De los tres nobles humildes, el de mayor jerarquía era Valeriano I, Emperador del Mundo. Vestía con orgullo un viejo y estropeado uniforme del Ejército con entorchados, regalo de un anciano militar retirado. En su pecho brillaban varias medallas que algunos guasones de su ocasional y festiva corte le colgaban en la pechera para seguirle la corriente. El verdadero nombre de este simpático personaje era Antonio Álvarez Valeriano y paseaba por el Parque Central, la plazuela de Albear, el Parque Zayas y el Paseo del Prado, que consideraba los jardines de su imaginario palacio.
Cuando en esos lugares Valeriano I veía un grupo de personas se subía a un banco o cualquier otra altura que hubiera cerca e improvisaba un enredado discurso presentándose como el Emperador del Mundo y narrando en un lenguaje desordenado sus ilusorias entrevistas secretas con el Papa, el Secretario General de la ONU, Einstein y otros personajes que le se ocurrían para poner paz en el mundo, hermandad entre los hombres y sus diferentes razas, comida para todos por igual y cura a los enfermos. Pero cuando más trataba de explicar su sueño, sus palabras se convertían en un galimatías que nadie trataba de entender y comenzaban los aplausos, los hurras y ocasionalmente algún tonto inhumano que pretendía ser gracioso le lanzaba agua de una lata o un cartucho con harina haciendo blanco en su anticuado uniforme. No todos se burlaban de él, algunas personas instruidas que pasaban casualmente por allí se detenían para escucharlo con atención y lo defendían cuando veían que la claque convertía las jaranas en abusos.