El chulo más grande que tuvo Cuba, también tiene su historia .
Cuba es como una gran Botica (farmacia) de los años 50’s tenia de todo , he aquí la historia de este chulo cubano .
Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de Leon, era su nombre. Nacido en La Habana el 5 de febrero de 1882. Fue bautizado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Monserrate, como Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de León.
Hijo de Cirilo Yarini, cirujano dentista, miembro fundador de la Sociedad de Odontología y catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de la Universidad de La Habana, y de Juana Emilia, tan virtuosa del piano que llegó a tocar para Napoleón III en Las Tullerías.
Alberto fue el último de tres
hermanos. Cursó estudios en el colegio habanero San Melitón y después prosiguió su educación en los Estados Unidos, de donde regresó a los 19 años para convertirse de inmediato en un clásico representante de la juventud burguesa de su época. Habitual de la Acera del Louvre donde acudía cada tarde con sus amigos distinguidos -ninguno de los cuales trabajaba- a beber unos tragos y a lucir sus trajes cortados a la medida, hechos con las mejores telas y adornados con
yugos, leontinas, botonaduras y pasadores de corbata que valían fortunas. Y más tarde a sus juergas nocturnas.
Yarini, de gran belleza física, poseía gran porte natural, incrementado por su dandismo. Siempre bien rasurado y mejor peinado, de hablar pausado, en voz baja y bien modulada y con un refinamiento que le venía desde la cuna. Hablaba el español y el inglés con la perfección de quien no posee gran cultura. Era educado, todo sonrisas y gestos refinados con las damas
cuando se encontraba en el mundo social, político y familiar, mientras que en San Isidro era el guapo al que había que hablarle bajito y rendirle pleitesías y respeto.
Simpático, generoso, distribuía por igual monedas y palmadas entre los habitantes del barrio de San Isidro, el peor afamado de la ciudad, donde Yarini era amigo de pobres y ricos, de negros y blancos, a quien siempre se podía recurrir con la certeza de no ser defraudado. Pagaba con su propio dinero los
alquileres de unas cuantas negras viejas retiradas ya de la prostitución, quienes lo adoraban y halagaban. De él se decía en San Isidro que era “hombre a todo”, frase que le ha sobrevivido.
Mantenía en su domicilio de Paula 96 entre tres y siete mujeres que trabajaban para mantenerlo y se liaba a puños y balazos con lo peor de las alcantarillas con el mismo entusiasmo con que se iba a bailar a los peores salones de La Habana. Pero tenía otra vida ,que incluían
desayunar cada día en la casa de sus padres, reunirse con los correligionarios de su partido, ir en las noches a la Ópera y otros centros de cultura de élites y cortejar, o ser amante, de distinguidas damas de la aristocracia y la alta burguesía habanera. Yarini no hacía un secreto de su ambición de postularse para concejal y, en un futuro no muy lejano, llegar hasta la silla presidencial.
Los apaches, como llamaban los cubanos a las pandillas de chulos franceses de San Isidro
capitaneadas por el parisino Luis Letot, de temperamento tal vez no demasiado violento, que acostumbraba decir que había que “vivir de las mujeres, y no morir de ellas”, y podía mostrarse en ocasiones tan exquisito como un cortesano de Versalles.
Así se comportó con Yarini cuando este le robó escandalosamente la joya más valiosa de su último cargamento de prostitutas desembarcado en La Habana, la pequeña Berthe, hermana de su
concubina Jeanne Fontaine, y por tanto su propia cuñada. Berthe, de 21 años, rubia y de ojos azules, se la tenía como la mujer más bella que paseó por las calles del barrio.
Yarini en persona anunció a Letot su relación con Berthe, y el francés se encogió de hombros. No contento con eso, poco después, completamente solo pasó frente a la casa de Letot y le gritó burlón a voz en cuello que guardara muy bien a sus putas, porque la Petit Berthe no bastaba para calmarle la calentura
que tenía en aquellos días. Letot, sin perder la calma, le respondió: “Yo me voy a morir una sola vez”, y esa simple frase actuó como el conjuro que decretó la extraña tragedia donde fueron protagonistas dos antihéroes.
En ese momento Yarini compartía su casa de la calle Paula con tres mujeres en perfecta armonía. Elena Morales, una mulata en la flor de sus 22 años, Celia Martínez, una mestiza preciosa y la discutida Petit Berthe, la francesa por la que lo mataron.
Días después los dos capos caían abatidos a balazos en una embestida que nunca ha sido del todo aclarada para la Historia, y en la que participaron, de un lado, Letot revólver en mano disparando contra Yarini a quemarropa en plena calle y sus compinches armados tirando desde las azoteas, y del otro un Yarini que supuestamente no alcanzó a disparar su revólver, seguido de un tal Pepe Basterrechea que, de un solo tiro en medio de la frente, tendió difunto a Letot sobre las sucias piedras de la calle.
Pero ¿quién era José Basterrechea?
El cabo suelto en la muerte violenta del Rey de San Isidro fue José Basterrechea, joven vizcaíno de gran belleza física y elevada estatura, su mejor e inseparable amigo por razones que escapan a una total comprensión.
De extracción humilde, comía en una fonda de mala muerte, donde Yarini acudía cada tarde puntualmente después de cenar en la casa paterna, solo para encontrarse con Pepito y de ahí
continuar en su compañía las andanzas nocturnas.
De Basterrechea se conoce poco, no se le conoció como chulo, y como tampoco trabajaba, Yarini lo mantenía a él y a su madre. Pepito mantuvo hasta su propia muerte en la pared principal de todos sus domicilios un retrato de cuerpo entero de Yarini, y se afectaba visiblemente cuando se le nombraba en su presencia. En una de las fotos que publicamos está de pie junto a Yarini, en una pose extrañamente
familiar, casi íntima. En la época, tal colocación era la usual en las fotos de parejas, donde el hombre se mantenía gallardamente sentado mientras la mujer, de pie a su lado.
Antes de morir, en el Hospital de Emergencias, Yarini escribió, en un recetario de hospital de Emergencias, una nota en que se culpaba de haber disparado con su arma la bala que mató a Letot, exonerando así de toda responsabilidad a su querido Pepito.
Diez mil personas asistieron al
entierro del Rey de San Isidro un 24 de noviembre de 1910. Así fue el desenlace.