Carta de la Condesa de Revilla de Camargo contra Fidel Castro su expropiador.
Quien escribió esta carta debió ser la antigua propietaria del palacete que hoy es Museo de Artes Decorativas de La Habana: María Luisa Gómez-Mena y Villa. Muchas veces ha sido confundida con su sobrina del mismo nombre, galerista de pintura cubana, productora de cine, mecenas retratada por Carlos Enríquez. Y es de suponer que estaríamos también confundiéndola si la asociamos con la condesa mencionada por Hubert de Givenchy, pues en 1959 María Luisa Gómez-Mena y Villa contaba con 79 años y difícilmente pretendería enfundarse en un traje de camuflaje.
Según los elencos de nobleza, el título (ella había sido condesa viuda y sin hijos) pasó en 1953 a un sobrino de su esposo, y debió ser la esposa de ese otro conde la clienta del modisto francés. Así que hay en toda esta historia dos condesas excéntricas de Revilla de Camargo: la acompañada siempre por sus joyas y la que pudo escribir una carta pública a su expropiador. De ellas dos, la última es la que nos interesa.
Al abandonar definitivamente La Habana, dejó un sobrino a cargo de su mansión y, cuando también su sobrino se marchó, la casa fue intervenida por el nuevo régimen y abierta al público como museo en 1964. Juntaron allí la colección de la condesa y la colección de Oscar B. Cintas. El Museo de Artes Decorativas constituyó un buen recurso pedagógico: ofrecía al pueblo lecciones de arte y lecciones políticas. Sus visitantes podían percibir cómo vivían los ricachones y cuán desprendidos eran los nuevos líderes, que colocaban todo aquello en exhibición sin acaparar nada.
En 1961 (otras fuentes dan 1963 como fecha) fueron descubiertas detrás de una pared falsa joyas y platería fina. La operación de rescate de aquel tesoro fue entendida como el desmantelamiento de un complot político. Pues al delito de amasar una riqueza a costa del pueblo, venía a sumarse la perfidia de escamotear los bienes dejados atrás.
Y todavía en 2003, las paredes de la mansión resultaban capaces de ofrecer sorpresas: unos paneles de terciopelo necesitados de restauración y retirados dejaron ver cinco cuadros del siglo XVIII francés que enmascaraban.
Carta a un expropiador
Al inicio del régimen revolucionario, María Luisa Gómez-Mena y Villa dirigió esta carta pública a Fidel Castro. Hasta donde he podido averiguar, fue publicada por Ernesto Montaner en Patria, un pequeño periódico miamense.
Carta de la condesa de Revilla de Camargo al doctor Fidel Castro
Doctor Fidel Castro:
Fíjese que le digo «doctor» en vez de «señor». Y no se asombre. Estoy dispuesta a llamarle «Premier», «Comandante», «Presidente» y todo eso a lo que, de un modo u otro, «se llega». Pero jamás le diría «señor», porque a eso no «se llega», se nace. Y usted no nació señor, doctor. Esta última coma lo explica todo; desde su inferioridad congénita hasta la destrucción de nuestra Patria. Porque las comas, doctor, tienen demasiada importancia en nuestro lenguaje; ese mismo lenguaje que usted estropea y destruye con idéntica crueldad con que destruye y estropea las demás cosas. Pero observe que una coma mal colocada, puede transformar no solo la Gramática, sino hasta la Historia, puesto que si en vez de decir: «y usted no nació señor, doctor», dijera «y usted no, nació señor, doctor», estaría ofendiendo a los señores, a Cuba y a Dios, Nuestro Señor.
Y ya, con las comas y los puntos en su sitio, pasemos a tratar sobre un tema que a usted le enfurece y a mí me entretiene y hasta me divierte: la crónica social.
La otra noche la emprendió usted contra los cronistas y contra la sociedad. Sobre todo, contra la sociedad. Se explica: ese es el único «latifundio» destruido y confiscado sin perjuicio de su familia.
¡Oh, ese odio suyo a la sociedad! Es irreconciliable. ¿Cómo se puede andar por la vida con tanto odio a cuestas? Es incomprensible. Y más aún en quien —como usted— ha tenido que escalar, porque todo lo ha obtenido escalando y trepando. ¿No le pesaba demasiado el odio? ¿No le estorbaba? Pregunta ingenua. No le estorbaba. De haberle estorbado, lo habría suprimido. Como ha suprimido cuanto le ha estorbado. Desde Camilo Cienfuegos, hasta la «patria potestad» que, de hecho, ya está suprimida, o trasladada como «función social» del Estado.
Usted, doctor, lo odia todo. Pero es lógico: odia lo que nunca tuvo y nunca tuvo nada. Si no me inspirara tanta repugnancia sentiría por usted una profunda lástima y hasta humana compasión. ¡Si se viera! ¡Es tan abominable! Es tan repulsivo que ha logrado que la humanidad llegara a sentir por usted lo que usted siempre ha sentido por la humanidad: asco, repulsión y desprecio.
Por eso, la otra noche, cuando desbarrando bajo la lluvia —porque llovía torrencialmente— usted lanzaba contra la sociedad cubana los dardos envenenados de sus insultos y calumnias, hube de transportarme —transporte mental, no se haga ilusiones— a mi residencia del Vedado, robada y tiznada por el «Premier Alí Babá y sus cuarenta mil ladrones».
Y eché a volar la imaginación. Lo vi a usted, en mi mesa, con seis milicianas, dos rusos, un chino, —el chino no era Kuchilán— dos checoslovacos y Almeida. Comiendo al estilo ruso, de la Rusia de hoy, donde todas las groserías están previstas. No a la rusa, como siempre se sirvió mi mesa, que era el estilo fino y elegante de la Rusia aristocrática y tradicional, cuyas elevadas costumbres no murieron bajo la metralla criminal que exterminó al Zar y a toda su familia.
Los vi metiendo las manos en los platos de caviar y llevándolas a las grandes bocas insaciables, tratando de limpiarse después, bocas y manos, en el mantel.
También vi a la plebe, con su jefe nato presidiendo la mesa, tomarse mi champán. El champán de mis bodegas. Y no lo sorbían, lo volcaban sobre las fauces, como si lo arrojaran al vertedero.
Los comentarios de los alfabetizadores no tenían desperdicios. Una de las milicianas decía:
—Esas «bolitas» (caviar) no me gustan. Parecen uvitas con sabor a pescado.
Y otro remataba:
—Yo quiero cerveza o ron. «Esto» está muy amargo. Pa’ mí que esta sidra se ha echao a perder con tanto tiempo guardada ahí.
Almeida aprovechó para poner el diálogo en su salsa:
—La verdá, compañero Fidel, yo prefiero la carne con papas y los huevos fritos con arroz. En estas comidas “fistas” se queda uno como si no hubiera comido.
Y usted no dijo nada, Fidel, porque decir algo le hubiese llevado mucho tiempo. Porque uno de los rusos se lo hubiera tenido que traducir al compañero ruso, a los compañeros checos y al compañero chino. Y eso le iba a embargar demasiado el tiempo que usted necesitaba para algo que advertí en sus ojos: el propósito de salir de allí, lo más pronto posible, para sumergirse en una fonda de chinos y «banquetearse» con un suculento plato de arroz frito, con chop suey y mariposas fritas.
No se extrañe, doctor Castro, «gato no come tomates». Y la chusma —como si pesara sobre ella una maldición— es alérgica al champán, al caviar, a la mantelería de hilo y las cristalerías de Bohemia o de baccarat.
Por eso mi casa le es tan adversa a usted y los suyos, como los suyos y usted, a mi casa.
Es una consecuencia lógica. Y hasta una represalia justa.
A mí me da náuseas su peste.
Y a usted mi perfume.
El olfato me absolverá.
Usted me lo ha robado todo. Usted ha detentado mi casa. Usted ha convertido mi residencia en un chiquero.
¡Ah, pero en el pecado lleva la penitencia!
En mi casa —donde quiera— hay cosas finas y olor a limpio y a decencia.
¿Se asustó la primera vez que entró en ella, verdad?
¡Vea usted mi venganza!
Todos los ladrones, cuando entran en una casa, asustan a los dueños de la casa. Y esa es mi venganza: usted es el único ladrón que al entrar ha sido el asustado.
¿Le parece poca mi venganza?
A mí, Dios me perdone, me parece excesivamente cruel.
De usted, con todo mi perfume,
Condesa de Revilla de Camargo