Dolores Rondón, la leyenda uno de los epitafios más famosos de Cuba.
En el Cementerio General de la ciudad de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, hay una inmortal décima-epitafio que casi todos los habitantes conocen de memoria o tienen escrita en sus casas. La inscripción tiene el nombre de Dolores Rondón y nos hace presentir una historia de amor de tiempos de la colonia que parece haberse consumido en el fango de lo imposible. Curiosamente, la leyenda, no carente del elemento arrabalero, se mezcla con un ingenioso mensaje moral que hace referencia a la brevedad de la vida, lo efímero de las pompas y vanidades y el premio o castigo póstumo por las acciones realizadas en vida.
Según cuenta Roberto Méndez Martínez en sus Leyendas y tradiciones de Camagüey, la imaginería popular se central, en primer lugar, en don Vicente Rams, un comerciante catalán establecido en Puerto Príncipe, quien era el propietario de un establecimiento de tejidos y ropa hecha que con el nombre de Versalles se ubicaba en la calle de La Candelaria (hoy Independencia), cerca de la plaza de Paula. El tal Rams, logró, al parecer, una gran fortuna, porque empezó a alternar con los círculos más elevados de la administración colonial en la provincia y se estableció con su familia en una de las grandes casonas de la plaza de San Francisco, zona donde residían algunos de los apellidos de mayor abolengo en la vecindad.
Sin embargo, el peninsular tenía en secreto una amante: dos o tres veces a la semana tocaba furtivamente la puerta de la humilde vivienda de una mestiza cuarentona y despampanante que vivía en la calle de Hospital, entre Cristo y San Luis Beltrán. Y con los años allí nació una hija ilegítima, que, no recocida de manera oficial por su progenitor, salió de la pila bautismal con el nombre de Dolores y el apellido de su mamá: Rondón.
En realidad, don Vicente siempre entregó los recursos necesarios para el mantenimiento y educación de su hija, a la vez que, con cierta intransigente, la mantuvo alejada de su núcleo familiar y de sus amigos más cercanos. Debido a la doble moral existente en la época, la muchacha, muy mimada por sus seres más allegados, jamás podría convertirse en Dolores Rams. O al menos eso se pensó.
Por cierto, Dolores fue una niña sensible, inteligente y aficionada al canto y cuando creció se transformó en una criolla bellísima con su color trigueño lavado, ojos verdes mar, el pelo negro y lacio y una figura airosa. Era fina y orgullosa y, a la vez, nunca le faltó la gracia, la picardía y una encantadora sonrisa que perturbaba a los jóvenes del barrio pobre donde vivía y la hacía inalcanzable.
Abel Marrero consignó en su libro Tradiciones camagüeyanas que es entonces cuando apareció en la escena Agustín de Moya, un barbero mulato con una don literario proverbial que improvisaba décimas populares con singular maestría y escribía poemas en el lenguaje culto de la época. El fígaro, amigo y discípulo de relevantes pensadores de la villa de los tinajones como Antenor Lezcano, era el dueño de la barbería La Filomena, situada en la calle Jesús María, hoy Padre Valencia, la cual devino refugio habitual de poetas fecundos y de trovadores callejeros. En la Filomena nació en 1867 una suscripción para editar un libro del poeta esclavo Manuel Roblejo, quien adquirió cierta notoriedad en cautiverio al igual que Juan Francisco Manzano, Juan Antonio Frías y otros líricos de origen africano.
Moya, aventurero y pendenciero, creyó que conquistaría el corazón de la joven y, tal vez, a la Dolores no le desagradó en principio el mariposeo de un creador que, fascinado por ella, le lanzaba frases poéticas incendiarias y, seguramente, la llenó de serenatas, flores y esquelas amorosas. Más esto fue solo al principio. Ella, fiel a las ambiciones de su resentida madre, decidió aspirar a mucho más, y al final, le respondió a su compatriota con burlas, desaires, desplantes y desprecios.
Un tiempo más tarde, esta suerte de Cecilia Valdés camagüeyana, reina de los angostos callejones de su terruño, le descorrió sus cerrojos a un oficial español perteneciente a un regimiento estacionado en Puerto Príncipe y tras consumarse el matrimonio pasó a residir en una alquilada mansión en la plaza de San Francisco, a pocos pasos del hogar de Vicente Rams, su padre. Su nuevo status le permitió a la mestiza asistir a fiestas y bailes que tenían lugar en las sociedades más exclusivas y a los que solo acudían figuras del gobierno local, militares con muchos galones, intelectuales y comerciantes e industriales ricos.
Sin embargo, los sueños prohibidos suelen durar poco. Al cabo de unos meses, su esposo fue trasladado a un nuevo destino sobre el cual solo existen suposiciones (algunos dices que se radicaron en España y otros juran haberlos visto en Santiago de Cuba) y la imagen de la Dolores comenzó a desvanecerse en el tiempo.
Así, pasaron décadas y Moya no volvió a tener noticias de la esquiva mujer que le había movido el piso de forma tan alarmante. No obstante, el almanaque no venció su pasión, a pesar de estar bien ocupado. Nuestro donjuán dividía su tiempo entre su negocio, donde cortaba las cabelleras más enmarañadas, sus aficiones literarias, que eran incesantes, y sus obligaciones en los dos hospitales civiles de la ciudad: el de San Juan de Dios para los hombres y el de Nueva Señora del Carmen, de mujeres, donde asistían solo los enfermos menesterosos que no podían darse el lujo de ser atendidos en su domicilio por un médico privado.
Vale apuntar que en esos tiempo los fígaros debían servir también como “sacamuelas” y, sobre todo, como sangradores (con sanguijuelas incluidas), procedimiento que se creía podía aliviar a los matungos afectados por la hipertensión arterial, las fiebres y hasta la locura.
Por supuesto, el trabajo asistencial se Moya se multiplicaba durante las periódicas epidemias del tifus, la cólera o la fiebre amarilla que afectaban la villa por la falta de una medicina preventiva y la pobreza o inexistencia de las campañas de vacunación. De hecho en 1863 estalló una pandemia de viruela tan agresiva y mortal que se debió ampliar a la carrera el Cementerio General y mejorar en lo posible los centros de salud, carentes de las camas necesarias, de medicinas, de enfermeros y de agua corriente.
“Precisamente en este año –comenta Méndez Martínez en sus Leyendas…– Moya, tras atender a una enferma grave, creyó reconocer el rostro desfigurado y lleno de póstulas de la altanera Dolores Rondón. La vio pobre, enferma, abandonada a la caridad pública. Ella por su gravedad no lo recordó y él por piedad no se identificó. Maya quiso ayudarla en lo posible, pero no había tiempo ni recursos. Regresó al día siguiente al hospital con lo necesario para tratar de socorrerla. Ya era tarde. Durante la noche la legendaria Rondón había fallecido y se la había llevado el carro de La Lechuza, tétrico carromato que trasladaba a los muertos hasta su última morada. Ni siquiera era posible reclamar su cuerpo, pues había sido enterrada en una fosa común.
“Al parecer la Rondón había enviudado, y años antes, una vida de dispendio había acabado con la modesta hacienda familiar. Sola y sin ahorros regresó a Puerto Príncipe donde había llevado una vida anónima”.
Dolido por la pérdida, Moya compuso un aleccionador epitafio que colocó sobre la fosa común del Cementerio General camagüeyano que albergaba los restos de la Dolores. La décima, escrita con letras negras en una pieza de cedro pintada de blanco, fue unida a la tierra con una estaca de madera dura.
Aquí Dolores Rondón
finalizó su carrera
ven mortal y considera
las grandezas cuáles son:
el orgullo y presunción,
la opulencia y el poder,
todo llega a fenecer
pues solo se inmortaliza
el mal que se economiza
y el bien que se puede hacer.
Mientras tuvo salud y la vida se lo permitió, el barbero restauró una y otra vez la madera de la tablilla, a la que nunca le faltaron flores. Mas tarde, la fosa común desapareció en una de las parcelaciones del abarrotado camposanto y el propio cedro fue devorado por más de medio siglo de lluvias y sol calcinante.
El túmulo de mármol dedicado a la Dolores es uno de los lugares más visitados del Cementerio
La prensa se ocupó por primera vez del asunto cuando el periódico La Luz, en su edición del 3 de febrero de 1881, transcribió los versos y los atribuyó al Agustín de Moya y en 1935 el alcalde de facto Pedro García Agrenot ordenó la construcción de un túmulo de mármol blanco y gris, donde está grabado el referido epitafio a cincel y martillo. De manera arbitraria, no lo situaron cerca del sitio donde estuvo la tabla inicial, sino delante del panteón de la familia Agramonte y no lejos de las bóvedas de los marqueses de Santa Ana y Santa María, tal vez, para darle más relieve dentro del diseño de la necrópolis. La base y su cruz se le atribuyen a Pascual Rey Calatrava, artista de mérito y antiguo miembro del ejército español que se pasó luego a las filas mambisas.
¿Qué hay de cierto en la leyenda de Dolores Rondón? Ernesto Montero Acuña, un reconocido investigador, asegura que en ella los elementos reales superan a los fantasiosos, aunque los hechos hayan sido maquillados por la tradición oral. Una crónica de la web local Puerto Príncipe Cultura admite la existencia de la barbería La Filomena, propiedad de un tal Francisco Juan de Moya y Escobar, y aclara que los historiadores aún siguen el rastro de la parda María Dolores Aguilera, hija natural, también llamada Dolores Rondón, quien nació en 1811 y murió de tisis en 1863, soltera y sin descendencia. Abandonó este mundo pidiendo limosnas.
por Orlando Carrió
https://oncubanews.com/cuba/sociedad-cuba/historia/dolores-rondon-la-leyenda/