Eugenio Casimiro Rodríguez Cartas, autodenominado como el más guapo de todos los cubanos, “merito” que ganó a pura bravuconería, “pistola en mano”.
Oriundo de San José de las Lajas ingresó en la policía siendo muy joven y en pocos meses de labor su historia profesional ya presentaba “destacados méritos”, lo que le proporcionó la posibilidad de ser promovido a jefe de la policía en Cienfuegos, cargo con el que obtuvo una autoridad absoluta para ejercer su verdadera profesión de guapetón.
Su “prestigio” como tal iba en aumento, con lo que logró que las principales autoridades políticas de Cienfuegos formaran parte de sus más cercanas amistades, a las cuales favorecía con su protección como fiel guardaespaldas y de quienes recibía importantes remuneraciones por los servicios prestados.
El crimen nunca le fue ajeno y en el año 1911 ya lo habían condenado en la Audiencia de Santa Clara, nada menos que por asesinato. En 1918 cometió otro vil acto, conjuntamente con dos de sus lacayos, del que fue víctima el alcalde provisional de Cienfuegos, Florencio Guerra y aquí fue donde sus antiguos amigos, a los que había servido incondicionalmente, lo sancionaron a muerte.
Trasladado al Castillo del Príncipe de la Habana en espera del cumplimiento de su sanción y erguido aún en su condición de guapo, se dedicaba a barrer las celdas y los pasillos del presidio, y gracias a la suerte que invariablemente le acompañó, allí también encontró la luz que tantas veces le alumbró.
El alcaide del penal era el capitán de Ors, el esposo de María Teresa Zayas, hija del tristemente memorable presidente Alfredo Zayas, la que, con relativa periodicidad, visitaba la penitenciaría para compartir con “su adorado consorte” parte de su tiempo, pero un día el azar quiso que se tropezara con nuestro protagonista y quedara fascinada, magnetizada y enteramente atraída por el físico y la voz de este personaje.
Por tal razón María Teresa, que al parecer se hacía la mosquita muerta, incrementó la frecuencia de visitas a su esposo, pero el verdadero motivo era el de poder ver a este “honorable convicto” que se había convertido, de buenas a primera, en causa de sus desvelos.
Un buen día, sintiéndose más enamorada que Julieta de su célebre Romeo, reclamó a su padre el indulto de quien enardecía sus pasiones y como Zayas nunca había tenido reparos en complacer a su hija, no sólo indicó la absolución del detenido, sino que dio igualmente su consentimiento para el matrimonio de su alocada y ardorosa hija con aquel hombre, a quien, simultáneamente, designó representante del Partido Conservador en La Habana, por aquello de que no fuera un don nadie a su llegada al sagrario, lo que le permitió llegar a ocupar cargos políticos en el Senado, en representación de su esposa, que había sido elegida en el año 1940.
Cuatro años después, a pesar de su ya famoso historial, fue miembro la Cámara de Representantes, favorecido en cierto modo por Rafael Fraile Goldarás, y luego reelegido en 1948.
Como un favor se paga con otro, Goldarás, llegado su momento, entregó a Casimiro un buen fajo de billetes para que le facilitara el camino a su candidatura en el año 1952, pero luego desecha esta idea y pretende que le reintegrara su dinero, cosa muy difícil para el guapetón de Cartas, lo que les conllevó a una gran discusión que terminó a balazos. Cuando Casimiro iba a ser detenido, aún pistola en mano, tuvo la desfachatez de exigir respeto a su inmunidad parlamentaria.
Acusado formalmente, el Tribunal Supremo de Justicia solicitó a la Cámara un suplicatorio para retirar su inmunidad, pero, tras una increíble triquiñuela política, salió absuelto y, para su mayor seguridad, viajó hacia República Dominicana, donde, por supuesto, también hizo de las suyas.
De regreso a la Habana, sabiéndose dueño de una luz protectora que continuaba iluminando su transitar por la vida, este guapetón le fue infiel a su esposa asiduamente, llegando hasta hacer uso de su propia mansión para tales fines. Así las cosas, todo no podía seguir siendo propicio a Rodríguez Cartas y un día María Teresa lo sorprendió en plena acción carnal. Al ser tan fuerte la traición de aquel a quien tanto había amado, de inmediato cayó al suelo, fulminantemente infartada, y así, si se quiere, una nueva víctima, aunque indirecta, ingresó a su honorable expediente.
Luego, el muy pillo, queriendo dar una entristecida imagen, mandó a tallar un busto de su “amada”, el cual ubicó sobre el sepulcro de María Teresa, situado en la capilla que él ya poseía en la Necrópolis de Colón, y que desde su construcción llamó poderosamente la atención, a causa de la originalidad de una de sus bóvedas, pues presentaba una concavidad vertical, adosada a la pared. Ésa sería su tumba, porque según sus propias palabras “un hombre que ha jodido mucho en este país, que nació de pie y que ha vivido siempre de pie, no puede ser enterrado bocarriba”.
Eugenio, quizás como una premonición, había concebido ya su lugar para el descanso eterno, y piensa este redactor que un hombre de esas características sabe que podía encontrarse con la muerte al doblar de la esquina, y efectivamente así fue, murió poco tiempo después que su esposa y fue inhumado en su original sepultura, con una pistola en cada mano y un billete de cien pesos en el bolsillo, que para nada le sirvieron, pues como ocurre a todo humano, el tiempo destruyó su estructura ósea y quedó convertido en un montón de huesos, que sus pistolas no pudieron mantener erguida.