días, Fidel, desesperado, intentó quitarse la vida, cosa que impidió tirándosele encima y desarmándole. ¿Cuántas veces le habrán dicho, medio en serio medio en broma, que la culpa de lo que pasa en Cuba la tenía él por no haberle dejado?
A pesar de ello, el “máximo líder” aún le pidió, a él y cuatro compañeros, un último sacrificio: entregarse voluntariamente al Ejército, para darle chance de escapar. Aceptaron y así lo hicieron, pero no sirvió de nada, pues Castro se dejó coger como un conejo ese mismo día.
Fue juzgado y condenado, cumpliendo condena en Isla de Pinos. Se benefició de la misma amnistía que su jefe y fue retratado en la famosa foto de la salida de prisión; de la cual fue cuidadosamente borrado desde 1960 y hasta 2015, en que reapareció para sorpresa de, al menos, dos generaciones de cubanos, que no sabían que en aquel “hueco” había un hombre.
Fidel se marchó a México. Lo mandó a llamar. Quería contar con él para su próximo proyecto. Se presentó. Desembarcó con el Granma. Fue uno de los supervivientes de Alegría de Pío. Fue capturado, pero salió libre gracias al juez que luego sería primer Presidente de la Revolución: Manuel Urrutia.
Partió hacia La Habana y se dedicó, en la clandestinidad, a organizar y dirigir los Grupos de Acción del M26J. Fue capturado y estaba encarcelado cuando llegó el 1 de enero de 1959, y fue liberado.
Se hizo cargo de la reorganización y dirección de la Policía Motorizada de La Habana, pero, descontento con el rumbo de la Revolución, renunció a su cargo y se puso a trabajar como repartidor de una fábrica de cerveza.
En 1960 fue detenido y juzgado por “conspiración de palabra”; nunca se le encontró un papel, nunca se probó su participación en ningún complot, nunca se presentó ninguna prueba, pero fue condenado a 30 años.
Los cumplió en exceso, pero no se estuvo quieto: exigió sus derechos como preso político. Se negó a vestir el traje de preso común, por lo que la mayor parte del tiempo estuvo desnudo o en calzoncillos; pero no lo hizo solo, pues en todos los penales que “visitó” organizó a sus compañeros en lo que se vino en denominar Movimiento de los Plantados.
Durante esos años nació su único hijo, que murió a los 22 de edad; por lo que nunca pudo tener contacto físico con él. También murieron sus padres y un hermano. No pudo asistir ni al nacimiento del primero, ni al funeral de ninguno. Ese tiempo también lo marcó como el preso político con mayor permanencia en prisión del siglo .
Al salir, ya enfermo, pudo conseguir irse al extranjero, no descansando, mientras su salud se lo permitió, en dar a conocer las características de aquel régimen que muchos admiraban.
Murió de un infarto cardíaco y disminuido mentalmente por el Alzheimer el 24 de febrero de 2007, pero lo que murió fue un cuerpo, no el hombre; éste seguro que nos espera, con su ejemplo, en cualquier recodo del camino que nos trazó y que nosotros continuamos siguiendo.
Por los que le conocieron, siempre será recordado por su pequeña estatura pero grandes pensamientos, por su mirada clara y profunda, por sus palabras pronunciadas despacio, en voz baja y firme; y por sus frases, como aquella que nos enseña que es lo que debemos hacer: “en lugar de condenar a mis carceleros y captores a pasar por lo mismo que me han hecho, simplemente les condenaría a la Libertad”.
José M. Presol