EL BILLETERO EN CUBA
El juego, como sana diversión, formaba parte de nuestra cultura, pues jugaba el pobre y el rico. Dentro del folclor de los pregones no faltaba el vendedor de billetes, que iba anunciando los números con su gracia personal.
¡Qué manisero, ni manisero!, los billeteros eran los decanos del pregón en Cuba. Ningún vendedor callejero vociferaba como ellos, y no era para menos porque la competencia era mucha. El oficio de billetero, si bien era ejercido por muchas personas honestas que buscaban en él la forma de ganarse unos pocos centavos, también estaba lleno de buscavidas, caraduras y gente de la peor ralea.
Casi todos los que se dedicaban a la venta de billetes pululaban por las calles con unas pancartas enormes (en las que se mostraban las decenas y las centenas) y pregonaban sus números haciéndoles el juego con la charada y hasta sacando jugo de las interioridades familiares de algunos políticos de la época.
Los billeteros eran los decanos del pregón en Cuba
Y es que “el pregón del billetero tiene sus secretos. Y es un arte que no todo el mundo puede dominar”, escribió en una ocasión un poeta cubano.
Había de varios tipos, porque el tipo determinaba en buena medida el número y la calidad de la clientela:
Estaban los “aristocráticos” que no se “rebajaban” a interactuar mucho con la gente y tenían su clientela fija en los barrios más pudientes; lo “itinerantes”, que se colgaban los cartones e iban de aquí para allá buscando a los compradores hasta en los asentamientos más marginales, porque la “suerte es loca y a cualquiera le toca”. Por último, en lo más bajo de la pirámide, estaban los infelices desvalidos: los ciegos, los paralíticos, los ancianos, que hacían tristemente real aquella frase de el «El que puede hacer, hace, el que no, vende billetes».
Antes de 1959, en Cuba se jugaba la Lotería Nacional. El dinero recaudado era utilizado fundamentalmente para casas de beneficencia. Los sábados al mediodía, los niños de esa institución cantaban los números a través de los medios. El premio mayor era de cien mil pesos por cada billete. Había billeterías y vidrieras de apuntaciones en cualquier lugar. Era famosa la de la manzana de Reina y Águila, toda llena de vidrieras que, aunque pequeñas, siempre tenían el número deseado. Cuando el gobierno prohibió el juego, todo aquello lo demolieron y lo convirtieron en parqueo.