ÉL CASO PADILLA: CRÍTICA,TORTURA, Y ARREPENTIMIENTO.
La mañana del 20 de marzo de 1971 funcionarios del G-2 detuvieron al poeta Heberto Padilla por «atentar contra los poderes del Estado». Custodiado por dos agentes, el poeta fue conducido en automóvil hasta la antigua residencia de los Hermanos Maristas, un remedo de las prisiones medievales a donde, años más tarde, también sería conducido Reinaldo Arenas. Allí fue conminado a entregar lo que cargaba consigo, fue requisado con exhaustividad y llevado a un estudio donde le tomaron fotos de frente y de perfil con un número en el pecho. Tras mostrarle el documento donde figuraban los cargos de los que era acusado, fue conducido a una habitación donde le dieron un uniforme de presidiario. Finalmente, fue llevado a una oficina donde estaba el funcionario que había firmado el documento acusador.
Con leves variantes, el intercambio de palabras que se dio ese día entre Heberto Padilla y el oficial del G-2 sería equiparable al que muchos artistas e intelectuales han debido sostener con funcionarios de los sistemas de inteligencia de regímenes totalitarios. A semejanza de Nikolái Gumiliov, Isaac Babel, Ósip Mandelshtam y otros escritores que fueron ejecutados o condenados a trabajos forzados en gulags o campos de concentración soviéticos en Siberia, Heberto Padilla había sido detenido por ser el autor de una obra catalogada por el régimen como «contrarrevolucionaria».
El poeta encarnaba una tendencia inadmisible para quienes ejercían el poder en Cuba desde 1959. Los hermanos Castro no veían con buenos ojos la autonomía con la que algunos artistas asumían el hecho estético. De los hombres de letras se esperaba que fueran escépticos y críticos con respecto a la cultura de masas y la sociedad de consumo, pero si procedían del mismo modo en el seno de un proceso revolucionario inmediatamente eran catalogados de reaccionarios. Su deber ser era dorar las letrinas de la represión política. Y no era eso precisamente lo que distinguía Fuera del juego (1968), el álbum lírico compuesto por Padilla tras haber estado en varios países de la Unión Soviética, un obra cuyas páginas ofrece poemas como
«Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad»
Lo primero: optimista.
Lo segundo: atildado, comedido, obediente.
(Haber pasado todas las pruebas deportivas).
Y finalmente andar
como lo hace cada miembro:
un paso al frente, y
dos o tres atrás:
pero siempre aplaudiendo.
Todas las actividades del poeta habían sido vigiladas a lo largo de meses por los funcionarios del G-2. Sus carceleros sabían muy bien con quién había estado, qué habían dicho él y cada uno de sus interlocutores y dónde habían tenido lugar esas conversaciones. Padilla había concedido entrevistas a corresponsales de la prensa extranjera en las que no había dudado en identificar los errores de la Revolución ni en señalar responsabilidades. Por consiguiente, si lo que se buscaba era dar una sanción ejemplar para acallar el descontento que se extendía en Cuba, él era el hombre indicado.
Por la manera como procedió a lo largo de esas semanas, el oficial a cargo de obtener la confesión demostró su versátil complexión para la tortura. Una de sus primeras jugadas consistió en hacerle escuchar al detenido una grabación obtenida tras haber arrestado a Belkis Cuza Malé, la escritora con quien Padilla había contraído matrimonio dos semanas atrás. Otras veces procedió de manera más elemental, como cuando lo dejó inconsciente tras golpearlo en la cabeza con el manuscrito de En mi jardín pastan los héroes (1981), novela que el escritor culminaría en el exilio. Tampoco faltaron los días de aislamiento total, en la oscuridad de la celda; ni los interrogatorios realizados valiéndose de pentotal sódico, el «suero de la verdad».
El arresto de Heberto Padilla por parte del servicio de inteligencia del Estado cubano causó un profundo rechazo entre muchos intelectuales que hasta ese momento se habían solidarizado con la revolución cubana. Eso demuestra la carta suscrita por algunos integrantes del Pen Club de México, que apareciera en la revista Excélsior el 2 de abril de 1971. Una semana más tarde, en las páginas de Le Monde de París fue publicada una carta dirigida a Fidel Castro en la cual se afirmaba que «el uso de medidas represivas contra intelectuales y escritores quienes han ejercido el derecho de crítica dentro de la Revolución, puede únicamente tener repercusiones sumamente negativas entre las fuerzas anti-imperialistas del mundo entero».
En virtud de esta reacción, los carceleros de Padilla se vieron obligados a cambiar de método. Las golpizas y los días de aislamiento en la oscuridad cesaron. El poeta fue conducido a una oficina donde halló su máquina de escribir. Allí se le ordenó que redactara una carta donde admitiera que su derrotismo y su pesimismo se debían a su naturaleza contrarrevolucionaria; además, debía delatar a esos amigos que pensaban de manera parecida.
Es de suponer que ese legajo de cuartillas colmó las expectativas del Comandante Supremo de la Revolución. En esas páginas, él debió haber visto todo lo que necesitaba para recibir la absolución de la Historia. Tan sólo era cuestión de dar a conocer su contenido de manera que, por un lado, amainara el descontento de los intelectuales extranjeros y, por el otro, silenciara por completo a los escritores y artistas cubanos que habían empezado a señalar los errores y excesos del proceso iniciado doce años atrás.
La noche del martes 27 de abril de 1971, Heberto Padilla se declaró culpable de actuar como contrarrevolucionario en la sede de la UNEAC. A Nicolás Guillén le correspondía presidir ese acto dada su condición de presidente de ese gremio, pero se eximió de oficiar esa deplorable mascarada alegando razones de salud. Al ver la oportunidad que se le presentaba con la alta dirigencia del régimen, José Antonio Portuondo no tuvo reparos en desempeñar esa tarea, actuación que demuestra cuánta razón tenía Albert Camus cuando dijo que la tiranía es más natural que el arte para los mediocres.
La «autoacusación» de Heberto Padilla ha sido uno de los frutos más consumados de la revolución cubana. La distancia que hay entre su contenido y el espíritu que alienta Fuera del juego es abismal. Del poeta que había aprendido la irreductible lección de principios y humanismo trasmitida por Albert Camus en El hombre rebelde pareciera no quedar rastros. Quien había sobrevivido a las mazmorras del G-2 proclama ante la audiencia no tener derecho a la libertad por haber difamado la Revolución, por haber elogiado la novela Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, por haber introducido la amargura y el pesimismo en la literatura cubana y por haber sido ingrato con Fidel.
Las palabras con las que el poeta culminó su intervención en la UNEAC recuerdan el momento más perturbador de 1984, novela en la que George Orwell anticipó los niveles de sometimiento y degradación que todo individuo habrá de experimentar en el seno de un régimen totalitario. También confirman cuánta razón tenía Hannah Arendt cuando señaló que los totalitarismos alcanzan su consumación cuando logran destruir el espíritu sin llegar a la destrucción física del hombre.
Con la autoacusación del poeta los carceleros se dieron por satisfechos. En ese acto vieron lo que necesitaban para restaurar la imagen de la Revolución; pero una cosa es lo que piensan los expertos en análisis del discurso que secundan a tiranos y torturadores, y otra muy distinta quienes no están dispuestos a transar cuando están en presencia de una flagrante violación de derechos fundamentales.
Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido mediante métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionaria. El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza Malé, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época del estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas.
Así dice la carta fechada en París el 20 de mayo de 1971 y publicada en el diario Madrid al día siguiente, un documento suscrito por artistas e intelectuales que habían hecho de «compañeros de viaje» hasta ese momento, como Carlos Fuentes, Adriano González León, Juan Rulfo, Susan Sontag y Mario Vargas Llosa.
Pero ya el Comandante del gobierno revolucionario había anticipado esa reacción y había resuelto la manera de anularla. En el acto de clausura del Primer Congreso Nacional de Cultura y Educación, realizado el 30 de abril, aseguró que quienes habían pretendido presentarse como simpatizantes de la Revolución pero se habían puesto de parte de dos o tres ovejas descarriadas a las que no se les había permitido sembrar la insidia y la intriga no eran más que agentillos del colonialismo cultural, basura y agentes de la CIA que habían monopolizado el título de intelectuales. Liberales burgueses preocupados por cuestiones de chismografía intelectual. Ratas intelectuales de una Europa que se hunde, incapaces de entender los problemas de un país que está librando una épica batalla contra el imperialismo estadounidense…
El caso Padilla tuvo lugar hace medio siglo; con todo, la lógica que se impuso en ese momento sigue imperando en la isla. No es casual que en los actuales momentos el artista Luis Manuel Otero Alcántara esté en prisión esperando un juicio sumario por no acatar las exigencias «estéticas» del régimen. Tampoco lo es que el ICAIC haya impedido la proyección del documental Sueños al pairo en la última edición del festival Muestra Joven de cine cubano.
Este proceder del régimen contra el espíritu creador es una muestra indiscutible de que en Cuba prevalece la voluntad del gobernante que el 30 de junio de 1961 sentenció:
el revolucionario pone algo por encima aún de su propio espíritu creador: pone la Revolución por encima de todo lo demás y el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución (…) Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada. Contra la revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie. Por cuanto la Revolución comprende los intereses de (…) un pueblo que ha dicho: “PATRIA O MUERTE”, es decir, la Revolución o la muerte».
Por: ARNALDO E. VALERO