El Chori, leyenda y realidad en la percusión cubana.
Hacia el año 1972 yo enfilaba cada mañana por la esquina de Muralla y Bernaza, en la Habana Vieja, para seguir a pie por esta última. Y era casi seguro encontrar en las ya deterioradas paredes de viejos locales abandonados, la palabra CHORI, escrita con tiza blanca, en mayúsculas perfectamente delineadas y uniformes, lo suficientemente grandes para ser leídas al paso. No solo en la Habana Vieja podía hallarse el letrero, porque en cualquier punto de la geografía capitalina por donde el artista pasara, dejaba su huella impresa en las paredes.
No tenía idea precisa de quién era el autopublicitado y pintoresco artista, ni de que andaba ya por sus 70 años, pero lo asociaba con uno de los practicantes del arte del graffiti en nuestras paredes. Tampoco sabía que vivía en un cuarto de un cercano edificio en la calle Egido, en precarias condiciones, aunque ello no fuera para él motivo de malestar porque siempre lo acompañaron sus santos y eran magras sus necesidades materiales.
De Santiago a La Habana
El Chori era una leyenda, al punto que cuando Marlon Brando visitó La Habana a inicios de 1956 y llegó hasta los cabarés de la Playa de Mariano, uno de sus objetivos era presenciar el espectáculo del Chori. Se afirma que quiso llevarlo consigo a Hollywood y pareció que lo conseguiría, pero finalmente el cubano le dijo: ¡De eso, nada!
Dos años antes, en 1954, El Chori había participado con sus timbales en la película Un extraño en la escalera, filmada en La Habana con el protagonismo de los mexicanos Arturo de Córdova y Silvia Pinal. Mas no es todo. Errol Flynn, el gran aventurero del cine norteamericano de entonces, lo contrató cuando filmó La pandilla del soborno (The Big Boodle), rodada en La Habana. Otras celebridades del espectáculo decididas a escucharle también se llegaron hasta las afueras de la ciudad para ver un espectáculo que era ya una de las atracciones de la farándula capitalina. Al Chori tal vez se le conocía más en el exterior que en su patria.
Si no hubiera sido un personaje real convertido en una leyenda de la percusión cubana, pudiera pensarse en él como en un duende andariego, una sombra incorpórea de las que nutren la mitología de las grandes y pequeñas ciudades. Pero no es así.
Hace muchos años, el ilustre (y penosamente olvidado) periodista cubano Fernando G. Campoamor le dedicaba un reportaje en las páginas de Bohemia (edición del 1ro. de abril de 1966). Era el propio Chori quien entregaba un documento por él escrito, al cual solo hemos realizado escasas correcciones ortográficas:
“Nací el día 6 de enero de 1900 a las 12 de la noche envuelto en un pellejito en la calle Trinidad 56 entre Reloj y Calvario. Soy de Santiago de Cuba. Mi mamá Eloysa Hechavarría. Mi padre hijo reconocido Silvan S. France…”.
En su tierra cantó, con el honor de conocer a los grandes trovadores Sindo Garay y Manuel Corona. La percusión lo acompañaba desde entonces por los bares y cafés de Santiago.
A La Habana llegó en 1927, trabajó en la academia de baile de Marte y Belona, aunque después mudaría sus cueros, timbales, botellas de vidrio, llantas de neumáticos, y demás instrumentos y enseres, hacia la Playa de Marianao, donde confluía la bohemia capitalina, para allí pronto devenir en una verdadera institución de la percusión.
Aquel músico era capaz de producir sonoridades inesperadas pero atrayentes, diríase más bien selváticas, que llevaban al éxtasis a los presentes, en particular si se trataba de forasteros y turistas que no comprendían el significado de los cantos pero percibían las sensaciones implícitas en aquella expresión suya: “Se armó la choricera”, e hizo célebre además el estribillo “Se acabó la choricera /Bongó camará/Un chorizo solo queda/Bongó camará”.
Su personalidad
Con algo del excentricismo (en el vestir, la gestualidad e instrumentación) que caracterizaba a sus presentaciones, entre los aplausos, los tragos de ron y las cervezas, El Chori extraía la musicalidad del espíritu de sus ancestros para volcarla en un huracán de ritmo africano. Trabajó en el show del cabaret Sans Souci, junto a Miguelito Valdés. Ello es la mejor evidencia de que el timbalero intuitivo poseía el talento de los elegidos, el don de la simpatía, la autenticidad y la raigal convicción de portar en sus toques el brío de los ancestros.
El Chori se hizo muy conocido en el ámbito musical cubano. Su notoriedad trascendió las cuatro paredes de las tabernas que acogían en las noches sus actuaciones. Aun en la década del 60 se le podía encontrar en la Playa de Marianao.
Murió un día impreciso de abril de 1974, a los 74 años. No le interesó lucrar, ni construirse una vivienda “para cuando llegara el retiro”. Silvano Shueg lo entregó todo en cada presentación. Tal y como hacen los artistas que llevan en sí el sello de la originalidad.
Los jóvenes de hoy día no podrán ya leer la palabra CHORI en las paredes de La Habana. El tiempo las ha borrado para siempre. Pero si alguien les habla de Silvano Shueg, El Chori, sabrán que se trató de un percusionista que hizo historia en el entramado de la música popular cubana.