Anecdotas de Dos Estrellas del ayer en Cuba.
La TV estaba en su apogeo en Cuba cuando vino la actriz mexicana Dolores del Río, gracias a la intervención de Félix B. Caignet. Aunque nunca se había presentado como actriz en ningún programa de televisión —ni siquiera en su país— aceptó hacerlo en La Habana. Era una escena muy sencilla escrita por Carballido Rey, en la que una madre —Dolores del Río— discutía con su hija —interpretada por la cubana Ada Béjar— a causa de los amores en los que esta estaba enredada. Una escena de cinco minutos escasos que saldría al aire desde los estudios del Focsa.
Entonces la TV era en vivo. Nada de videotape. Dolores se paseaba nerviosa por el estudio mientras Osvaldo Salas la fotografiaba, lo que empeoraba visiblemente sus nervios. Se notaba la tensión en el estudio. Terminó un número musical, siguió un comercial y salió el locutor a decir maravillas de Dolores del Río: que era una gloria de México, que con su presencia le hacía un alto honor al programa, que Cuba la recibía con los honores que merecía, etc. Comenzó la escena. La hija reprochaba a la madre la actitud que había asumido por su relación… La madre, que debía hablar, no decía media palabra. Se levantó del sofá forrado en raso y se paseó intranquila por el set. La hija trataba de darle el pie a fin de que agarrara la trama y colase su parlamento.
—Sí, ya sé lo que me vas a decir, que soy una hija desnaturalizada, que soy una vergüenza, que sientes odio hacia él y hacía mí…
Nada. Dolores del Río no se daba por enterada. La tensión crecía en el estudio. Carballido se paseaba por detrás de las cámaras. Dolores seguía sin reaccionar. Pero no. De pronto dio un grito que no estaba en el libreto y, mirando de reojo al sofá, se desplomó sobre él. Se había desmayado. El director ordenó al ballet que continuara el programa, mientras que director, escritor, productores, actores y cantantes se abalanzaba sobre Dolores, todavía desmayada.
Al día siguiente, en la calle, todo el mundo hablaba del gritico de Dolores del Río y su desvanecimiento. Carballido y un representante de los patrocinadores acudieron al hotel a visitarla. Los recibió el esposo de Dolores, muy apenado. Les dijo que la actriz guardaba cama, que todavía se sentía mal. Y que de ninguna manera cobraría por un trabajo que no había hecho.
—Nada de eso —respondió Carballido—. Aquí está el cheque. Acéptelo. El desmayo ha dado más que hablar del programa que si se hubiese hecho. Ha sido todo un éxito. ¡Todo un éxito!
Al otro día, Dolores del Río partió con destino a México. Era un animal del cine. La TV nada tenía que ver con ella ni con su memoria.
En diciembre de 1917 estuvo en La Habana la bailarina y coreógrafa norteamericana Isadora Duncan, considerada una de las creadoras de la danza moderna. Venía no a celebrar aquí las fiestas navideñas, sino más bien a olvidarse de ellas, pues no las soportaba luego de la muerte de sus hijos, ahogados en el Sena cuando cayó al río el vehículo en que viajaban.
Venía, sobre todo, a descansar. Pero aquí el tilín-tilán de las campanillas de los tranvías, las campanas de las iglesias, la música de los organilleros, los fotutos de los automóviles, los vendedores ambulantes con sus pregones y las vecinas con su comadreo de balcón a balcón y de acera a acera, no le dieron un minuto de tregua y la llamada bailarina del dolor se marchó a los tres días de su llegada por donde mismo había venido.
Nada, que el ruido en La Habana no es solo cosa de ahora.