Corrían los últimos años de la década de 1950 y La Habana era un hervidero de turistas americanos. El plan de fomento del gobierno y las instituciones cívicas había rendido frutos y en la urbe se habían alzado majestuosos el Capri, el Habana Hilton, el Riviera, el Rosita de Hornedo y otros hoteles, que hacían las delicias del exigente turismo del norte.
Entonces surgió la idea: construir una isla artificial frente al muro del Malecón; una isla con hoteles y casinos que terminaría de convertir a La Habana en el Montecarlo de América.
En esa línea, el urbanista José Lluís Sert, dentro de su Plan Piloto para el desarrollo de La Habana, proyectó la construcción de dicha isla, a la que se accedería por sendas vías desde las calles Galiano y Belascoaín.
Con ella se trataba de ganar terreno útil al mar pero, al mismo tiempo, respetar la llamada “curva del Malecón tradicional” donde se apiñaban, frente al litoral, edificaciones de diversas épocas y estilos (muchas perdidas hoy) que daban y dan a La Habana su atractivo único. Ya desde aquellos años entendían los avezados proyectistas que una nueva línea recta de construcciones frente al Malecón arruinaría la belleza de la ciudad. Sí, había que construir lo que la urbe demandaba para los nuevos tiempos, pero respetando las reliquias del pasado.
El Plan Piloto – que comprendía la construcción de un nuevo y monumental Palacio Presidencial en los terrenos que se encuentran entre las fortalezas de El Morro y La Cabaña – se aprobó con entusiasmo, y hasta estaba la plata para llevarlo adelante, pero los acontecimientos que sacudieron al país en 1959 no permitieron su ejecución.