¿Sabias Que? La muerte de Martí quizás se originó por ser adicto al café.
En su viaje desde Playitas a Dos Ríos tuvo que acostumbrarse al «Cuba Libre» (miel y agua) y al «Rabo de Mono» (cocimiento de hojas de naranja) para sustituirlo. Poco antes de su muerte anota en el Diario: «Del café hablamos, y de los granos que lo sustituyen». Y sus últimas palabras allí son las siguientes: «…me trae Valentín un jarro hervido, en dulce, con hojas de higo». Martí pasó sus últimos días en un lugar casi despoblado, cerca del encuentro del Cauto y del Contramaestre, y es probable que hiciera algún tiempo que no tomaba café. Máximo Gómez, para quien el café era también la bebida favorita, contó de esta manera la tragedia de Dos Ríos: «La cosa pasó así: un isleño a quien yo enviaba al pueblo a buscar café, me traicionó y dio cuenta a Sandoval que yo me encontraba allí con mucha gente esperándolo». Pero el general español Juan Salcedo, jefe militar de la provincia de Oriente, basado en el informe que le dio el coronel Sandoval, puso el pedido en boca de Martí: a raíz de los acontecimientos publicó esta versión:
Martí y Gómez, al frente de unos 800 hombres, acamparon en Boca de Dos Ríos. Los cabecillas quisieron correr una aventura; se destacaron de las fuerzas que mandaban y fueron a una lechería a tomar leche. Ya en dicho sitio le preguntó Martí a un hombre: «¿Te atreves a ir a las Ventas de Casanova a traerme café?» Y éste le replicó: «Presidente, la empresa es muy arriesgada, andan por ahí las tropas y caeré en su poder». Pero Martí le dijo: «Uno solo no inspira recelo». Y salió a cumplir el encargo.
Era Carlos Chacón, que cayó en poder del enemigo y, según Salcedo, «cantó de plano».
Por su parte el historiador Gerardo Castellanos, después de consultar todas las fuentes, escribió en 1937: «Martí le había dado a Chacón una esquela de su puño y letra en la que pedía comestibles y ropa, y para pagar los gastos le entregó cuatro monedas de oro y otras de plata»; y concluye: «Chacón, con su esquela y el delator oro, fue el pequeño detalle que produjo la conflagración. El pobre guajiro parecía ir en sencilla misión, y resultó ser el hilo de Ariadna para los españoles».
Desde muy joven era Martí asiduo tomador de café. A los 16 años, desde la cárcel, le escribe a la madre: «Estoy preso, pero nada me hace falta, sino es de cuando en cuando 2 o 3 reales para tomar café. Sin embargo, cuando se pasa uno sin ver a su familia ni a ninguno de los que quiere, bien puede pasarse un día sin tomar café». Tal era su afición que cuando estaba en Centroamérica quiso meterse a caficultor. En una carta a Manuel Mercado, le pide que «se arregle una finquita de café» para ir a trabajar con él; y añade: «En cuanto a mí, de poder hacerlo, me encerraría a arar la soledad acompañado de mi mujer, de mis pensamientos, de libros y papeles. El cafetal me seduce, y pienso que debe usted llenar de esta clase de pensamientos, durante algunas noches, su almohada. Si saberlo tomar fuera saberlo cultivar, usted y yo seríamos excelentes cafeteros».
Martí, que censuró «el hábito de fumar cigarrillos de papel», elogiaba con entusiasmo el café, «el generoso don de América», «la esencia de la vida», «el padre del verso». Del de Venezuela dijo que era «tan vivificador y fragante que tal parece que hierve una oda en cada taza»; al de México lo llamó «el haschisch de América, que hace bailar en la cabeza de los cristianos a las huríes de Mahoma, que enardece la sangre, anima la pasión, aleja el sueño, inquietísimo salta en las venas, hace llama y aroma en el cerebro, y lleva a soñar y no embrutece»; y al hablar del de Guatemala da el mejor resumen de los efectos que le producía:
El café me enardece y alegra, fuego suave, sin llama y sin ardor, aviva y acelera toda la ágil sangre de mis venas. El café tiene un misterioso comercio con el alma: dispone los miembros a la batalla y a la carrera limpia de humanidades en el espíritu; aguza y adereza las potencias; ilumina las profundidades interiores, y las envía en fogosos y preciosos conceptos a los labios; dispone el alma a la recepción de misteriosos visitantes y a tanta audacia, grandeza y maravilla.
Y en un ejemplar de los Versos Sencillos, que le regaló a Ulpiano Dellundé, dejó Martí, en la dedicataria, este otro testimonio de su aprecio del café:
No hay pena cual la de amar
A un pueblo solo y cautivo,
Que vive clavado vivo,
A lo lejos de la mar:
¡Ni sé de alivio mayor
Al corazón que se abrasa,
Que el sol y el café en la casa
De la amistad y el amor!
Como vivimos hoy tan acostumbrados al café, no es fácil entender un entusiasmo como el de Martí, pero a través de su historia, en Europa, escritores y figuras prominentes dejaron constancia de su valor y de la influencia que tuvo. Originario de Etiopía, el café pasó a Arabia en el siglo XIII, donde recibió su nombre. Allí entre los árabes, cuenta la leyenda, un pastor llamado Kaldi vio un día a sus cabras muy animadas y saltarinas, a algunas bailando. Pronto supo el secreto: cada vez que comían las semillas de un arbusto, que era el cafeto, se comportaban de tan extraña manera. Kaldi quiso participar de aquella alegría: las comió y pudo disfrutar con sus cabras del poderoso estimulante. En cierta ocasión un peregrino descubrió una de aquellas danzas pastorales, y supo qué las motivaba, y pensó que las semillas debía habérselas mandado Mahoma para combatir el sueño que interrumpía sus oraciones: las secó, las hirvió en agua y bautizó la aromática infusión. Mucho después, cuando el café llegó a Europa, se trató de prohibir por considerarlo «poción de infieles», pero el papa Clemente VII dijo que una bebida tan buena debió crearla Dios también para los cristianos. Pero el café no se hizo popular en Europa hasta fines del siglo XVIII, después de la publicación de la «Cantata del café», de Juan Sebastián Bach, y de que iniciara su cultivo en Cuba José Antonio Gelabert. Un historiador tan serio como Jules Michelet, consideraba que por el café se ilustró Francia y cayó la monarquía; según él, los filósofos (Voltaire, Diderot, y Rousseau, entre otros) «vislumbraron en el fondo de sus tazas de café negro los destellos del año de la revolución». Y Martí, que tanto admiraba a Michelet, escribió sobre la misma idea: «Y en la demolición de Europa vieja, por Voltaire comprendida, ¿cuántas armas terribles no se habrán templado al ardor de nuestro jugo americano?» También Martí había dicho que «las revoluciones, como el café, han de hacerse con agua hirviendo…» Podría pensarse que, al comenzar la guerra, se quiso objetivar el otro término de la comparación en el mediodía del 19 de Mayo de 1895. Así, el café, que tan amable presencia tuvo en su vida, no fue un elemento extraño en su muerte.