Cuando en 1977 se creó el Centro de Estudios Martianos, Armando Hart, como ministro de cultura dispuso que la institución debía “esclarecer los vínculos profundos entre el ideario martiano y la revolución contemporánea… [y] exponer con información y datos concretos los lazos que unen el movimiento democrático revolucionario del Maestro con el ideario socialista de Marx, Engels y Lenin”. Por mucho que se trató desde entonces, aun recurriendo a la arbitraria interpretación de textos, jamás aparecieron esos “lazos” y “vínculos profundos” entre Martí y Marx. Ya hoy, ante el fracaso de aquel proyecto, sin renunciar la mentira, se siguen otros caminos para situar a Martí cerca del marxismo.
Hart trata de esconder el repudio de Martí a esa doctrina cuando habló de su fundador y, entre otras, le hizo esta crítica: “Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres”. Para lograr su propósito crea entonces un Martí hipócrita al decir que no era válida su condena de la violencia marxista toda vez que “en esa misma época Martí preparaba la guerra necesaria contra el poder español… que traería también enfrentamiento, muerte y destrucción”. Martí siempre estuvo conspirando contra España, al habla con cubanos que querían la independencia, pero en marzo de 1883, cuando escribió sobre Marx, ni él, ni ninguno de los viejos soldados de la Guerra Grande “preparaba” un nuevo levantamiento: poco antes Máximo Gómez le había advertido: “No ha llegado la hora”. Tres años hacía del fin de la Guerra Chiquita y aún faltaban muchos para que Martí iniciara su activa campaña a favor de la guerra del 95. En los días de su escrito sobre Marx vivía Martí en Brooklyn junto a su esposa y su hijo, había invitado a su padre a pasarse con él una temporada y era empleado de las oficinas comerciales de Carranza y Compañía, hacía traducciones para la casa Appleton y escribía en La América.
Conviene, además, recordar que el escrito de Martí sobre Marx es sólo parte de una extensa crónica en la que habló, con no menos lujos de estilo, de la muerte del poeta John Payne, la del bandolero George Elliot y la del millonario Morgan; de la política honrada del gobernador de Massachusets, de la caridad de una inglesa que educaba niños en Londres y del baile de Vanderbilt, al que le dedica más espacio que a los funerales de Marx, y del que da detalles precisos, y no como en el otro asunto en que confunde nombres, lugares y fechas, por lo distante que estuvo de aquella reunión en el Cooper Union, de Nueva York. Sorprendería a Martí la importancia que se le ha dado a su reseña de aquel acto, y a los juicios que hizo del muerto. Con más información e interés escribió Martí sobre políticos, artistas y escritores americanos y europeos, y sobre exposiciones de cuadros y de caballos, que de Carlos Marx. Y no tiene comparación su interés por Marx con el que despertó en él, en junio de ese mismo año, la inauguración del Puente de Brooklyn: “Los puentes son las fortalezas del mundo moderno”, dijo; “Mejor que abrir pechos es juntar ciudades”.
Como si se tratara de un demagogo, Hart inventa un Martí “dirigente de los obreros tabaqueros de Tampa”, lo que nunca fue; habla de “la presencia, conocida y valorada por Martí de marxistas” en el Partido Revolucionario Cubano, la que nunca existió; y vuelve al mito de un Carlos Baliño marxista en tiempos de Martí, cuando lo cierto es que Baliño entonces era, y lo fue por muchos años después, un ferviente defensor de la anarquía.
Por otra parte presenta falsas, forzadas o necias coincidencias entre el “socialismo de Cuba” y (1) “el inmenso saber de la modernidad europea” de Varela y de Luz Caballero; (2) “la más pura tradición ética de raíces cristianas”; (3) “las ideas de la masonería en su sentido de universalidad y solidaridad humana”; (4) “el pensamiento y el sentimiento de la familia de los Maceo y Grajales”; (5) “la tradición bolivariana y latinoamericana”; (6) «las ideas y los sentimientos antiimperialistas”; y (7) “el pensamiento socialista de Marx, Engels y Lenin, tal como lo interpretaron Mella, Villena, el Che y Fidel Castro”.
Varela, Luz, el cristianismo, la masonería, los Maceo, Bolívar, el antiimperialismo, Marx, Engels, Lenin, Mella, Martínez Villena, el Che y Fidel Castro, y ante tan intrépida mezcla recurre Hart a la comparación que hizo Fernando Ortiz de la cultura cubana con el ajiaco, aunque no de mucho rango, el plato nacional, y concluye: “Hoy podríamos decir que en el orden de las ideas filosóficas tenemos un ajiaco”. Bien por la confesión, pues así se entera el lector de lo que en verdad es el “socialismo de Cuba”: un ajiaco. Esta palabra, como se sabe, está formada por el vocablo “ají”, el fruto que lo condimenta, y el sufijo “aco”, que se usa para indicar lo despreciable, como en “libraco”, o lo extravagante, como en “pajarraco.” De esa manera, siguiendo la definición del antiguo ministro de cultura, igual que del latín verres (cerdo) salió la palabra “verraco”, ese autóctono y repleto “socialismo de Cuba”, para distinguirlo de los otros que no son del país, podría llamarse “socialism-aco”.