Crealo o no lo crea, a mediados del siglo XIX hubo en Cuba, sobre todo en Matanzas, camellos en grandes cantidades. Los utilizaban como bestias de tiro y de carga en ingenios azucareros. Llevaban la caña al central y transportaban luego las cajas o los sacos de azúcar hasta el puerto. Podían sustituir a las tradicionales yuntas de bueyes en esas faenas.
Se dice que en 1834 el propietario del ingenio San Miguel de las Caobas logró, mediante Real Orden, el permiso para introducir camellos en Cuba. Se le autorizó por diez años a que los importara libre de derechos desde las Islas Canarias, donde ya se trataba de adaptar esos animales a las condiciones climáticas de aquella región.
Parecía un animal ideal para el trabajo rudo. Apenas ingería agua y podía pasar hasta ocho días sin comer, sin contar que su resistencia era extraordinaria: con solo descansar 24 horas resultaba capaz de recorrer entre 40 y 60 kilómetros por jornada, con una carga de más de 500 libras.
Pronto otros hacendados imitaron al propietario del ingenio San Miguel y tuvieron camellos en sus fincas. Su provecho era tanto que se pensó incluso en utilizarlos en un servicio de transporte público. Pero el camello no se adaptó al medio urbano.
Otra cosa era en el campo… Allí las poderosas patas del cuadrúpedo no conocían obstáculos. Esas patas poderosas, sin embargo, eran asimismo la debilidad del animal. Se hacían extremadamente sensibles ante la picadura de cualquier insecto, sobre todo de la nigua, que se escondía en sus débiles membranas, anidaba en ellas y lo ponía fuera de combate.
Esa, y no otra, fue la razón de que aquellos animales desaparecieran de nuestra agricultura cañera y que los hacendados siguieran contentándose con bueyes y caballos.