Escribió José Martí que cuando los amigos de Ignacio Agramonte hablaban de él era como si llevasen descubierta la cabeza.Esa veneración casi mística hacia aquel «diamante con alma de beso» también la sintió el Apóstol, porque «Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros».
Broncíneo el pecho, el alma diamantina,
se levanta en los campos de la guerra
como arcángel mortífero que aterra
y ángel de luz que espléndido ilumina.
A su aspecto tan solo se adivina
cuánto de grande en el campeón se encierra
Él es de la falange que a la tierra
viene del centro de la luz divina.
Las huestes turbulentas de los campos,
dóciles a su voz, se tornan puras;
y cuando muere por la patria ese hombre
la gloria le circunda con sus lampos,
tú, amada tierra, con su luz fulguras
y el mundo aclama delirante un nombre.
Escrito por Aurelia del Castillo, calificada como una figura femenina activa de las letras cubanas del siglo XIX y muy unida a Agramonte en su juventud.