Cuando Carlos Manuel de Céspedes, presidente provisional de la República, disolvió el Congreso el 24 de agosto de 1933, 12 días después de la caída de Machado, el único empleado que quedó en el Capitolio fue Manuel Parra Hernández, que desempeñaba la plaza de «guarda almacén».
Había comenzado a trabajar en las obras del edificio en 1925, como empleado de la Purdy and Henderson, la compañía constructora. Allí se lo encontró Carlos Miguel de Céspedes (no confundir con el anterior), entonces ministro de Obras Públicas del presidente Machado, y, por razones que desconocemos, decidió mantenerlo cuando, en nombre del Ejecutivo, recibió aquel palacio de palacios de manos de los constructores para su traspaso al Estado. En efecto, el 24 de febrero de 1928, Manuel Parra Hernández quedaba asentado en la nómina del Congreso como «guarda almacén» y un salario de 36 pesos mensuales.
Hasta 1933 el Capitolio se cuidó con esmero. Sus empleados, casi todos negros y provenientes en su mayoría de las viejas instalaciones parlamentarias, asumían las labores de limpieza y mantenimiento del edificio con extremo cuidado, animados por el criterio de que debía brillar como el primer día lo que había costado 18 millones de pesos a la República.
La situación cambió de manera radical a partir de la disolución del Congreso, cuando aquellos hombres fueron cesanteados en masa. Para empeorar las cosas, se instalaron en el Capitolio, en tiempos del presidente Grau, los tribunales de sanciones y la recién creada Secretaría (Ministerio) del Trabajo, y, ya con el presidente Mendieta, las dependencias del Consejo de Estado, además de otras oficinas públicas e incluso privadas.
Todo se desorganizó. La limpieza no fue ya la misma ni los mantenimientos. Tampoco el cuidado de los jardines. La tapicería empezó a deteriorarse. Se vieron ocho butacones en salas donde siempre hubo 12 y estantes construidos a medida para determinados espacios se trasladaron a otros sitios. Desaparecieron bancos de mármol del Salón de los Pasos Perdidos, se subdividieron salones a como diera lugar, lo que les dio una apariencia de cuartería, y lujosos servicios sanitarios fueron desmantelados para convertirlos en oficinas. Lo peor fue que en el cuarto piso del edificio se permitió la habilitación de una vidriera de apuntaciones para los sorteos de la bolita y la charada.
Poco se ganó en organización cuando en 1936 volvió a constituirse el Congreso y el Senado y la Cámara de Representantes se instalaron de nuevo en el Palacio de las Leyes. Desaparecían máquinas de escribir y ventiladores de las oficinas, libros raros y valiosos se esfumaban de la biblioteca, y las tapas de bronce de los registros de las farolas eran segueteadas durante la noche. Se desmontaban los reflectores exteriores del edificio para llevarlos a iluminar alguna fiesta particular. El robo hizo crisis cuando a los ladrones, que estaban todos dentro del inmueble, les dio por llevarse las bisagras de bronce de las grandes puertas interiores. El jefe de mantenimiento dispuso entonces que se deformaran a golpes las cabezas de sus tornillos a fin de que no pudieran ser sacados con un destornillador.
Mientras tanto Manuel Parra Hernández se mantenía con celo en su puesto de «guarda almacén». Incluso en el período en que quedó excedente y se le suspendió durante tres meses el pago del salario, no dejó de acudir a su puesto de trabajo con el convencimiento de que nadie más que él podía custodiar aquel depósito donde se guardaban, entre otros objetos de mucho valor, la muy preciada vajilla del Capitolio. No pudo evitar, sin embargo, que en 1940, al acceder Fulgencio Batista a la primera magistratura, se llevara para el Palacio Presidencial la mitad de las piezas que componían la vajilla capitolina. En 1944, Parra Hernández seguía en lo suyo. Ganaba entonces 86 pesos mensuales.
El apuntador del cuarto piso, por su parte, había puesto el grito en el cielo cuando le notificaron que debía sacar su vidriera del edificio. Colérico, preguntó entonces que quién iba a devolverle los 400 pesos que había pagado por el espacio. Le respondieron, y no es imaginación de este escribidor, que fuera a preguntárselo a la Estatua de la República.