De cómo la gravedad despachurró a un francés
El orgullo desmedido es —sin dudas— gravísimo lunar del alma humana. Por su culpa mucha gente se ha perdido en este mundo material, mientras que en el espiritual —según los religiosos—le esperan tormentos mil para purgar ese pecado que llaman soberbia.
Y, como pudieron comprobar los habaneros a principios del pasado siglo, soberbio en grado sumo era André Bellot, el héroe de nuestra croniquilla de hoy.
Cuando transcurría 1910, los dos millones de cubanos, a lo largo del verde caimán, vivían al tanto de una sorprendente novedad que en breve se produciría: un hombre iba a desafiar a la aparentemente inexorable ley de la gravedad, ésa que determina la caída estrepitosa de todo lo que sube.
Dígase que no iba a ser, ni mucho menos, la primera vez que un hombre volara en San Cristóbal de La Habana. Desde muy remotos tiempos, muchísimos buscavidas se habían agenciado los frijoles con ascensiones más o menos espectaculares, incluidas la efectuada cuando se inauguró El Templete o aquella memorable de Matías Pérez, el portugués toldero al cual aún esperamos pacientemente que regrese. Y, periódicamente, la presencia de algún globo en el firmamento habanero sería obligada, como un espectáculo de feria cuyo escenario era el cielo entero.
Ah, pero lo que se proponía el francés André Bellot era “distinto y diferente”, según dice el pueblo. Sí, porque los antecesores en materia de enseñorearse de los aires lo hicieron valiéndose del hidrógeno o del gas del alumbrado, materias ligerísimas. Y ahora se trataba de remontar las alturas en un artefacto más pesado que el aire.
Para ello el piloto tenía preparado su aparato, más que un avión algo parecido —ante nuestros ojos contemporáneos— a un par de cajas de zapatos a las cuales se les hubiese acoplado ruedas de velocípedo.
Los hechos
Llegó el día crucial y todos los preparativos estaban a punto para la proeza. Desde aquel momento André Bellot sería recordado por siempre en la memoria habanera no sólo como un arrojado piloto, sino también como uno de los hombres más cabeciduros, empecinados, tercos, orgullosos y soberbios que en el mundo han existido.
Como ya dijimos, los hechos ocurrieron en el Año de Gracia de 1910 y el escenario fue la pista del hipódromo, enclavado en la comarca marianense que hoy llamamos municipio Playa.
Presentes en el lugar, un grupo de sesenta o setenta espectadores, integrantes de lo que entonces se llamaba “gente principal de la ciudad”.
Había tensión en el ambiente, quién lo duda. Pero es bien sabido que en tales casos nosotros, los cubiches, resolvemos la crispadura de los nervios con una medicina infalible: el inderrotable sentido del humor, la eterna vocación por el relajito.
“Esto va a volar tanto, como las gallinas de mi corral cuando tienen bien cortadas las alas”, comentó uno.
“El franchute éste es tan aeronauta como yo obispo. Seguro que se trata de un tipo bicho que anda buscándose unos cuantos toletes con que engordar el bolsillo”, dijo otro desparpajado.
Parece que alguno de estos comentarios se expresó con suficientes decibeles como para que lo captara el oído del piloto. Y, soberbio, se dijo con el orgullo de un antiguo guerrero galo que primero perecería antes que ver su honor por tierra. No faltaba más. Y… Vive la France!
Los curiosos notaron que a un costado del primitivo avión brillaba algo circular y dorado. Al acercarse, comprobaron que se trataba de una medalla de la Virgen de la Caridad.
¿Maniobra propagandística del francés, seguramente conocedor de la devoción popular por Cachita? No lo sabemos, pero lo cierto es que su arriesgada empresa era como para encomendarse no sólo a la Virgen del Cobre, sino al santoral completo.
Y ya veremos cuál fue el desenlace de aquel intento protagonizado en La Habana de hace más de un siglo.
La Señora Gravedad toma venganza
El periodista Vitico Muñoz, con la socarrona gracia que le era habitual, lo contó todo en las páginas del periódico El Mundo:
“La expectación era grande, porque en aquel preciso momento nos encontrábamos en lo que separa al charlatán pegado a la corteza terrestre del aviador acostumbrado a elevarse. Apenas llegadas las ruedas al centro del stand del hipódromo, levantáronse las alas y el aparato se lanzó al espacio bajo la mano experta del hombre con un salto gigantesco. Fue un salto de pájaro, una subida magistral, hermosa”.
Ah, pero no todo fue majestuoso aquella tarde. Porque, instantes después, el aparato, sin gobierno, se precipitaba a tierra, largando antes un ala en el aire.
Un grupo de espectadores, con el legendario Andarín Carvajal a la cabeza, salieron al rescate. Un veterano del ejercito mambí, que conservaba su habilidad para vencer malezas y arbustos espinosos, encontró al apolismado piloto y a su máquina destrozada, inmersos en la espesa manigua.
Un alma caritativa puso a disposición del herido su automóvil, para que aquella maltratada humanidad descansase en La Reguladora, fonda donde se alojaba.
Una vez salido del shock, el infortunado aeronauta atinó a declarar que se había elevado, a pesar del peligroso viento reinante, para callarle la boca a los murmuradores, porque él sí no era hombre que pudiesen trajinar con relajitos cubiches.
FUENTE: Víctor Muñoz: “Sensacional vuelo y caída del aviador Bellot”, El Mundo, La Habana, 7 de mayo de 1910.