La Habana nocturna de los cincuenta.
Por nuestra condición insular, el mar está ligado a la historia de vida de cada cubano, desde que nace hasta el fin de sus días sin siquiera percatarse que ha inhalado, quizás, casi tanto salitre como oxígeno durante su existencia, porque en Cuba es muy difícil estar lo suficientemente lejos del mar como para librarse totalmente de él, y La Habana es por excelencia una ciudad cuyo vínculo con el mar, es uno de los más acentuados entre todas las ciudades del resto del país, por su condición de puerto con una bahía de bolsa que, a través de su largo canal de boca, permite la entrada del mar al interior de una rada que, no conforme aún con lo que anega, se abre extendiendo sus brazos en ensenadas muy seguras para el refugio de embarcaciones durante el paso de eventos meteorológicos por el área, a la vez que ha posibilitado el establecimiento de núcleos poblacionales en los extremos de su periferia, regalando a sus vecinos casi las mismas bondades que reciben los que habitan el litoral, a pesar de encontrarse alejados de él.
No obstante, estas bondades de la bahía, la ciudad de extramuros se asoma al océano por una extensión de varios kilómetros de litoral, a través del gigantesco balcón formado por el Malecón habanero, que serpenteando la costa se extiende, ininterrumpidamente, desde el Castillo de la Punta hasta el Torreón de la Chorrera que señala la desembocadura del Río Almendares.
En el segmento de El Vedado, desde los albores del siglo XX, existía un balneario popular consistente en unas pocetas caladas en el arrecife de la intersección de la actual calle D (antes calle Baños) y Malecón, donde asistían también las personas de menos recursos, sobre todo en horas de la mañana a disfrutar de un refrescante chapuzón.
El extenso litoral comprendido entre la ribera occidental del Rio Almendares, llamada La Puntilla y la Playa de Marianao, constituía en su mayor parte una zona de pequeños balnearios privados, con la excepción de la Playita de 16 y el Monte Barreto, que era un espacio aún sin urbanizar y donde acudían los más pobres a tomar su baño de mar.
Pero el espacio que por antonomasia constituía la zona de mayor esplendor para el pleno disfrute al más bajo costo, en un día de asueto era la Playa de Marianao, con el popular balneario de La Concha flanqueando la Quinta Avenida por la banda marítima, y los cerca de doscientos metros de pequeños restaurantes, bares y tugurios habilitados como casas de juego, fritadas y puestos para el expendio de ostiones y toda suerte de estimulantes y afrodisíacos al otro flanco de la misma.
Estos humildes negocios tenían nombres tan interesantes como El Niche, El Quiosco de Casanova, El Ranchito, La Taberna de Pedro, Los Tres hermanos, etc.
Hasta se podía disfrutar de un concierto en La Choricera, un rústico lugar donde el anfitrión, un percusionista apodado El Chori, sobre un piso de tierra demostraba sus habilidades, haciendo sonar una rara mezcla de botellas de ron, timbal y tambores Batá en el local bajo su patronazgo.
Empero, si su presupuesto para la noche se lo permitía, siempre podía disfrutar de un espectáculo (más bien una ¨cortina musical¨) mientras degustaba una comida criolla a la carta o entremeses para acompañar las copas, el sitio más indicado era el Rumba Palace, propiedad de Alipio Pi.
Recuerdo que, impulsado por el espíritu aventurero que reside en la mente de cada joven, asistí una única vez a ese centro para una celebración de fin de año y, acostumbrado como estaba a despedir el año viejo acompañado de muchas personas conocidas, pensé que sería muy aburrido en un lugar público donde sólo nos conocíamos mi compañera y yo, además rodeados como estábamos de un ambiente hasta un poco peligroso, estuve un poco tenso durante la primera parte del espectáculo lo que no me permitió disfrutar a mis anchas de las interpretaciones de Natalia Herrera, Dany Puga y Portillo Scull, pero cual no fue mi reacción cuando a las doce en punto nos sorprendimos abrazando y deseándole ¡feliz Año Nuevo! a cuanto bicho viviente teníamos alrededor envueltos en una cascada de serpentinas y la marcialidad de los acordes del Himno Nacional que todos entonábamos llenos de emoción para continuar luego ripeándonos al ritmo de una alegre conga que interpretaba la pequeña jazz band con la que recorrimos todo el local como un tren de contagiosa alegría. Cuando la orquesta dando un giro nos regaló música suave y romántica aún se escuchaban desde afuera algunos disparos aislados de armas de fuego con lo que, los cubanos de entonces, acostumbrábamos hacer este tipo de celebración cada año.
Aunque en el curso de mi vida he tenido la oportunidad de disfrutar de esta celebración en ambientes disímiles y escenarios de diferente grado de fastuosidad, nunca se ha borrado de mi mente aquella celebración de fin de año en un humilde club nocturno de la Playa de Marianao nombrado Rumba Palace.