El patinador de la muerte.
Por Orlando Carrió
Fue boxeador, bailador de charlestón y, sobre todo, un patinador espléndido capaz de saltar grandes automóviles y de unir en cuatro rueditas el occidente y el oriente de Cuba. En su corazón aguerrido, ignorante del peligro, las cabriolas y distancias largas se convierten en la mejor apuesta para el futuro.
Entrevistado por Manuel Portuondo de la Paz, para el Juventud Rebelde del 7 de noviembre en 1988, el Diablo, con sus ochenta y siete años y su uniforme de miliciano, no oculta el orgullo por llevar casi veinte regulando a diario el tránsito en la antológica calle Trocha, en la esquina de la calle 10, frente a la escuela primaria Armando García de la ciudad indómita. Tiene la manía de los niños a quienes les hace anécdotas en sus aulas; para ellos vive, solo ellos valen. Poco le importa que el aludido articulista y el Santiago de los callejones empinado lo vean como el superhombre que pudo llegar al podio en cualquier competencia deportiva de haberle tocado vivir en una época de mayores oportunidades.
Integrante de una prole de veinticuatro hermanos y pobre hasta el tuétano, Benavides, nacido el 6 de octubre de 1901, en Santiago de Cuba, realiza varios trabajos eventuales cuando niño, y ya adolescente, se encuentra con el boxeo y empieza a pelear para buscar unos centavos, sin preocuparse por las libras de más del adversario ni por la falta de un verdadero entrenador. Gana veintiuna pendencias e iguala una con Chicho Cueto, hermano del Cueto del Trío Matamoros, con quien se faja a trompadas dos veces antes de llegar al ring y regalar un espectáculo de gladiadores.
Alrededor de 1927 comienza a sobresalir en su segunda furia: el charlestón, baile que, según el profesor Ángel Luis Beltrán, aprende al dedillo para imitar a Black Bill, un conocido púgil cubano de la época, A partir de ahí, se le ve bailar en las gradas de madera del Coliseo de Trocha, durante los entreactos de la compañía teatral de Roberto Gutiérrez, alias Bolito, hasta que lo contratan como bailarín excéntrico y acrobático y comienza a recorrer la Isla lleno de desparpajo. De paso, en 1929, en el holguinero Teatro Oriente, los cómicos de la pieza bufa Marta, la hija del tabaquero lo bautizan como Diablo Rojo, en referencia a un enorme tatuaje que le hace el tal Bolito en uno de sus brazos (y porque saltaba, hacía piruetas y siempre vestía de rojo).
«¿Anécdotas? Sí, cuando perdí mi maleta con lo poco que tenía —le cuenta a Portuondo de la Paz—. Resulta que los gerentes de hoteles le alquilaban a las compañías y las obligaban a dejar el equipaje hasta que pagaran. Varias veces, como sucedió en Puerto Padre, tuvimos que escapar por las ventanas usando las sábanas para descolgarnos, pues las entradas no daban… Sucedió que también perdíamos las pertenencias…».
Temerario y con pajitas en la cabeza desde la cuna, este Diablo con vocación de ángel empieza a patinar a los ocho años, se va al piso rabioso, y pinta su cuerpo con las magulladuras de los grandes artistas como Jardines y Joseíto. Junto a sus amigos, hace maniobras suicidas ante los aterrorizados paseantes y se lanza por las calles empinadas para brincar a los chicos tendidos en el suelo a riesgo de lo que sea. Luego, aparecen los saltos a los coches:
«Bueno, eso tiene su historia, porque la primera vez que lo hice fue bajando la entonces loma de San Félix —indica en la referida entrevista—. Yo era el último del grupo y cuando voy llegando a la esquina de Santa Lucía me sale uno de los pocos carros que había aquí. En fracciones de segundos tuve que analizar qué hacía y opté por brincarlo. No sé a quién me encomendé… y lo logré. Me aplaudieron y vitorearon pensando que se había preparado el acto (…). En realidad, estuve a punto de estrellarme.
«Estos saltos, mitad destreza y mitad audacia, se repitieron en varios sitios de la ciudad, ya como espectáculo, y planificando los detalles. El más célebre fue el de San Basilio y Padre Pico. Los que estaban parados en San Basilio juran que no me vieron elevarme ni caer, fue algo muy rápido; fantasmagórico (…). Perdí el número de las máquinas que volé…, ¡Ah!… y a ninguna les rallé el techo (…)».
María Elena López Jiménez, en su artículo «El Diablo Rojo, más allá de un personaje, un hombre de pueblo», del Sierra Maestra, afirma que contabiliza más de 3 000 saltos sobre autos y que también vuela con frecuencia por encima de 12 bicicletas atravesadas una al lado de la otra.
Con una memoria tan cincelada como sus piernas, fácil de verbo, agudo y lleno de viveza, el Diablo realiza en cinco ocasiones la travesía La Habana-Santiago en viajes que duraban, por lo general, siete días y tres horas. Su tierra, insustituible, resulta, sin embargo, diminuta para sus acrobacias. En una entrevista que alguna vez le hicieron en Radio Taíno asegura:
«La primera fue en 1932. Estaba en la capital con una compañía teatral que contaba con Mariano Mercerón, Chepín y los Reyes del Jazz. Se desbordó aquello y me quedé sin un centavo. Acepté patinar en el Prado dándole promoción a la RCA Víctor y me llevaron preso por alterar el orden público. Tras amenazas y averiguaciones pude hacerles una demostración y me soltaron. Fui contratado luego por la empresa que vendía unos patines llamados Chicago y con el tiempo por otras muchas. Esta labor propagandística me permitió realizar los viajes entre mi Santiago y la capital. En uno de ellos, en el tramo recto entre Camagüey y Florida, me desplomé cuatro veces debido al intenso calor y el hambre. Así y todo no quise que me adelantaran en alguna máquina».
Luego del triunfo de la Revolución en 1959, el Diablo Rojo realiza varias labores: mensajero, mozo de limpieza y vendedor de alimentos en cines citadinos hasta que se jubila en 1969 y se dedica, como ya hemos dicho, a cuidar el paso de los infantes de la escuela primaria Armando García, con un silbato de cartero, una especie de «machete» en su funda de color rojo y un tridente de tela. Allí es atropellado por ciclistas en cuatro ocasiones y es secuestrado por las cámaras del cineasta Octavio Cortázar, quien en 1986 nos regala un documental sobre su vida titulado Joven de corazón.
Emilio Benavides fallece el 22 de febrero de 1995. Deja 6 hijos, 13 nietos y 2 bisnietos. Siempre le cuesta hablar sobre sus proezas insensatas. Tampoco lo necesita. En su honor se develó en 2016 una estatua de bronce no lejos del plantel que apoyó durante tantos años. En la obra, de unos dos metros, creada por Julio Cesar Carmenate, se le ve firme, erguido y bien plantado, con su habitual gesto cordial dirigido a los escolares, sus patines, botas y el pecho cubierto de medallas.
El periodista Rafael Carela, del Sierra Maestra, escribió en su crónica póstuma: «Porque solo quedará en la memoria aquel impulso felino en patines de un hombre que ya es leyenda».