¡Oh, La Habana!
La Habana de mi juventud era muy distinta de la actual, y la diferencia más significativa no estaba dada solamente por las fabulosas edificaciones, las instalaciones de recreo, la eficiencia de su sistema de transporte urbano o el evidente confort de los servicios públicos; lo especial de La Habana estaba en los habaneros y su estilo de vida.
El habanero de entonces, proverbialmente despierto y alegre, no era de naturaleza vulgar, tampoco deslenguado o irrespetuoso. Educado bajo el rigor de una sociedad donde cada cual conocía sus límites, en la práctica de que el derecho propio termina donde comienza el ajeno, hacía gala de su virtud tutelar: el respeto y la tolerancia imprescindibles a una civilizada convivencia.
En este entorno fui puliendo todos los silvestres vestigios de mi provinciana impronta, al tiempo que me dejaba asimilar por aquellas normas sociales más civilizadas y modernas, en las que nadie estaba al pendiente de la vida ajena. Los inquilinos de un mismo edificio, inmersos en sus propias vidas, casi ni se conocían y la práctica del cotilleo o el chisme, estaba reservada a la crónica social y a la farándula.
Este estilo de vida caló hondo en mi naturaleza rebelde, siempre opuesta a juzgar e imponer arcaicos prejuicios a los demás y, aunque aún existían estatus por conquistar, la vida en la capital, en materia de desarrollo social, era incomparablemente superior a las provincias donde las mayorías, devoradas por los prejuicios, el atraso, las supersticiones y la mala remuneración laboral, se consumían en un miserable círculo vicioso de generación en generación sin poder librarse.
Para una humilde familia habanera resultaba muy fácil, preparar unos emparedados y algunas frutas y proponerse pasar un día en el zoológico con sus niños, donde, además de observar a los animales, podían disfrutar de un parque infantil y de las asequibles golosinas que se ofertaban en una deliciosa jornada muy apreciada por los niños y los mayores en un entorno muy sano y agradable, además de muy económico.
Otra jornada memorable, pero en extramuros, era la de cocinar una suculenta comida criolla, envasarla convenientemente y dirigirse a Santa María o Guanabo haciendo uso de un regular y económico servicio de transporte y disfrutar de una espléndida playa, sin costo adicional alguno.
Muy práctico resultaba también El Cinecito de la calle San Rafael, donde se exhibían muñequitos y películas infantiles de forma continua durante todo el día y las madres que iban de compras podían dejar a sus niños que eran atendidos por acomodadoras hasta su recogida y todo por la módica suma de cincuenta centavos.
En la misma calle estaban los cines Dúplex y Rex Cinema, con una fabulosa entrada decorada con cientos de pequeños espejos, iluminados en diversos colores hasta el techo, que le imprimían un impresionante efecto de fastuosidad inolvidable, y donde se exhibían películas de aventuras y materiales fílmicos más apropiados a los adolescentes, comenzando su programación a partir del mediodía.
La visita a los pequeños bazares del Barrio Chino eran toda una aventura, entre la cierta penumbra y el aroma de sándalo de estos establecimientos, se creaba un ambiente tan exótico, como los productos que allí se ofrecían, que iban desde las tradicionales pomadas, ungüentos, abanicos, arpas eólicas y farolitos, hasta las primorosas estatuillas de porcelana y bíscuit representando a Buda y Sam Fankón, en todas las posiciones y tamaños imaginables.
El Barrio Chino era como una ciudad dentro de otra. Aunque no existían líneas ni barreras que lo delimitaran era evidente que se había creado de forma espontánea alrededor de las calles Zanja y el Cuchillo de Dragones, siendo Zanja su arteria principal y centro comercial e institucional sirviendo de enclave para sus principales establecimientos y fundaciones como el Casino Chung Wah (Colonia China).
Desde la primera mitad del siglo XX, el Barrio Chino de La Habana era considerado el más grande de América después del Chinatown de San Francisco en Estados Unidos.
Poseía una Cámara de Comercio y un periódico local el Kwong Wah Po que se editaba tres páginas en cantonés, una cuarta página en español y una tirada de 600 ejemplares al mes. Además, contaba con una pequeña red de cines como el Pacífico, Águila de Oro, Nuevo Continental y La Gran China, en los que se exhibían películas asiáticas y norteamericanas en programación diaria.
Pero quizás lo más curioso y llamativo de todos los espectáculos era el que ofrecía el Teatro Shanghái, pero ese tema será capítulo aparte en la próxima crónica.