La Habana es una ciudad lúdica. A mí no me gusta la palabra lúdica, pero La Habana, sí. Y es cierto: en La Habana nada parece tener mayor importancia. Todo entra en el plano de lo concebible, o de lo irremediable. Es una ciudad absorbida por la nostalgia. Por una nostalgia infantil, sin causa, sin memoria. Por una melancolía que no quiere que la sufran, que rápido migra a la alegría de la risa, a lo apócrifo de lo factual.
Las personas depositan en las cosas aquello que tiende a la tristeza. No debe haber ciudad en el mundo con tanto abismo entre sus habitantes y sus lugares. El Malecón es congoja; el Capitolio, inmensidad; La Habana Vieja, tiempo; el Vedado, engaño; el Morro, desolación; y los habaneros…
Los habaneros, definitivamente, son música. Cualquier música, cualquier melodía, hasta la melodía del silencio es propia de la vorágine de estas calles, de los edificios, de las aceras. Y de ahí se desprende, por supuesto, aquello que apuntaba Alejo: el estilo sin estilo, lo singular, lo ecléctico mesurado de la Habana. Capital dúctil, influenciable, movediza. Catedral del mestizaje; desconoce lo ajeno, lo insalvable.
Crédito Carlos Manuel Álvarez