NOTA
Además de mantenerse informado de cuanto sucedía en los Estados Unidos, Martí estaba al tanto del acontecer europeo. Los periódicos de Nueva York, para los que escribió, gustaban de las novedades del viejo continente, y más aún si aparecían descritas por un europeo, como él mismo se llamó en The Hour, en sus primeras colaboraciones, «A Very Fresh Spaniard», aunque el adjetivo «fresh» puede tomarse no sólo como el recién llegado sino también como el inexperto, y aun el impertinente, por lo que se atreve a decir, en su inglés inseguro, de las costumbres y gentes del país.
Para salvarse de la que consideraba perniciosa influencia norteamericana, Martí se afirmaba en valores y gustos más bien europeos: a pesar del ferviente elogio de Sarmiento al «talento descriptivo» y al «estilo de Goya» que descubrió en la prosa del cubano, al leer su «Fiesta de la Estatua de la Libertad», le escribe a Paul Groussac en carta que hizo pública La Nación, de Buenos Aires: «Quisiera un Martí que nos diera menos Martí, menos latino, menos español de raza y menos americano del Sud, por un poco más de yankee, el nuevo tipo de hombre moderno, hijo de aquella libertad cuya colosal estatua nos ha hecho admirar».
No menos gustaba en los escritos en español de Martí, junto al cronista de la América del Norte, esa simpatía por Europa, no reñida, sino más bien apoyo de su hispanoamericanismo. A ella hay que sumar su notable facultad de hacerle creer al lector que se estaba enterando de los acontecimientos por boca de un testigo. Sumada esa aptitud a su estilo insuperable, se comprende mejor el aprecio en que se le tenían sus crónicas, y la posición cimera que aún conservan éstas junto a sus otras «Escenas». Sirva sólo un ejemplo: se celebraban en Madrid, en mayo de 1881, los actos por el segundo centenario de la muerte de Calderón de la Barca; cuando escribe sobre el asunto, Martí estaba en Caracas empeñado en sacar el primer número de su Revista Venezolana, y ya en pugna con el gobierno que lo haría salir del país semanas más tarde; debió leer en algún diario español llegado a Venezuela lo sucedido en Madrid, y él, para regalo de sus lectores, en momentos de su crónica, se traslada con la imaginación al lugar de los hechos, y desde allí, como moderno locutor de radio, les habla montado en el presente de los verbos para darle actualidad, y eternizar, la noticia: «Las gentes andan de prisa. Como que revive el pueblo cansado… Las calles se estrechan, la procesión entra en los barrios bajos… ¡Qué muchedumbre! ¡Qué júbilo en las calles! ¡Qué grupos de hombres canosos, alegres como donceles! ¡Qué especial sonrisa en labios de los militares viejos! ¡Qué andar y bullir de las mujeres, con sus vestidos de colores, como rosas humanas!… Ya viene la cabalgata numerosa; ya se alivia Madrid de su gran peso, porque no hay pesadumbre mayor que un deseo pueril no satisfecho… Aquí llegan ahora, con trabajados estandartes, los que venden vino y trabajan en tabla, y trafican en telas…»
Otras crónicas suyas de particular interés y belleza se recogen en este capítulo: «El cumpleaños de Víctor Hugo»; tres más relacionadas con Madrid; la visita a Lisboa de los reyes de España; la inauguración, en Moscú, del monumento a Pushkin; «La mujer parisiense»; y, con ellas, la evocación de algunos europeos: Darwin, Spencer y Sarah Bernardt.
Honrar a los muertos es vigorizar a los vivos. Ya nos llegan noticias de la celebración del centenario del más alto poeta que ha rimado en romance. Madrid ha hervido en fiestas; las iglesias, en luces; los periódicos, en ingenio; las calles, en soldados y estudiantes. Han vuelto a cortar el aire con sus arrogantes giros los manteos, y a golpear el suelo las luengas bayosas, y a taconear por las calles de la corte, aquellos elegantísimos chapines, presos en fortunadas virolas de lustrosa plata. Que así como los hijos cobran fuerza con el ejemplo honesto y vida preclara de los padres, así los pueblos, y con mayor razón cuando se sienten desmayados y confusos, acuden a reanimar su espíritu turbado en la gloria serena de sus grandes hombres.
No ha mucho erigieron los madrileños estatua valiosa, frente al hogar de la comedia española, al que hizo sesudos a los galanes discretos de Lope, y enfrenó con sus sentencias a los reyes, y con la osada humanización de abstracciones soberbias redimió de sus públicas y grandes vergüenzas aquellos tiempos menguados en que España, como cuerpo podrido, fue perdiendo, con lúgubre presteza, sus comarcas mejores; aquellos tiempos híbridos en que de cabellos de sus damas hacían trenzas para sus sombreros los galanes, y en vivo añil teñían sus cartonados cuellos, y en cárceles de perfumados untos mantenían de noche, para que lanceasen así mejor al día siguiente corazones de damas, los rebeldes bigotes, dosel espeso de teñidos labios. Y el sol, al quebrar su luz sobre la frente de mármol de la estatua, parece enviar desde ella rayos de oro a aquel teatro del Príncipe, casa de tantas glorias, hoy henchida de las voces osadas y tonantes de un poeta ingeniero.[…]
No bien asomó esta vez el alba del 25, la saludaron ruidosamente los cañones: agitación extraordinaria, como de colosal familia en huelga, respondió a aquel glorioso clamoreo: pobláronse de súbito las anchas vías centrales de la villa, y las moriscas y cerrosas de los barrios bajos: el aire, más que de los saludables elementos que en la mañana lo perfuman, cargóse de armonías: catorce bandas militares, reunidas bajo los colosales balcones de granito, saludaron al rey, y, como poseídas de júbilo amoroso, echáronse contentas, dando al viento sus más alegres notas, por plazas y callejas; lucientes batallones, cuyas bayonetas relampagueaban al sol plácido como si quisieran ser lenguas de fama, tendiéronse en fila brillantísima, desde la vieja iglesia de San José, sobre cuya antigua puerta arde perpetuamente una luz piadosa, hasta el convento humilde, donde, como venerada reliquia, guárdanse en pared espesa los restos mudos que fueron un día cárcel de aquella alma elocuente. Las gentes andan de prisa. Como que revive el pueblo cansado. No pesan a los soldados los fusiles. Ondean en los balcones, acariciadas por el aire fresco, lujosas banderas: cuelgan de las vetustas casas de los nobles, admirables y pálidos tapices: muros enteros de estos solares añosos, o palacios novísimos, están ornados de muy ricas telas.[…]
Las calles se estrechan: la procesión entra en los barrios bajos: luego de andar tres millas, menguada parte de ella, de que continúa siendo cerco vivo el pueblo ávido, penetra en la nave del Convento de los Presbíteros. La procesión dobla de nuevo las rodillas: a la derecha del altar está en el muro el retrato de aquel hombre de su tiempo y de todos los tiempos, filósofo rebelde y siervo manso, rey de suyo y soldado de reyes, gran meditabundo, gran esperador, gran triste, sacerdote más que por creencia en lo divino, por desdén en lo humano: Calderón de la Barca. Y cántase el responso. La procesión, como caja de joyas que se quiebra y esparce en hilos fúlgidos, dispérsase. En palacio volverá a reunirse por la noche.
Del 25 fue la procesión pomposa: del 26 la alegre fiesta humilde. ¡Qué muchedumbre! ¡Qué júbilo en las calles! ¡Qué grupos de hombres canosos, alegres como donceles! ¡Qué especial sonrisa en labios de los militares viejos! ¡Qué andar y bullir de las mujeres, con sus vestidos de colores, como rosas humanas! ¡Qué homenaje tan puro! ¡Vanguardia de hombres montados abre el paso: de Salamanca parecen fugitivos ese centenar de estudiantes que les siguen, ataviados a la usanza antigua, arrobando con sus guitarras cautivadoras los oídos suspensos de esa hermosa marcha que para ellos ha compuesto el maestro Arrieta. Olas de gasa vienen luego, con su espuma de flores, y son niñas de las escuelas de Madrid, 500 pequeñuelas vestidas de blanco, envueltas en velos, coronadas de rosas. Gusanillos innúmeros alados les suceden, y son los flameantes banderines que cargan rapaces incontables, alumnos de las escuelas madrileñas. Tras ellos, los que se educan en altos colegios. Tras éstos, portando ufanos lujosos estandartes, los matriculados en Facultad Mayor. Y los maestros, en su severo traje, con su bata de seda, y su birrete negro, con su mota y colgantes azules los de Filosofía, y blancos los de Teología, y los de Medicina, amarillos, y rojos los de Derecho.
Descuajáronse las casas, quedáronse desiertas, y echaron sus deslumbrados habitantes a las aceras y balcones que daban a las calles de la fiesta. Por la abigarrada procesión del 27, que fue como redoma de alquimista en busca de oro, hervidero de intentos incompletos en solicitud de fama durable no lograda, salieron de sus cuevas del cerrillo de San Blas los míseros goripas, que hay chicuelos vendedores de arena por Madrid que viven con sus madres y hermanillos, desnudos en invierno, en agujeros rotos en el cerro; y las bailarinas dejaron sus balcones de la montuosa calle de la Primavera; y las modistillas hambrientas y elegantes lucieron su vestido meritorio, que ya cuenta tres luengos veranos, y para revolotear en el centenario fue repintado, a cambio de un peso fuerte, en Barcelona. Y los tristes cesantes, que aún llevan capa limpia por ser cosa reciente la cesantía, olvidan la marcial gloria de Cánovas, y la de Sagasta, colérica y mefistofélica; y los empleados novísimos ostentan, bajo el rizado bigote que huele a dinero nuevo, perfumado cigarro; y la familia madrileña, con su tipo confuso y andar suelto, y traje de Francia y habla de Castilla, y aire de Andalucía, acá corre y allí empuja, y por aquí abre brecha, y compra flores a la chiquilla de ojos rasgados que se las ofrece, o los programas de la fiesta, que hubiesen salido mejor de las prensas de Rasco o la de Arámbura, al chistoso granuja, de remendada chaqueta y vieja gorra, que suele tomar visiblemente la mota que el programa vale, y, cuando no le vean, las demás que huelguen descuidadas en el bolsillo de su dueño. ¡Qué pregonar de folletos! ¡Qué vocear de discursos! ¡Qué revolver de los granujas vendedores, que, cruzando en velocísima carrera de un lado a otro de la velada calle, fatigan a los guardias enojados, y semejan, envueltos en el periódico que venden, colosales insectos, que llevan alas que suenan y nido de carcajadas en el vientre! ¡Qué esperar con impaciencia, qué comentar con gracia, qué hacer muros de cuerpos, y apretar contra la pared de argamasa y repello, viva pared humana! Ya viene la cabalgata numerosa; ya se alivia Madrid de su gran peso, porque en raza latina no hay pesadumbre mayor que un deseo pueril no satisfecho; la onda viva, cual mar en que entrase de súbito agua nueva, hínchase, precipítase, oscila, apriétase. Ya aparecen, caballeros en negros caballos, cincuenta guardias apuestos, a la usanza de hoy, cruzado el pecho de bandas amarillas, apretado a la pierna el calzón blanco, luciendo en los pies la negra bota, el triangular sombrero en la rapada testa, el ancho sable en la enguantada mano. Los heraldos les siguen: ocho heraldos, en recios corceles, vestidos de azul paño, como en el siglo XVII; colgante a espalda y pecho la amarilla dalmática, realzada en ambos lados con las armas austríacas; tocados de lujosísimo chambergo; afirmando en los fuertes estribos el banderín tirante, ricamente bordado, con su nema y sus flecos, o el flexible oriflama de asta de oro. Vienen luego aquellas armazones colosales con que los burgaleses de otro tiempo, y los zaragozanos, y los del viejo Valladolid, y Santander inquieto, celebraban, vistiéndolas de gigantes chinos, o quijotes escuálidos, o togados enanos, las alegrías de la ciudad. Cien pajecillos, que la muchedumbre aclama, luciendo al sol sereno de Madrid trajes crujientes, varios y vistosos; bellos como ninfas, flotando como alas de colores a sus espaldas las vueltas de los mantos, pasan como visión dichosa, portando en sus cien altos estandartes tantos nombres de dramas del poeta. No ven con ojos buenos los curiosos a esos caballeros que ahora vienen, y que con sus casacas de diputado, o de comisionado de ayuntamiento de provincial, que disuenan con los maceros, de rojos y amarillos aderezos, y los afelipados alguaciles que les preceden; como que les hacen caer inopinadamente de sus sueños de gloria fulgurosos a las realidades domésticas presentes. Aquí llegan ahora, con trabajados estandartes, los que venden vino, y trabajan en tabla, y trafican en telas, y otros tráficos. ¡Ah! ¡Qué pesada la carroza que han construido los buenos vecinos del barrio apartado de Chamberí! Ocho caballos tiran de ella, que es la apoteosis de Calderón, ahogado entre tributos, y lo cerca corona ondeante de motes y banderas.[…]
La muchedumbre, atenta, mira; mas como llevada del femenil espíritu que se halla en lo que viene, y quiere verse, agítase y se empuja para ver pasar esa ingeniosa fábrica ligera, si sostenida por hombres invisibles, al parecer tirada por palomas, que sustenta al Genio: ésta la hicieron los maestros de obras. Mas ésta sí que es oportuna y grave, y acusa que un poeta anda entre los cerrajeros de Madrid, o un cerrajero entre los poetas. Vibra el martillo; resplandece la fragua; saltan chispas del yunque; percíbense entre el hervor del entusiasmo, el buen clamor y buen olor del hierro: ésta fue la carroza de las cerrajerías. Ese macizo carruaje que lleva una alegoría de la alegoría del poeta sacerdote, es del Ayuntamiento. Esta, tirada de doce frisones, que ahora sigue, es de la Diputación de Madrid. Y ¡qué suntuosa! ¡Vedle sus maceros, tocados de sombrero de riquísimas plumas, con sus muy grandes mazas, y ese estandarte de terciopelo, y oro en realce, con todas las cabezas de partido, y esa guardia amarilla, tan famosa en tiempo de Olivares y de Valenzuela! De Valencia, cuyas húmedas vegas rinden juntos el higo fresco, la naranja dorada y las crecidas rosas, han venido las flores que de ese carro que pasa ahora vierten sobre las gentes apretadas. Súbito murmullo, como predecesor de maravilla que se acerca, extingue el de la vocinglera competencia que por hacerse de azucenas y lirios se había alzado; y es que a las ancas de doce gruesos bridones, orgullosos de la carga real que portan semejando con sus blancos penachos ambulantes palmeros, y paseando al sol escamas de oro en los vívidos arneses y echados al ancho lomo mantos muy ricos de tejidos blancos, viene, como nación que pasa, y como grupo de andaluzas nubes sorprendido y atado, y como monte en que el pincel y los colores hubiesen hecho poderosa fábrica, el suntuosísimo edificio andante con que España celebra a su poeta, y en cuya voluminosa maquinaria, realzada de amarillo terciopelo y grana alegre, aparece aquella nación de los Felipes, ciñendo de magnífica corona las sienes de su muerto muy amado. ¡Oh, sí! La muchedumbre como que sentía temblar sus manos, y encogérsele el corazón, y secársele las fauces, vibró de amor y ardor de gloria. Y pasó la carroza, y mucho tiempo hacía que era pasada, y el aire estaba aún lleno de vítores.
La Opinión Nacional, 23 de junio de 1881.
He ahí un anciano resplandeciente, en cuyos ojos tristes y centelleantes se adivina el noble menester del alma humana de quitarse sus ropas de tarea y vestirse en la región de la luz serena su manto de triunfo. ¡Los que han derramado sangre tendrán que volver a la tierra a borrarla con sus lágrimas! Sólo tienen derecho a reposar los que restañan heridas, no los que las, abren. Y Víctor Hugo hace misión de restañar heridas. Hombres hay que no darían limosna a un pobre por no descomponer, con el ademán de dar limosna, su andar gracioso. Gentes hay que sofocan todos los movimientos de su corazón, y no le dan suelta hasta no ver si cuadran a la comunidad que les rodea. Hugo ama y tiembla, y se espanta de ver matar, y cuando ve las manos febriles del verdugo enarbolando los maderos del cadalso, extiende hacia el juez duro los brazos generosos, y le pide, en nombre del Dios que crea, que no niegue a Dios y no destruya. Y dirán de él que es pedidor frecuente, y que prodiga sus clamores, y que ya va siendo uso que no haya crimen de otro sin protesta de él. Mas no se vive para ser aplaudido por los egoístas, sino por sí mismo. Es tal y tan inescrutable maravilla una existencia humana que bien merece que se intente su salvación, a trueque de parecer intruso o soberbio a los censores. No hay cosa que enoje a los hombres vulgares como las acciones extraordinarias que les ponen ante los ojos de relieve su propia incapacidad para ellas. Por eso tiene la verdadera capacidad tantos enemigos. Víctor Hugo acaba de publicar una vehementísima plegaria, en que ruega al zar de Rusia poderoso, que eche abajo el cadalso que espera a los fanáticos políticos a quienes su tribunal ha sentenciado a muerte. Si el zar intenta, a lo que dice, darse a la cura activa de las miserias de su pueblo, ¿por qué poner la mano de la ira sobre los que obraron erradamente, llevados del anhelo de curar esas miserias populares? Más culpables son los delitos por la intención que los engendra, que por el modo con que se cometen. Los crímenes no aprovechan a la libertad, ni cuadran a estatuas blancas, manos rojas. Pero ¿no son coautores de esos crímenes nihilistas la resistencia a conceder lo justo, y la impaciencia infructuosa que lleva, en vez de acelerarlo, a hacer vergonzoso y tardío el triunfo de la justicia? Perdonar es desarmar. Los patíbulos truecan en mártires a los fanáticos políticos. Su propia sangre, derramada por el verdugo, va a borrar la sangre ajena con que mancharon sus manos. La clemencia inesperada hará más bien al zar que la mortandad siniestra. ¡Ha de tenerse en cuenta que los montones de cadáveres son luego el pedestal de la venganza!
Y ¡qué día tan hermoso, el día 25 de febrero, en que cumplió Víctor Hugo ochenta años! París es como la familia del anciano. Juana y Jorge, los nietos del poeta, tienen un padre en cada parisiense. Se sienten aquellos hombres agradecidos como los hijos del poeta. Un año hace, bien se recuerda, que se colgaron de banderas alegres los arcos de la villa, y en los umbrales de la casa del anciano plantaron manos amigas un laurel de oro y ante su casa austera, señalada aquel día como lugar de peregrinación, pasaron con flores en las manos, y vítores en los labios, y lágrimas en los ojos, docenas de millares de hombres. El anciano, con sus dos brazos apoyados sobre los hombros de sus trémulos nietos, lloraba silenciosamente. Sus labios temblaban como hojas de árbol a aire bonancible. Lucía su rostro, cual luce la nieve de súbito iluminada por el sol. Pusieron a sus pies alfombras de palma. Colgaron las paredes de su casa de coronas. ¡Oh, qué versos debieron fraguarse ese día en el pecho del anciano! ¡Tan hermosos debieron ser, que no pudieron hallar forma en los labios! Sólo los seres superiores saben cuánto es racional y necesaria la vida futura. Pues vivir, ¿qué es más que ser águila, encerrada en ruin jaula, en que viven a par búhos y palomas? ¡Ha de venir la atmósfera radiante donde puedan, camino del sol, volar las águilas!
Este año, fueron fiestas más íntimas. En los teatros, himnos de los poetas, y del pueblo, juez y poeta. En la casa, allá en la que se llama hoy Avenida Víctor Hugo, muchedumbre de amigos, que van a nutrirse de juventud en el espíritu de aquel anciano, muchedumbre de colegiales, a quienes pareció mayor honor ver «al maestro de frente poderosa», que el honor de haber sido soldado a las órdenes de aquel «corso de cabellos lacios» de Barbier, en el sangriento día de Austerlitz. La Comedia Francesa abrió sus puertas sacras a la multitud que se entró por ellas a raudales, a gozar de la representación gratuita de Hernani famoso, que en honra del que desentrabó y renovó el teatro de Francia, daba la casa de la Comedia, que es templo del teatro. Ni a Esquilo ni a Shakespeare ha igualado Hugo, pero es Esquilo y Shakespeare del teatro francés. Entró en la escena de godo formidable, armado de casco poderoso y de coraza reluciente, que postró a los golpes de su hacha de armas recias, y humilló con sus pies calzados de sandalias de oro, a la muchedumbre de regocijados autorcillos, de cabellera empolvada, zapatos de raso, y linda chupa de seda de colores. ¡Qué vítores, cuando los concurrentes a la Comedia descubrieron en el fondo de un palco al poeta, sentado entre la linda Juana y el pensativo Jorge, que parecen ramas endebles, que perecerán cuando perezca el tronco, y que platicaban cariñosamente con Paul Meurice, brillantísimo ingenio, y con Augusto Vacquerie, poeta grave, y magno caballero de la prensa! ¡Qué vítores cuando el arrogante actor Mounet-Sully, de mirada fogosa y voz ardiente, recitó ante el busto de Hugo unos versos amables de François Coppée, en que celebra a la naturaleza próvida que ha dado a su poeta bondadoso, brillador y osado, la noble edad del roble que resiste, del águila que vuela y del Sol que alumbra! Y luego acabada ya la fiesta del teatro, la muchedumbre rodeaba enajenada el carruaje del poeta, y gritaba ¡Viva Hugo!
En aquel mismo día, representaron los actores de la Gaité el drama conmovedor que Paul Meurice ha hallado en aquellas páginas del «Noventa y Tres», que es libro que parece hecho de mano de gigante, y luego del drama, Eugène Manuel, el amigo de los débiles, celebró en versos profundos y apasionados a aquel que ha previsto y presoñado todo lo que los hombres aman hoy y sueñan y es cada día más grande y más bueno y lleva en sus pupilas claras cosas eternas, y abrió el siglo y debe cerrarlo, para que diga, con sus últimas voces, cómo se ha de amar. Y en el Odeon, que es teatro hermoso, se leían versos de Louis de Gramont que ha traducido Otelo, y que, con acentos de hijo, loaba a aquel que, nacido en época de grandes, ha sobrevivido a todos, porque fue más grande que todos. Y allá, en su casa hospitalaria, recibía el poeta de manos de los que prepararon la fiesta en su honor un año ha, una copia en bronce del «Moisés» de Miguel Ángel, aquel hombre de bronce, y les decía en pago que aceptaba aquel presente con ternura, «y en tanto que llegaba aquel otro presente que es el más grande que el hombre puede recibir: la muerte». Y como fatigado viajador que ampara el cuerpo cansado de los viajes en un puerto humilde y amigo, decía que viviría en sus nietos, y los legaba a aquellos que le oían, a que se los amasen y se los protegiesen. Y los que le oían se agruparon en su torno, como hijos que quisiesen sacar vida de sí, y quedar sin vida, por prolongar con ella la existencia gloriosa de su padre. ¡Horas de sol, tan gratas para el alma perturbada! ¡Espectáculo extraño, que acusa la mejora del espíritu, el de esos hombres enamorados de su apóstol! Flagelar a los apóstoles ha sido uso: no amarlos.
Ese goce hubo para Hugo.
La Opinión Nacional, 1º de abril de 1882.
Darwin era un anciano grave en quien resplandecía el orgullo de haber visto. El cabello, cual manto blanco, le caía sobre la espalda.
La frente remataba en montículos en las cejas, como quien ha cerrado mucho los ojos para ver mejor.
Su mirada era benévola, cual la de aquellos que viven en trato fecundo con la Naturaleza, y su mano, blanda y afectuosa, como hecha a cuidar pájaros y plantas.
En torno suyo había consagrado un mínimo universo, el que llevaba en su ancha mente, y acá era un cerrillo de polvo húmedo en que observaba cómo los insectos van elaborando la capa de tierra; allá, en grupo elocuente, una familia de plantas semejantes, en que por varios y continuos modos, había venido a parar en ser planta florida la que al principio no lo era; bajo aquella urna, era una islilla de coral que le había revelado la obra magna del insecto mínimo; en aquel rinconcillo del jardín, era un grupo de plantas voraces, que se alimentan de insectillos, como aquella terrible planta de África que acuesta sus hojas en la tierra, y atrae así, como león al hombre, al que recoge, como con labios, con sus hojas, y estruja y desangra a manera de boa, para dejarlo caer, ya yerto, en tierra, abriendo sus hojas anchas luego que ha satisfecho el hambre matadora, con lo que van juntos en la vida humana, por apetecer fascinar y estrujar, el arbusto, el árbol, el león y la serpiente; ya se le veía, sentado junto a un copioso y pintoresco invernadero, memorando laboriosamente, y poniendo en junto los hábitos de los cuadrumanos y los del hombre, por ver si hallaba razón nueva que añadir, con la de originación de la mente de los simios, a su teoría de la originación del ser humano en el cuadrúpedo velloso, de orejas y cola puntiagudas, habitante de árboles, de quien imaginaba en sus soledades pobladas de hipótesis, que podría venir el hombre.
Ya se le hallaba en su hermosísimo cuarto de estudiar, repleto de huesos y de flores, y de cierta luz benigna que tienen los cuartos en que se piensa honestamente, hojeando con respeto los libros de su padre, que fue poeta de ciencia, y estudió con celo y ternura los amores de las plantas, y los ensayos de su abuelo, que ardió como él en sacar respuestas vivas de la muda tierra; o ponía en junto sus obras magnas, humildes en el estilo, fidelísimas en la observación, fantaseadoras en la teoría que saca de ellas, y luego de dejar hueco para dos, ponía primero El origen de las especies, en que mantiene que los seres vivos tienen la facultad de cambiar y modificarse, y mejorar, y legar a sus sucesores su existencia mejorada, de lo cual, examinando analogías y descendiendo de la escala de los seres vivos, en que todos son análogos, va a parar en que todos los animales que hoy pueblan la tierra, vienen de cuatro o cinco progenitores, y todas las plantas, con ser tan numerosas y varias, de otros cuatro o cinco; las cuales primitivas especies, en lucha permanente por la vida con los seres de su especie o especies distintas que quieren vivir a expensas de ellas, han venido desarrollándose y mejorándose y reproduciéndose en vástagos perfeccionados, siempre superiores a sus antecesores, y que legaban a sus hijos superioridades nuevas, merced a las cuales, la creación sucesiva, mejorada y continua, ha venido a rematar, de las móneras, que son masa albuminosa e informe, o del batibio, que es mucílago vivo, en el magnífico hombre; cuya ley de creación, que asigna a cada ser la facultad de vencer, en la batalla por la existencia, a los seres rivales que se oponen a su poder de modificarse durante su vida, y reproducir en su vástago su modificación, es ésa la ley, ya famosa, de la selección natural, que inspira hoy a los teorizantes cegables y noveles, que tienen ojos ligeros y sólo ven la faz de las cosas, y no lo hondo, e influye en los pensadores alemanes, que la extreman y dan por segura, e ilumina, por lo que la exagerada teoría lleva en sí de fundamentos de hechos lealmente observados, el seno oscuro de la tierra a todos los estudiadores nobles roídos del apetito eternador de la verdad. Y al lado de este Origen de las especies, que fue tal fiesta y asombro para el pensamiento humano como el Reino animal, de Cuvier, donde se cuentan cosas épicas y novelescas, o la Historia del desarrollo, de Von Baer, que reveló, a luz de relámpago, las maravillas de la tiniebla, o los libros de geología del caballero Carlos Lyell, que ponen de nuevo en pie mundos caídos, la mano blanda del sereno Darwin ponía su Originación del hombre, en que supone que ha debido existir el animal velloso intermedio de quien cree que el animal velloso se deriva, lo cual movió a buena parte de los hombres, no hechos a respetar la libertad del pensamiento soberano y los esfuerzos del buscador sincero y afanoso, a cóleras injustas, que no siente nunca ante el error el que posee la fuerza de vencerla. Por de contado que la semejanza de todos los seres vivos prueba que son semejantes, sin que de eso sea necesario deducir que vienen los unos de los otros; por de contado que existe semejanza de inteligencia entre el hombre y el resto de los animales, como existe entre ellos semejanza de forma, sin que por eso pueda probarse, con lo que no hay alarma para los que mantienen que el espíritu es una brotación de la materia, que el espíritu ha venido ascendiendo en los animales, en desarrollo paralelo a medida que ascendía su forma. La alarma viene de pensar que cosas tan bellas como los afectos, y tan soberbias como los pensamientos, nazcan a modo de flor de la carne, o evaporación del hueso, del cuerpo acabable; el espíritu humano se aíra y se aterra de imaginar que serán vanos sus bárbaros dolores, y que es juguete ruin de magnífico loco, que se entretiene en sajar con grandes aceros en el pecho de los hombres, heridas que nadie ha de curar jamás, y encender en la sedienta mente, pronta siempre a incendio, llamas que han de consumir con lengua impía el cráneo que lamen y enllagan.[…]
El genio de ese hombre dio flor en América; nuestro suelo incubó; nuestras maravillas lo avivaron; lo crearon nuestros bosques suntuosos; lo sacudió y puso en pie nuestra naturaleza potentísima. El vino acá de joven, como natura1ista de una expedición inglesa que salió a correr mares de África y América; se descubrió, movido de respeto, ante nuestras noches; se sentó, asombrado de la universal hermosura, en nuestras cúspides; loó con altas voces a aquellos indios muertos que un pueblo romántico y avaro segó en su primera flor; y se sentó en medio de las pampas, en medio de nuestros animales antediluvianos. Acá recogió en las costas pedrezuelas muy ricas y de muy fino esmalte, duras como conchas, que imitaban a maravilla plantas elementales; allá observó pacientemente, escarbando y ahondando, cómo fue haciendo el mar los valles de Chile, llenos aún de incrustaciones salinas; y cómo la tierra llana de las pampas se fue, grano tras grano, acumulando en la garganta de la desembocadura primitiva del viejo río Plata; y estudió en Santa Cruz lavas basálticas, maderas salificadas en Chiloé, fósiles cetáceos en la Tierra del Fuego, y vio cuán lentamente se fue levantando en el lado del orto la tierra de América; y cómo Lima, del lado del ocaso, ha subido ochenta y cinco pies de tierra desde que puso planta en ella el hombre; y cómo toda esta tierra americana, de un lado y del otro, ha ido ascendiendo gradual y lentamente, y no por catástrofe, ni de súbito; y todo está sencillamente dicho, no como autócrata que impone, sino como estudiador modesto, en su libro de Observaciones geológicas sobre Sud América.[…]
Cargada así la mente, volvió el sabio a Europa. Ni día sin labor ni labor sin fruto. Revolvía aquellos recuerdos. Echaba, con los ojos mentales, a andar a la par los animales de las diversas partes del globo. Recordaba, más con desdén de inglés que con perspicacia de penetrador, al bárbaro fueguino, al africano rudo, al ágil zelandés, al hombre nuevo de las islas del Pacífico. Y como no ve el ser humano en lo que tiene de compuesto, ni pone mientes cabales en que importa tanto saber de dónde viene el efecto que le agita y el juicio que le dirige, como las duelas de su pecho o las murallas de su cráneo, dio en pensar que había poco del fueguino a los simios, y no más del simio al fueguino que de éste a él. Otros, con ojos desolados y llenos de dulcísimas lágrimas, miran desesperadamente a lo alto. Y Darwin con ojos seguros y mano escrutadora, no comido del ansia de saber a dónde se va, se encorvó sobre la tierra, con ánimo sereno, a inquirir de dónde se viene. Y hay verdad en esto: no ha de negarse nada que en el solemne mundo espiritual sea cierto: ni el noble enojo de vivir, que se alivia al cabo por el placer de dar de sí en la vida; ni el coloquio inefable con lo eterno, que deja en el espíritu fuerza solar y paz nocturna; ni la certidumbre real, puesto que da gozo real, de una vida posterior en que sean plenos los penetrantes deleites, que con la vislumbre de la verdad, o con la práctica de la virtud, hinchen el alma; mas en lo que toca a construcción de mundos, no hay modo para saberla mejor que preguntársela a los mundos. Bien vio, a pesar de sus yerros, que le vinieron de ver, en la mitad del ser, y no en todo el ser, quien vio esto; y quien preguntó a la piedra muda, y la oyó hablar; y penetró en los palacios del insecto, y en las alcobas de la planta, y en el vientre de la tierra, y en los talleres de los mares. Reposa bien donde reposa: en la abadía de Westminster, al lado de héroes.
La Opinión Nacional, julio de 1882.
Por su cerrada lógica, por su espaciosa construcción, por su lenguaje nítido, por su brillantez, trascendencia y peso, sobresale entre esos varios tratados aquel en que Herbert Spencer quiere enseñar cómo se va, por la excesiva protección a los pobres, a un estado socialista que sería a poco un estado corrompido, y luego un estado tiránico. Lo seguiremos de cerca en su raciocinio, acá extractando, allá supliendo lo que apunta; acullá, sin decirlo, arguyéndolo. Pero ¡cómo reluce este estilo de Spencer! No es ese estilo de púrpura romana de Renán, sino cota de malla impenetrable, llevada por robusto caballero. Muévese su lenguaje en ondas anchas, como las que imprime en el océano solemne un imponente vapor trasatlántico. Es su frase como hoja de Toledo noble y recia, que le sirve a la par de masa y filo, y rebana de veras, y saca buenos tajos, y tanto brilla como tunde: derriba e ilumina. Su estilo no tiene muchas piezas, ni las ideas le vienen de pronto y en racimo, y ya en la familia y dispuestas a expresión, sino que las va construyendo lentamente, y con trabajoso celo leyéndolas en los acontecimientos. Se inflama a ocasiones en generoso fuego; pero la llama, que brilla entonces intensa, dura poco. Es un estilo de cureña de artillería, hecho como para soportar las andanadas certeras que desde él dispara el pensamiento. Habla, como otros, en cuadros, en lecciones; tanto, que a veces peca de pontífice. Como en una idea agrupa hechos, en una palabra agrupa ideas. Sus adjetivos le ahorran párrafos. El funcionarismo, que tiene intereses comunes, es «coherente»; el público, que anda suelto y se pone raras veces al habla, es «incoherente». «Agencias» son las fuerzas sociales. Ve el flujo y reflujo periódico de la vida en los pueblos, como un anatómico ve en las venas el curso de la sangre. Escarda cuidadosamente, entre los hechos diversos, los análogos; y los presenta luego bien liados y en hilera, como soldados mudos, que van defendiendo lo que él dice. Anda sobre hechos. Puede descontar de su raciocinio, como sin duda le acontece, un grupo de sucesos que debiera estar en él, y le hace falta para que no manque; pero no traerá nunca a su milicia formidable revelaciones que no recibe, ni especulaciones teóricas que con razón desdeña. De fijarse mucho en la parte, se le han viciado los ojos de manera que ya no abarca con facilidad natural el todo; por lo que, con tanto estudiar las armonías humanas, ha llegado como a perder interés, y fe, por consiguiente, en las más vastas y fundamentales de la Naturaleza. Y este aspecto le viene de su gran cordura y honradez; pues ve tanto que hacer en lo humano, que el estudio de lo extrahumano le parece cosa de lujo, lejana e infecunda, a que podrá entregarse el hombre cuando ya tenga conseguida su ventura; en lo que yerra, porque si no se les alimenta en la ardiente fe espiritual que el amor, conocimiento y contemplación de la Naturaleza originan, se vendrán los hombres a tierra, a pesar de todos los puntales con que los refuerce la razón, como estatuas de polvo. Preocupar a los pueblos exclusivamente en su ventura y fines terrestres, es corromperlos, con la mejor intención de sanarlos. Los pueblos que no creen en la perpetuación y universal sentido, en el sacerdocio y glorioso ascenso de la vida humana, se desmigajan como un mendrugo roído de ratones.
La Futura Esclavitud se llama este tratado de Herbert Spencer. Esa futura esclavitud, que a manera de ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja, estudia Spencer, es el socialismo. Todavía se conserva empinada y como en ropas de lord la literatura inglesa; y este desdén y señorío, que le dan originalidad y carácter, la privan, en cambio, de aquella más deseable influencia universal a que por la profundidad de su pensamiento y melodiosa forma tuviera derecho. Quien no comulga en el altar de los hombres, es justamente desconocido por ellos.
¿Cómo vendrá a ser el socialismo, ni cómo éste ha de ser una nueva esclavitud? Juzga Spencer como victorias crecientes de la idea socialista, y concesiones débiles de los buscadores de popularidad, esa nobilísima tendencia, precisamente para hacer innecesario el socialismo, nacida de todos los pensadores generosos que ven como el justo descontento de las clases llanas les lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más modo natural de curar el daño de raíz que quitar motivo al descontento. Pero esto ha de hacerse de manera que no se trueque el alivio de los pobres en fomento de los holgazanes; y a esto sí hay que encaminar las leyes que tratan del alivio, y no a dejar a la gente humilde con todas sus razones de revuelta.
So pretexto de socorrer a los pobres, dice Spencer, sácanse tantos tributos, que se convierte en pobres a los que no lo son. La ley que estableció el socorro de los pobres por parroquias hizo mayor el número de pobres. La ley que creó cierta prima a las madres de hijos ilegítimos, fue causa de que los hombres prefiriesen para esposas estas mujeres a las jóvenes honestas, porque aquéllas les traían la prima en dote. Si los pobres se habitúan a pedirlo todo al Estado, cesarán a poco de hacer esfuerzo alguno por su subsistencia, a menos que no se los allane proporcionándoles labores el Estado. Ya se auxilia a los pobres en mil formas. Ahora se quiere que el gobierno les construya edificios. Se pide que así como el gobierno posee el telégrafo y el correo, posea los ferrocarriles. El día en que el Estado se haga constructor, cree Spencer que, como que los edificadores sacarán menos provecho de las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el fabricante único el Estado; el cual argumento, aunque viene de arguyente formidable, no se tiene bien sobre sus pies. Y el día en que se convierta el Estado en dueño de los ferrocarriles, usurpará todas las industrias relacionadas con éstos, y se entrará a rivalizar con toda la muchedumbre diversa de industriales; el cual raciocinio, no menos que el otro, tambalea, porque las empresas de ferrocarriles son pocas y muy contadas, que por sí mismas elaboran los materiales que usan. Y todas esas intervenciones del Estado las juzga Herbert Spencer como causadas por la marea que sube, e impuestas por la gentualla que las pide, como si el loabilísimo y sensato deseo de dar a los pobres casa limpia, que sanea a la par el cuerpo y la mente, no hubiera nacido en los rangos mismos de la gente culta, sin la idea indigna de cortejar voluntades populares; y como si esa otra tentativa de dar los ferrocarriles al Estado no tuviera, con varios inconvenientes, altos fines moralizadores; tales como el de ir dando de baja los juegos corruptores de la bolsa, y no fuese alimentada en diversos países, a un mismo tiempo, entre gentes que no andan por cierto en tabernas ni tugurios.
Teme Spencer, no sin fundamento, que al llegar a ser tan varia, activa y dominante la acción del Estado, habría éste de imponer considerables cargas a la parte de la nación trabajadora en provecho de la parte páupera. Y es verdad que si llegare la benevolencia a tal punto que los páuperos no necesitasen trabajar para vivir, a lo cual jamás podrán llegar, se iría debilitando la acción individual, y gravando la condición de los tenedores de alguna riqueza, sin bastar por eso a acallar las necesidades y apetitos de los que no la tienen. Teme además el cúmulo de leyes adicionales, y cada vez más extensas, que la regulación de las leyes anteriores de páuperos causa; pero esto viene de que se quieren legislar las formas del mal, y curarlo en sus manifestaciones; cuando en lo que hay que curarlo es en su base, la cual está en el enlodamiento, agusanamiento y podredumbre en que viven las gentes bajas de las grandes poblaciones, y de cuya miseria con costo que no alejaría por cierto del mercado a constructores de casas de más rico estilo, y sin los riesgos que Spencer exagera pueden sin duda ayudar mucho a sacarles las casas limpias, artísticas, luminosas y aireadas que con razón se trata de dar a los trabajadores, por cuanto el espíritu humano tiene tendencia natural a la bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y en la de lo limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los pobres, trátase sólo de darles habitaciones buenas por el mismo precio que hoy pagan por infectas casucas.
Puesto sobre estas bases fijas, a que dan en la política inglesa cierta mayor solidez las demandas exageradas de los radicales y de la Federación Democrática, construye Spencer el edificio venidero, de veras tenebroso, y semejante al de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del Estado, en compensación del trabajo que para el Estado hacía el ciudadano.
Henry George anda predicando la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la nación; y la Federación Democrática anhela la formación de «ejércitos industriales y agrícolas conducidos por el Estado». Gravando con más cargas, para atender a las nuevas demandas, las tierras de poco rendimiento, vendrá a ser nulo el de éstas, y a tener menos frutos la nación, a quien en definitiva todo viene de la tierra, y a necesitarse que el Estado organice el cultivo forzoso. Semejantes empresas aumentarían de terrible manera la cantidad de empleados públicos, ya excesiva. Con cada nueva función, vendría una casta nueva de funcionarios. Ya en Inglaterra, como en casi todas partes, se gusta demasiado de ocupar puestos públicos, tenidos como más distinguidos que cualesquiera otros, y en los cuales se logra remuneración amplia y cierta por un trabajo relativamente escaso; con lo cual claro está que el nervio nacional se pierde. ¡Mal va un pueblo de gente oficinista!
Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios, ligados por la necesidad de mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe, lo iría perdiendo el pueblo, que no tiene las mismas razones de complicidad en esperanzas y provechos, para hacer frente a los funcionarios enlazados por intereses comunes. Como todas las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio. El hombre que quiere ahora que el Estado cuide de él para no tener que cuidar él de sí, tendría que trabajar entonces en la medida, por el tiempo y en la labor que pluguiese al Estado asignarle, puesto que a éste, sobre quien caerían todos los deberes, se darían naturalmente todas las facultades necesarias para recabar los medios de cumplir aquéllos. De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios. Esclavo es todo aquel que trabaja para otro que tiene dominio sobre él; y en ese sistema socialista dominaría la comunidad al hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo. Y como los funcionarios son seres humanos, y por tanto abusadores, soberbios y ambiciosos, y en esa organización tendrían gran poder, apoyados por todos los que aprovechasen o esperasen aprovechar de los abusos, y por aquellas fuerzas viles que siempre compra entre los oprimidos el terror, prestigio o habilidad de los que mandan, este sistema de distribución oficial del trabajo común llegaría a sufrir en poco tiempo de los quebrantos, violencias, hurtos y tergiversaciones que el espíritu de individualidad, la autoridad y osadía del genio, y las astucias del vicio originan pronta y fatalmente en toda organización humana. «De mala humanidad», dice Spencer,» no pueden hacerse buenas instituciones». La miseria pública será, pues, con semejante socialismo, a que todo parece tender en Inglaterra, palpable y grande. El funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre.
Y en todo este estudio apunta Herbert Spencer las consecuencias posibles de la acumulación de funciones en el Estado, que vendrían a dar en esa dolorosa y menguada esclavitud; pero no señala con igual energía, al echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas.
Nosotros diríamos a la política: ¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra.
La América, abril de 1884.
Moscú ha estado de fiesta con motivo de la erección de un monumento a Pushkin, el apóstol y poeta ruso. Un tributo merecido ha sido rendido con solemne brillantez; han hablado grandes oradores y se han leído versos memorables, pero se oyeron voces ominosas. ¿Lo adora y lo detesta a la vez el pueblo? ¿Está el Este, sacudido en sus propias entrañas, preparando con más firmeza y sentido común práctico que su prototipo, su terrible 89? Si la monarquía no hace una revolución, la revolución deshará la monarquía. Un jefe prudente se hará jefe de las fuerzas que no pueden ser contenidas.
El festival reciente en Moscú fue una agitación política, marcado por terribles acusaciones y acritud popular. El pueblo conocía a Pushkin de memoria, pero deseaba castigar su falta de carácter. Fue un castigo sin piedad. Al convertirse en historiógrafo del zar ya dejó de ser el amigo abierto del pueblo. Había besado el látigo que había tratado de quebrar. Los rusos insisten en que las acciones del genio deben corresponder a las promesas de sus cantos. La mano debe seguir la inspiración del intelecto. No basta escribir una estrofa patriótica: hay que vivirla. En la política sombría de Rusia solamente hay dos partidos: los siervos azotados y sus dueños. El que no tiene el valor de ser honrado en la política rusa no puede ser considerado como un hombre honrado. Después de lamentarse de las desventuras de sus compatriotas, Pushkin finalmente acarició y elogió la mano que las causaba.
El talento del poeta era fresco, rico y poderoso. Prosper Mérimée, quien tradujo sus obras a un francés elegante, se refiere a él como «el primer poeta de su tiempo». Mérimée, conocedor de toda la literatura, pronunció estas palabras en los días de Alfredo de Musset y de Víctor Hugo. Con una triste sonrisa Alfredo había sumergido su corazón en un vaso de ajenjo, después de haber sido herido por una mujer. Un mar de nueva poesía, fresca y efervescente, brotaba de la imaginación sin límites de Hugo.
Byron había muerto con la espada puesta sobre su lira. Como poeta, Pushkin le era superior, pero no como hombre. Verdad que no llegó a las alturas magníficas que alcanzó el inglés. Byron veía la injusticia, y la azotaba. Pushkin alzó su voz contra ella, y luego se convirtió en su chambelán e historiador. Era más humano, más fluido, más imaginativo, más espontáneo y más nacional que Byron, pero menos valiente y sin desear en lo absoluto morir por la causa de la libertad. Pushkin pudo haber llegado a viejo: Byron no. La muerte es un derecho que tienen las vidas dedicadas a los derechos del hombre, vidas llenas de pasión, resignadas y orgullosas. Se ha comparado a Pushkin con Víctor Hugo. Esta no es una buena comparación. Ambos fueron ensayistas a temprana edad. A los quince, el ruso escribía versos en francés de estrofas tan encantadoras como las de La Fontaine, y tan mordaces como las de Molière. Ambos estilos están especialmente adaptados al carácter ruso. El de La Fontaine era de buen sentido primitivo, y el de Molière se destacaba por su odio a las clases privilegiadas. A la edad de quince, Víctor Hugo abandonó el paseo de los estudiantes, subió las escaleras de la Academia Francesa, y con mano temblorosa puso sobre la mesa del secretario su oda sobre «Les plaisirs de l’étude» que ganó un accésit. Fuera de esto, no hay ninguna similitud entre estos poetas, con la excepción de su fuerza de imaginación. Con novelas Hugo vindicó la libertad asesinada. Pushkin despertó un pueblo, levantó una nación, y puso vida en un cadáver. El pueblo que él despertó se ha convertido efectivamente en un pueblo. Los partidos avanzados que le debieron su existencia, viven y crecen porque él no realizó todo lo que él les hizo ver era capaz de hacer. La revolución francesa debe su existencia a Mirabeau, a pesar de las manchas en su brillante carrera; la revolución rusa que se avecina, debe su existencia a Pushkin, a pesar de sus relaciones con la corte.[…]
El poeta fue desterrado, pero al nutrirse con el amargo pan del exilio, su sarcasmo resultó más fuerte. Sus versos chasqueaban como látigos sobre la cabeza del príncipe Vorontzov. Fue llevado a los bosques donde podía cantar sus estrofas, lejos de los hombres. Los monárquicos no querían que él les infiltrase vida nueva a las masas muertas.
Las universidades eran los ayudas de cámara intelectuales del zar. La posesión de un libro extranjero era un crimen.
¡Cuán bendecida fue la soledad obligada de Pushkin! Hermosos son los cantos de los poetas que sufren. Hacerlos sufrir es hacerlos cantar más dulcemente. Fue en el exilio que Pushkin escribió su El prisionero del Cáucaso. Su Fuentes de Bajchisarai y su Freies Brigands. También escribió una soberbia y preciosa tragedia Boris Godunov en que un genio orgulloso y libre, sin tener que halagar ningún poder, sin tener que seguir ninguna escuela, sin tener que perseguir ningún éxito, engrandecido por la soledad solemne, volcó de lleno las grandes pasiones y sentimientos inmortales por los cuales estaba inspirado. Siendo la libertad la madre absoluta del genio, el niño era saludable. El propio Pushkin dijo que Boris era su mejor obra.
Nicolás ascendió al trono. Con la mano que abrió las universidades al pueblo y la frontera a los libros, firmó el perdón de Pushkin. Los fieros anhelos que atormentaban un alma poética en el exilio no tenían límites cuando llegó la hora inesperada de felicidad. Pushkin abrazó de nuevo a sus viejos amigos. Bebió los buenos vinos viejos, y rindió nuevamente homenaje a la belleza. Apuró febrilmente la copa del placer. El talento, como una linda mujer, es solicitado, halagado y acariciado. Se le aplasta cuando se rebela: se le adora cuando se somete. Nicolás elogió a su poeta, y lo colmó de dinero, después de nombrarlo historiógrafo de la corte. Se paseó con él, y pagó sus deudas, pero al mitigar su pena rompió su lira. Su amistad envileció al poeta. El tiempo rompió abruptamente esta amistad degradante. Un duelo con quien se decía era el amante de la esposa de Pushkin, tendió al poeta sin vida sobre la tierra: ¡muerto a la edad de 37 años![…]
Los periódicos rusos han descrito el espléndido monumento y la gran procesión en Moscú. Han reseñado las decoraciones y enumerado a los que estaban presentes en la inauguración del monumento, pero no han mencionado el magnífico congreso literario que honró este acontecimiento. Todo lo que no ha sido aún deportado por Rusia, y todo lo que este país, en fermento aún, posee, entre lo famoso e ilustre, se encontraba allí para consagrar a Pushkin como el Poeta Nacional. Debemos echar a un lado la amargura contra los muertos, fomentada por los liberales rusos. Es como la amargura de los polacos contra Mickiewicz. Todos los corrillos literarios, exceptuando el del humorista Saltikov, representantes de todos los partidos políticos, y todos los hombres de letras rusos tomaron asiento allí, como buenos hijos, para honrar a su padre. Los restos de los corteses occidentales y de los fieros eslavófilos, que por una parte levantaron tanto ruido, después de la muerte de Pushkin, por su simpatía con la revolución del 48 y, por la otra, hicieron a Moscú el baluarte inexpugnable del genio de Rusia, se encontraban entre ellos. El congreso duró dos días. Turguenev, tan bien conocido en París, tan caro a su país, y tan famoso por su Mes Gentilhommes y su dulce Liza, fue uno de los miembros. También estaba el conde Tolstoi, el depuesto Ministro de Instrucción Pública. Al lado de Ostroski, el más célebre entre los tristes dramaturgos modernos de Rusia. Potiekhine, el novelista encantador y el genial Dostoievski, que maneja la pluma con punta acerada, y que tiene mirada de águila y corazón de paloma, estaban sentados en el mismo banco. Yuriev Katkov, y Aksakov, de fama histórica, todos editores de poderosos periódicos, no estaban ausentes, y la lista incluía a Polonski, un poeta enamorado de la humanidad, y a Maikov, un poeta dedicado a los viejos usos y costumbres rusas.
Este congreso no discutió los méritos de Pushkin. Mientras se le rendía tributo al poeta, se discutían sus derechos de padre de la poesía rusa. Potiekhine aseguró que por grande que fuese Pushkin él no estudió ni denunció los males de la sociedad, como Gogol.
Su afirmación fue refutada por citas demostrando que la videncia intuitiva de Pushkin había delineado la senda conducente a la libertad rusa. Yuriev, el periodista, le pidió a la convención que honrase al extraordinario genio que, aunque un ruso, era el poeta del mundo. Agregó que Pushkin personificaba la sola cosa que no existía en Rusia: la solidaridad del pueblo. Katkov, periodista famoso por su intelectualidad y su espíritu vindicativo, hizo un discurso conciliador. Le rogó a ambas partes, separadas por su intervención, que se perdonaran y se uniesen. Se olvidó de que no puede haber perdón, cuando no ha habido justicia. Aksakov, el fiero eslavófilo, elogió a Pushkin por haber rescatado el espíritu ruso de la corriente que lo llevaba hacia Francia. Todavía es el guerrero que dio, de 1838 a 1848, la batalla señalada por la muerte de Pushkin. Blande el sable y enristra la lanza del pensamiento ruso, pero no ataca a Bielinski con la furia de antaño. Es el hombre en armas así como Koniekov es el libro y Kvojivsky la encarnación del pensamiento ruso.
Ostroski, el dramaturgo, glorificó a Pushkin por su amor a la sinceridad y su odio a la exageración. Dijo que sus novelas eran tan diáfanas como el cielo azul en un aire frío. Presemsky exaltó al autor muerto como el verdadero maestro de los grandes prosistas rusos.
Turguenev habla con la nitidez de un francés. Sus frases están adornadas, y posee el estilo de un académico, intensificado por la agudeza que tan bien viste al talento ruso. No consideraría a Pushkin un poeta tan grande para Rusia como el Dante para Italia, Shakespeare para Inglaterra, o Molière para Francia, porque no tuvo el tiempo ni la oportunidad para realizar lo que estos poetas hicieron. La época desventurada en que escribió estaba erizada de dificultades y obstáculos invencibles.
En contestación a Turguenev, otro novelista pronunció un discurso tan elocuente y brillante que le ganó, por voto unánime, un puesto de miembro honorario en la Socicdad Rusa de Amigos de la Literatura. Este es un honor altamente apreciado en Rusia. Sin embargo, este orador no era un advenedizo. No vino, por lo tanto, como Castelar, cuando hizo su prirner discurso en el Teatro de Oriente, después de abrirse tímidamente paso por la muchedumbre, absolutamente desconocido para aquellos a quienes estaba a punto de deslumbrar y asombrar. Dostoievski vino a Moscú con laureles frescos, ganados en la asamblea de nobles. Llegó allí cargado con sus pertenencias literarias.
Después de escribir libros tan severos como Crimen y Castigo, tan ricos en imaginación como Demonios, tan dulces como Los hermanos Karamazov, había adquirido el derecho de juzgar a Pushkin. Puso en alto relieve el carácter genuino, la frescura virginal, la absoluta originalidad y el exquisito lustre literario de las obras de este gran escritor. Se refirió a Tatiana como la mujer más completa rusa, creada por poetas rusos, y a Eugenio Oneguin como un triste héroe, un caballero ruso que poseía todos los gérmenes del vicio y de la virtud, odiando el mal, y sin embargo, paseándose con él de brazo. Al referirse a aquel espléndido poema, El Zíngaro, destacó a Alejo como un tipo ruso de buena liga. Elogió calurosamente la tragedia de Boris Godunov en que se retrataron toda la tristeza, el orgullo, la fuerza y toda la debilidad del carácter oriental. Terminó en medio de un torbellino de aplausos, asegurando que Pushkin fue el creador y guardián de la nueva vida intelectual de Rusia. Dostoievski fue el vocero de todos los que aprecian a Pushkin. El gran poeta es tan enteramente ruso, tan verdaderamente hijo de esa tierra orgullosa tan poco conocida, y ha surgido tan desnudo del seno de la Naturaleza, que al leer su «Oda a Dios» se imagina uno a su autor acostado en la nieve helada, bajo el cielo norteño envuelto en una piel de oso, elaborando sus notas silvestres, lejos de los lugares habitados por los hombres. Su poesía es la de la Naturaleza en una tierra nueva. El transcurso de una larga vida y el veneno de las ciudades no han manchado aún los corazones, talado los bosques, y marchitado los campos. En esta «Oda a Dios» se oye el gemido del mar, el estruendo del terremoto, el rugir de la tempestad, y el trueno de la rebelión del hombre.
En él se ve el Este viviente. Lo blanquea la espuma del mar, y chispea como gemas persas.
Nadie acusó al adversario de Pushkin del crimen de haberlo matado en duelo.
El pueblo dijo que había sido muerto previamente por la corte del zar.
Sus seducciones habían destruido la rica fuente de su inspiración. El amor a la justicia y a la verdad eran considerados como un crimen por la sociedad que pervirtió su ser. Su vida fue una batalla. Una batalla sigue a su apoteosis. Pero el elogio al poeta no puede ser excesivo. No es conocido universalmente porque escribió en ruso; pero una vez conocido no puede ser olvidado. Tenía una gran elocuencia, una fecundidad literaria sorprendente, una intuición precisa, un amor sano a la verdad, y el sentimiento no adulterado de la Naturaleza. Sus faltas, tanto en la vida como en la poesía, nacían de su extrema sensibilidad femenina, que casi siempre invariablemente debilita la energía natural del genio.
The Sun, 28 de agosto de 1880.
Es un nombre bien conocido y ya querido en Nueva York. Se sabe que grandes damas se apasionan por ella. Es el símbolo de la energía triunfante. Una pobre mujer que se ha abierto tanto paso en el mundo debe ser una gran mujer.
Cada siglo tiene sus estrellas: la patria de Rachel, de la señorita Mars, de Sophie Arnould se ha enriquecido con Sarah Bernhardt, que es sin duda una trágica, pero también lo que vale más: un carácter. No vamos a decir lo que ya se ha dicho: nosotros tenemos nuestras propias impresiones.
Sarah es flexible, fina, esbelta. Cuando no está sacudida por el demonio de la tragedia, su cuerpo está lleno de gracia y abandono; cuando el demonio se apodera de él, está lleno de fuerza y de nobleza. Su cara, aunque femenina, respira una bella fiereza: aunque bien parecida no lleva impresa la belleza, sino la resolución. Ella hará lo que desea: tiene algo del primer Bonaparte; ella finge el desdén, aunque su alma está llena de amistad y franqueza, porque lo cree necesario para ser respetada. ¿De dónde viene? ¡De la pobreza! ¿Adónde va? ¡A la gloria! Se la teme, pero se la quiere, lo que es raro: por esta razón ella es dura, pero buena; es una mujer altiva, pero al mismo tiempo «un bon garçon». Háblale de una mujer en desgracia: ella abrirá su bolsa. Dile que en casa de Goupil hay un pequeño cuadro de genio, o muy cerca del Pasaje Joufroy un bello tapiz chino: Sarah, la del Théatre Français, no retrocederá ante el precio. Si el tapiz es viejo, si el cuadro es de una mano fuerte, los comprará: aunque muchas veces no sabe con qué los va a pagar: pero obtendrá dinero honradamente: se pintará otro cuadro en su casa, una marina, una acuarela: hará del amor una estatua, ya que ella no es bastante poderosa para hacerlo de verdad.
Alejandro Dumas ha llenado su casa de objetos de arte, desde los pequeños monstruos del Japón hasta el Cristo preadamita, ese Cristo demasiado realista; pero Sarah Bernhardt dispone más que nadie de todo lo mejor: todo lo que posee es de primer orden. Es majestuosa hasta en sus caprichos: sus fantasías son reales: no es gran mérito nacer reina y saber serlo; pero es una prueba muy grande de majestad nacer en un ambiente pobre y haber sabido formarse un reino de un pueblo tan artístico y tan inteligente como el francés.
Se le veía en aquella gran fiesta de París-Murcia, dada al beneficio de los inundados de Murcia, de aquella ciudad española querida del sol. La Vie Moderne, una revista ilustrada había levantado, para abrigar a Sarah, un trono magnífico de terciopelo rojo, con cojines españoles bordados en relieve. Sarah, vestida como Doña Sol, la heroína de Hernani, ese gran drama de Víctor Hugo estaba sobre el rico ropaje, asistida de una muy bella dama de honor, Mlle. Croizette: es fiera, Mlle. Croizette, pero ¡qué mujer más buena al lado de aquella soberbia Sarah! Cuando extiende el brazo, comanda. Cuando levanta la cabeza algo asiática, con sus ojos oblicuos, su nariz fina, su frente arrogante, sus frágiles labios, hay que obedecer, hay que admirar.
No es la belleza lo que nos deslumbra: ella no es bella; no es un encanto voluptuoso que nos emborracha: ella sabe amar sin duda pero no se ocupa de esos asuntos demasiado femeninos; es esa alma soberbia, soñadora de todas las alturas, alma de águilade leona y de acero,es esa mirada penetrante como una hoja de Toledo; es esa superioridad irresistible la que nos hace bajar la cabeza.
Ella vendía aquella noche panderetas, tamborines españoles: los grandes pintores habían puesto todo su talento en beneficio de los pobres. Al cuero miserable le daba valor la mano que lo iba a vendery la de Meissonier, Worms, Detaille, Neuville, Raimundo Madrazo, Dubufe, etc. La venta comenzó tristemente, pero a la tercera pandereta, ¡qué gentío alrededor de Sarah! Sólo se veían peinados a la Capoul, príncipes rusos, grandes escritores, ricos ingleses, jóvenes gomosos, dandys, obstruían el paso, obligándolo a uno a mirar desde lejos. Ella parecía orgullosa de su triunfo: se sentía en ese momento un poco reina de España.
Todo el mundo sabe lo que ella hace: grandes papeles, artículos encantadores, bonitos cuadros, audaces estatuicas.
Como pintora, dibuja bien, colorea sin defectos, ilumina un lienzo corriente con un rasgo de genio:una claridad, un efecto de luna, un árbol tumbado:eso no es bastante. Como escritora, se le ha oído un grito agudo y magnífico, en el diario París-Murcia: ¡toda su alma está ahí! Como escultora, Gustave Doré nos viene a la memoria cuando vemos trabajos de ella: no compone como él lo hace, nunca esculpirá grupos como los suyos, pero es tan elegante, original y valiente. Como trágica, dejemos hablar a M. Emile Girardin, el Gordon Bennett de la prensa francesa: «La Rachel tenía más genio: Sarah posee más talento: ésta sabe todo lo que hace, aquélla lo tomaba de su naturaleza sin saberlo mucho: Sarah vale más». Verdaderamente hay que ser grande para llegar a serlo. Se ve por lo que ha sabido vencer.
Girardin tiene en su casa dos bellos retratos: el uno es de la Rachel; el otro es de Sarah Bernhardt. Él la trata como un padre: él la elogia con pasión; ¡qué bien habla ese viejo admirable de setenta años! Su cerebro hoy es tan fuerte como cuando matara, de mano funesta, al caballeroso Armand Carrel.
Sarah se peina muy sencillamente. Ama la talla larga, y los vestidos que se arrastran por tierra. Sus ojos están plenos de fiebre. Viendo a algunas criaturas, se dice: ¡músculo! Viendo a Sarah se dice: ¡nervio! La llama es una pobre chiva encantadora del Perú: ella se yergue como una llama irritada, pero no como la llama, que muere de dolor, mirando melancólicamente al cielo, cuando el indígena la habla o castiga con dureza. Ella mataría al indígena.
Sarah recibe los miércoles. Una escritora, Julie Lambert, también tiene un bello salón en París, donde se conversa bien y donde se ve la crema de los escritores parisinos, mas en casa de Sarah, se siente de lejos el aliento de Víctor Hugo, que la ama. Se percibe en el salón de la artista una potencia en el pensamiento, una virilidad en el propósito, una ansiosa movilidad que refleja bien el espíritu, algo tempestuoso de la dueña de la casa y de su siglo. No se siente a Moisés, como en casa de Víctor Hugo: pero a veces se cree sentir a Judith.
El año pasado, ella representaba sus más importantes papeles, con el actor Coquelin, en Londres: los ingleses no encontraron bastantes coronas para ella; todo estaba tomado de antemano. Sus cuadros se pagaban a precios extraordinarios: sus pequeñas esculturas tuvieron un gran éxito. Cuando la veían rodeada de todo el mundo en la fiesta de Murcia se decía: «¡Sarah es un éxito inmenso!» ¡Ah! hoy esto es verdad pero ¡cuánta fuerza, lágrimas, dolores e indomable energía, no tuvo que desplegar y sufrir para llegar a esto! Ella merece ser observada como un estudio de la fuerza de voluntad humana. La gente joven cuando no triunfa rápidamente, se levanta la tapa de los sesos. Sarah quizás lloraba de aquellas cálidas lágrimas, que no se ven, y que no salen a los ojos, pero ella trabajaba. Hace quince años, ella se diría, sola, tan joven, y toda llorosa: «¿Qué va a ser de mí?» Hoy en día se debe haber preguntado más de una vez: «¿Cómo es que no soy una reina?»
Por ser usanza de hidalgos, y buena usanza, ir a pasar la Nochebuena a la aldea de los padres, o a la pesada casa solariega, o a la humilde ciudad de provincia, donde habla el progenitor sesudo, envuelto en ancha capa, con este platero, o aquel vendedor de paños, o aquel que vende drogas, y las cuenta; y porque el Ministro de Hacienda ha menester de calma y tiempo para convencer a los tenedores de bonos de la deuda española de la utilidad que a España y a ellos reporta la conversión que proyecta; y porque Sagasta necesita de estos meses para ver cómo ajusta las diferencias que entre sus sectarios van surgiendo, y para organizar sus huestes de manera que reciban sin daño, y sin venir a tierra, el mortal ataque que los ultramonárquicos y católicos les preparan, Congreso y Senado han interrumpido sus tareas, y anuncian que no han de reanudarlas hasta marzo. Hay diputados fieles a su provincia, que la cortejan, y son de ella, y no tienen a menos, como hábito, y no como cortesanía, hacerse hueco entre los labriegos que calientan su rala capa parda y su chaquetilla ruin, al amor de la lumbre, que chispea en el ancho hogar, y conforta al anciano de rostro lampiño que cuenta de sus mieses, a la esposa que hila en paz, y habla con los ojos a las doncellicas de la casa, a las que no sabe mal que los mozos les recuenten las travesuras de antaño, cuando eran chicos, y merodeaban por las eras. Pero hay otros diputados, y son los más, que tienen a la provincia como escabel, y como pedestal; y la visitaron para hacer buena la recomendación del potentado o del ministro, en los días de elecciones, y ya no la visitan, porque gracias a las artes que ellos saben, aguardan, para la elección nueva, nueva recomendación de sus caudillos, en esa provincia, o en alguna otra, que, en dando en las Cortes, toda provincia es buena.
Para aquellos diputados caseros son la bendición de los abuelos, la buena sombra de la casa añeja, el sol alegre del risueño patio, donde un elector agradecido, porque le han pagado este reclamo, o dado agua a su huerto, echa a andar el marranillo o la gallina, y en donde, en tiestos de barro rojo, ostenta sus hojas menudas la albahaca, y las suyas felpudas el geranio, bien guardadas tras de cristales, no sea que las marchite el cierzo, lo que es fama que debe hacerse con todas las flores. Y para el diputado urbano, para el que fue a la provincia y no vino de ella, para el que se señaló en ateneos, tertulias y antesalas por su actividad, ambición, elocuencia, habilidad o brío, y se afilió en el bando de tal jefe que le place, a trueque de que el jefe, por verse defendido de ese buen soldado se valga de sus mañas y de sus amigos campesinos y le busque asiento en Cortes; para este gallardo madrileño, que no es fuerza haber nacido en Madrid para ser madrileño, sino hacerse de aquel donaire y ligereza, que como el perfume del vino generoso, son dotes de Madrid; para este vecino de las buenas casas de huéspedes de la calle Mayor, o la de Preciados, o las lóbregas de la calle del Sordo, que es callejuela, y va a dar a la hermosa plazuela del Congreso, por donde vive un Madrazo, pintor excelente, y de familia de pintores; para este diputado cunero, como se dice allá en jerga política, son los grandes y pequeños teatros, baratos y buenos; y el café aromoso de la Cervecería Inglesa, si es que no prefiere el de la Escocesa, que está al doblar, en la calle del Príncipe, y a un paso ambos del Teatro Español, casa de encantos, donde las damas lucen sus hermosos ojos, y tienen puestos los suyos los poetas.
¡Qué buen mes, un mes de Madrid! Se va a la Academia de San Fernando, y se estudia a Goya, y frente a los retratos de la duquesa de Alba, siente el poeta joven arder en torno suyo enloquecedores pebeteros, y flotarle en la espalda manto de beduino, con que pudiera, sobre corcel blanco, ampararla del frío, y llevar a los cálidos desiertos a aquella maravillosísima hermosura. Y se admiran los pies breves de la tirana María Fernández, que fue famosa cómica, señora de galanes. Y aquella santa de Murillo, que cura a los leprosos con sus manos, y al alma triste con verla. Se va al Museo riquísimo, a ver los Velázquez, que pasman; los Correggio, que convidan; y los árabes de Fortuny, que deslumbran. Se va al Retiro, que fue paseo de reyes, donde al sol de oro de Castilla, y en la clara atmósfera, limpia de impurezas por los aires de invierno resplandecen, más que pasean, niños y damas.
Se pregunta asombrado el economista de dónde han fortuna esos lindos señores y suntuosas damas que así, en días y horas de trabajo, huelgan. Se compran los periódicos traviesos, que se van ya haciendo periódicos ingleses, y alardean de graves, sin que sobre la luenga levita londonesa deje de flotar, para quien sabe ver, el manto moro, porque los españoles empiezan a mirar mal los sueños, y bien los negocios, pero ellos no harán nunca negocios sino en la medida en que se los dejen hacer los sueños. Y ya entrada la noche, se valo que es desdoro para el culto Madrid a ver lidiar un toro, sobre la escena una piececilla de un caballero Pina, que goza de fama por la abundancia, aunque no por el género, de su chiste, porque el chiste ha de ser como el jerez, y no como el vino grueso de Aragón; o se aplaude en Variedades, que es teatrillo risueño, a una compañía de actores, que ha pocos años lo era de calaveras y de obreros, y en fuerza de ser ellos criaturas de Madrid, y de verlas, y de copiarlas en los teatros provisionales que se alzan en los barrios por Navidad y Pentecostés, han venido a ser cómicos excelentes, que a todos sus rivales vencen en el arte de representar con gracia tipos madrileños. O se va a Apolo, en que, con ser teatro muy lindo, ni actores ni público hallan acomodo. O al Teatro de la Opera, que se llama el Real, y merece serlo. O a ese Teatro Español que a cada cual parece cosa de sí mismo, porque allí se ve la dama que le enamora, y el amigo grato; y hablan, por boca de actores familiares Alarcón y Tirso, y vive allí el ente misterioso de la raza, y el espíritu perdurable de la lengua. Al diputado que en Madrid se queda, aguardan esos placeres deleitosos; la entrevista furtiva en el Teatro de la Comedia, que es el favorecido de las altas damas, y los que van tras ellas, porque es airoso y cómodo; y allí trabajan actores en boga, que hacen gala de no ser actores de provincia y suburbio, sino del viejo Madrid, y de sus lindas marquesas.
La Opinión Nacional, 27 de enero de 1882.
Hay mucho de los antiguos galos en los más modernos franceses, pero aún hay más de los godos en los españoles de todas las edades. El carácter de los españoles es una curiosa combinación de muy ricos elementos. El brillo de todo lo que hace el español, es andaluz; en todo lo que dice hay la propiedad gótica; mientras que sus amores y pasiones son todavía de los árabes. Estas características se notan particularmente entre los pintores de Españaesos hijos de una tierra encantada que, siempre enfrentados a la naturaleza, viven de modo más natural que el resto de la humanidad. Aman, sufren y mueren de hambre, o de sus esperanzas arruinadas, pero son excelentes soldados en la lucha inacabable.
Como cualquier otra capital, Madrid reserva la mejor acogida para los hombres y las cosas que tienen la virtud de ser extranjeros. Hay que salir del país para ser un pintor famoso de España; y para encontrar a alguien en Madrid hay que ir al Café Suizo o a la Cervecería Inglesa. Allí es donde se reúnen los artistas, a cada lado de una larga y estrecha mesa, para llorar con lágrimas sinceras a algún compañero muerto y, enseguida, reír a carcajadas por las divertidas aventuras de un compañero vivo. Entre los más notables clientes de la Cervecería está Luis Ribera, un atrevido innovador que prefiere ser leal a la verdad que famoso sin ella; él es una extraña combinación de blasfemias y filosofía: ríe como Mefistófeles, y cuando habla lo hace en voz alta, pero por lo regular permanece callado. Cuando se entrega a la elocuencia, sus juramentos y maldiciones son tan numerosos, violentos y salvajes que se alegra uno no se halle presente ninguna mujer. La Cervecería es el lugar para los nuevos oradores, los pintores, actores y poetaspara todos los jóvenes. Es allí donde comienzan a ganar reputación asaltando con veneno la ajena. Por fortuna no hay ninguno de esos rencores en el corazón sano y leal de Ribera: su única debilidad es el tabaco, con cuyo humo gusta cegar a los que están en las mesas vecinas.
Para encontrar a Gonzalvo, el pintor de las perspectivas, cuyo único rival es cierto barón alemán, hay que buscarlo bajo los arcos sombríos del Seo, la iglesia gótico mudéjar de fachada brutalmente moderna y su roja y puntiaguda cúpula árabe. En el invierno hay que buscarlo en Madrid, donde termina, con el paciente cuidado de Meissonier, sus estudios del pasado verano, y enseña arte a los estudiantes de la Academia de San Fernando, o pide a sus amigos, no consejosque no los necesita élsino cariño y entusiasmo. Es difícil comprender cómo una naturaleza tan tierna y sensible puede adaptarse de manera tan admirable a pintar el mármol y el granito. Todo su trabajo es excelente, y se paga sin reservas por los expertos ingleses. Nadie como Gonzalvo puede medir las distancias con tanta exactitud, ni sabe reproducir la severidad y dureza de una línea recta, o recrear, casi viva, la antigua belleza ornamental. El Museo del Prado tiene un exquisito cuadro de Gonzalvo, «El patio de las infantas». Con su «Alhambra» está presente su genio en los Estados Unidos.
Aunque sólo fuera por los dos cuadros de Goyael más osado y orgulloso genio de su épocavaldría la pena visitar en Madrid la Academia de San Fernando. «La Maja», una mujer dibujada con tan fuerte originalidad que, después de algunos minutos de contemplarla, cree uno reconocer en ella a alguna mujer amada; y el retrato de la gran actriz de la época de Carlos IV, que mereció, por su gracia y su belleza, el apelativo de «La tirana María Fernández». También en la Academia están el «Cristo» de Alonso Cano, las figuras de oro de Domenichino y la más apacible obra maestra creada por la mano del hombre, la «Santa Isabel» de Murillo. Por fortuna el custodio que protege estos tesoros contra los dientes destructores del tiempo es Federico Madrazo. Para cumplir ese ingrato oficio de restauración se ha adiestrado en todos los secretos del colorido de los maestros. Su gusto primoroso sólo rivaliza con su asombrosa sabiduría. Nadie está tan familiarizado como él con los colores preferidos, los rasgos característicos o la más sutil peculiaridad de cada pintor. Y es, además, un genio del retrato. Se pagan precios fabulosos por los trabajos que realiza en su gran estudio, sombrío y frígido como el arte clásico a que se dedica. Mientras pinta, lo mira el retrato sonriente de su hija, la viuda de Fortuny. Cerca de él están «La mariposa» y el «Regreso de la iglesia», de su yerno: uno, como inundación de luz; el otro, un enérgico proyecto. También hay una oscura galena, y en un espacio abierto, lleno de luz y de gente de la corte, brilla una escena de vida y movimiento. Este efecto atrevido es de Raimundo Madrazo, el joven maestro que adora a su padre sin imitarlo. Es un Carnaval sin Miércoles de Ceniza. Sólo ha heredado la paciencia maravillosa con que gusta acabar las mejillas, las pelucas, las sayas y los pies de las marquesas y las máscaras.
Otro renombrado español, Domingo, desde hace tiempo se dedica al estudio del color en los interiores. Viaja por las provincias como antes aquel extraordinario pintor humorístico, Valeriano Bécquer, que «murió de vivir», como dijo su hermano, el poeta. En Zaragoza, donde se conservan con religioso fervor los primeros dibujos al creyón rojo de Goya, dulces y tiernos como los bosquejos de Rafael, se han visto, en los últimos cinco años, en talleres de aficionados, algunas obras pequeñas, pintadas con gusto exquisito por Pradilla, un joven ahora famoso. Su principal característica, rara hoy entre los artistas modernos, es la fuerza. Desprecia lo que ama el siglo, lo pequeño, y se dedica a grandes temas y figuras. El pintor Rosales fue premiado en la Exposición de 1868 por un cuadro que revolucionó el arte por su poder, su pureza, su regia dignidad y su colorido. Era un cuadro de la muerte de una reina, Isabel la Católica. Hace dos años el primer premio lo ganó Pradilla con una obra de similar aliento, alta concepción y técnica. Esta vez era la muerte de un rey, Felipe el Hermoso. Postrada por el dolor, la viuda sigue a pie el féretro. Las damas de la corte tiemblan en la procesión. Las antorchas llenan de humo el aire, y a lo lejos se divisa el convento de Burgos, donde Juana la Loca, celosa de las monjas, se negó a pasar la noche. Así como es rival de Rosales en los óleos, Pradilla compite con Fortuny en las acuarelas. Su «Trabajador del mar» tiene toda la solidez y duradera apariencia de un trabajo al óleo. Un taller de pintor, que sería repulsivo sin el humor galante del artista y sin ciertos primorosos detalles que alegran sus lóbregas paredes, es el de Nin y Tudio. Allí sólo se encuentran calaveras, disecciones anatómicas, rostros emblanquecidos y cuerpos huesudos y rígidos. Es el pintor de la corte de su majestad la Muerte.
En el Café del Prado se veían con frecuencia a dos hombres igualmente famosos por su talento y el abuso que hacían de él. Uno era un músico extraño de cabeza salvaje y fantástica, con una bolsa vacía y un violín lleno de rapsodias frenéticas: se llamaba Fortuny. El otro era Perea, cuyo balbuceo siempre atropellaba los intentos de contar alguna historia terrible. Pero Perea dibuja infinitamente mejor de lo que habla o juega al ajedrez, su mayor pasión. Como el otro dibujante, Verga, Perea tiene en las páginas de una revista ilustrada un lugar donde pinta bosquejos de corridaslos animados picadores, las mulillas que arrastran al toro muerto, las mujeres agraciadas con sonrisas de entusiasmo, el aire lleno de sombrerostodo el movimiento y el color de la fiesta brava. Cuando Perea no encuentra dinero en su bolsa, va a casa de sus amigos y, por quince monedas, traza con rapidez una docena de caricaturas mordaces. Pero cuando tiene dinero, en vano se le buscará durante meses. Sus rivales en la prensa ilustrada son Pellicer, el pintor de las batallas; Luguc, cuyo tierno lápiz expresa con simpatía las amorosas escenas de los soldados en los cuarteles. Pero, a pesar de todo, Perea no tiene rival en el curioso arte de pintar la chulilla, la pobre, miserable y pintoresca vendedora ambulante de fósforos. Ni nadie puede dibujar como él a Calderón, el gran picador, levantándose de una caída en la arena, o la arrogante figura de Frascuelo, el matador del día, el ídolo de las mujeres y el terror de los maridos. Sólo su lápiz puede retratar al granuja, el ratero madrileño, o al mendigo que en las sombras de la noche recorre con paso de fatiga las calles más frecuentadas de la capital. Todo lo que es maligno, llamativo y grotesco encuentra su pintor en Perea.
The Hour, 1 de enero de 1881.
¡Cuán espléndida y terrible es una corrida de toros en Madrid! El anfiteatro se llena por completo tres horas antes de la corrida. Se pagan los más altos precios por los asientos. Personas carentes de dinero lo buscan prestado para ir a la corrida. Todo el mundo bebe, come y grita. Chistes picantes cosquillean los oídos de las jóvenes más distinguidas. El sol brilla y quema. Hay un tumulto de pandemonio. Los espectadores silban, aplauden, se abofetean, y los cuchillos brillan en el aire. Al fin, el presidente de la fiesta entra en su palco. Frecuentemente asiste el rey. Está acompañado por la reina. Agita su pañuelo. Hay un tremendo estallido de aplausos. Suena la trompeta. Un oficial en traje de Felipe IV, sobre un corcel cabriolador, llega hasta el palco del presidente, que deja caer en su sombrero de plumas la llave del toril, o corral donde están encerrados los toros. Se va galopando y tira la llave al jefe de la cuadrilla de toreros.
Terminada esta ceremonia, se presenta un panorama deslumbrante, romántico y animado. Se llama el «despejo». Todos los toreros, burladores de la muerte, saludan al presidente. El jefe se llama «el espada». Cada espada cuenta con su cuadrilla. Se mueven lenta y graciosamente, brillando sus trajes a la luz del sol. Los chulillos, cuya misión es distraer y cansar al toro por el movimiento incesante de sus pequeñas capas, y los banderilleros, que clavan las banderillas en su piel, siguen a Frascuelo, Lagartijo, Machio, Arjona y el viejo Sanz, los grandes matadores que son halagados por las mujeres y saludados por los hombres. Los picadores, con anchos pantalones de cuero amarillo, con sombreros de felpa gris de ribetes tiesos, y con las piernas enfundadas en hierro, siguen a los que van a pie. Invariablemente pesan demasiado para sus caballos huesudos de $10.00. El cachetero, cuyo pequeño cuchillo afilado da al toro herido el golpe de gracia, les sigue. Cierran la procesión las mulillas, o mulas cubiertas de frazadas multicolores, y cargadas de bulliciosas campanillas. Son las que arrastran a los toros y caballos muertos fuera de la arena.
Se saluda al rey. Las mulillas salen de la arena. Los picadores se despliegan junto al toril, con las picas en descanso. Los chulillos arrojan a la barrera exterior sus capas de seda y toman sus capas de combate, todas rotas y en harapos. La trompeta suena otra vez. Redobla el aplauso. Una puerta maciza, al final de un corredor estrecho y oscuro, se abre y sale el toro. Para enfurecerlo, se le ha mantenido en una oscura prisión, sin alimento ni agua, y ha sido torturado por golpes de pica. Cegado por el torrente de luz, aterrado por los gritos que lo reciben, indeciso en cuanto a su primer ataque, se detiene, escarba con cólera la arena, baja la cabeza y mira ferozmente a sus enemigos.
Puede que se arroje como relámpago contra un picador. El caballo recibe el tremendo choque y, herido o muerto, es lanzado contra la barrera. El picador generalmente queda sepultado debajo de su pobre bestia. Puede también suceder que el toro escoja un chulillo para su primer ataque. El diestro arrastra su capa tras sí o la echa a un lado para distraer la atención del toro enfurecido, y al llegar a la barrera, la salta como un rayo, como un pájaro sin alza.
Ahora lo que era juego se vuelve serio. El gentío se entusiasma, enloquece al toro, insulta a los toreros, y reclama la muerte de más caballos infelices.
Cuando cae el picador, los chulillos provocan al toro para evitar que magulle al hombre. Rodean al animal con sus capas, y, finalmente, al sonido de la trompeta, el trabajo de los caballos ha terminado y comienza el de los banderilleros.
Los chulillos, alentados por los gritos de la multitud, avanzan sobre el toro. Sacuden ante él varillas en que están pegados papeles de vivos colores. Su revoloteo asemeja el crujido de la seda. Dardos en la punta de las varillas se clavan en el cuello del toro. A veces el banderillero se coloca casi entre los cuernos de la bestia enfurecida, con la nariz del animal a sus pies, y lanza los dardos sobre su carne temblorosa. El toro ruge y brama. Embiste, retrocede, se detiene, carga y vuelve a cargar, y finalmente se mueve alrededor de la arena, su gran lomo cubierto con los penachos de los dardos clavados en su cuello. Hay que matar más caballos. Aunque las patas débiles del toro apenas puedan sostenerlo, aunque los chorros de sangre corran de su cuerpo, y aunque llene la plaza con sus bramidos de dolor, una banderilla de fuego es arrojada contra su cuello. Al penetrar el dardo en la carne se enciende la «baqueta». El olor de carne quemada llena el aire y un humo negro sube en espirales del cuello ensangrentado. El bramido del infeliz animal se vuelve horrible. Algunas veces el toro se echa en la arena y se niega a seguir luchando. Entonces se acerca un hombre con una afilada hoz, atada a un palo, y en medio del aplauso del gentío le corta las rodillas y las piernas al animal. Saltan lágrimas de los ojos enrojecidos. El toro caído trata de levantarse. Se arrastra por el suelo. Quiere vivir aún. Pero lo rematan con cuchillos.
El matador generalmente sigue a los banderilleros. Esconde su espada en una «muleta» roja. En su mano derecha lleva la «montera», una hermosa gorra redonda, y se dirige graciosamente hacia el palco presidencial, ante el cual ofrece su víctima. «¡Al rey!» «¡a la reina!» «¡a las hembras andaluzas!» En este brindis se dicen las cosas más originales y extravagantes. La multitud da rienda suelta a un sordo murmullo. El matador le señala a su cuadrilla el lugar donde desea matar al toro. Los chulillos agitan sus capas ante el hocico del cansado animal y lo llevan hacia el lugar escogido por el matador, que da un paso hacia adelante.
El animal ha sido aguijoneado por los picadores, debilitado por los dardos de los banderilleros, y atontado por los gritos de la multitud y la caza de los chulillos. El espada lo deslumbra con los rápidos movimientos de una capa carmesí; el toro engañado se abalanza hacia el paño, y el espada le da una estocada en el corazón. A veces el espada falla su golpe, hiere al toro en el cuello. La sangre salta de la boca del animal. Ninguna lengua puede pronunciar palabras más feroces que los epítetos lanzados al matador por la multitud defraudada que esperaba una diestra estocada.
Se pensaría que iban a matar al matador. Le silban, y arrancan pedazos de lana de los asientos para arrojárselos. Pero si el pase tiene éxito, tabacos, sombreros, capas, y hasta los abanicos de las damas oscurecen el aire. La cantidad de obsequios que caen en la arena a veces evita que el matador pueda seguir haciendo nuevas reverencias a los que ocupan el palco presidencial. Entonces hay música y más gritería, mientras que las mulillas sonando sus campanillas, arrastran a los caballos muertos y al toro todavía caliente. Dejan tras sí un gran rastro de sangre.
Suena la trompeta por tercera vez. Se abre de nuevo el toril, y aparece otro toro. Lo aguijonean, lo queman y finalmente lo matan, a veces con diez, a veces con veinte estocadas. En cada corrida se matan ocho toros. Si un toro magulla a un hombre y queda sobre el suelo, dado por muerto, a nadie le importa. Se continúa la función igual y a veces se aplaude al toro. Si da una cornada a un ayudante antes de que sus compañeros puedan venir en su auxilio, no sale un solo grito de temor o un murmullo de piedad de la multitud. El hombre es conducido al hospital, herido o muerto. El incidente, naturalmente, produce alguna agitación, pero el deporte sigue y las mujeres nunca abandonan sus puestos.
Cuando un toro hiere a dos o tres matadores y mata dieciséis o diecisiete caballos, su fotografía está en gran demanda. Todo el mundo la compra. Su cabeza es vendida a gran precio, y acaba por adornar la residencia de algún amante del deporte. Tal es una corrida de toros española en toda su desnudez.
The Sun, 31 de julio de 1880.
Los reyes, que se sienten sacudidos en sus tronos viejos, necesitan acercarse para defenderse: la época mitológica vio los combates de los dioses y los hombres: ésta está viendo el combate de los reyes y los pueblos. La imaginación es águila, y vuela: el interés es cerdo, y anda despacio: y es la lucha de los pensadores impacientes y los pueblos perezosos una lucha entre águilas y cerdos. Pero no está lejano el instante en que en el seno de cada cerdo nazca un águila, en que el hombre que viene despertando desde hace cuatro siglos, despierte cabalmente, y se adueñe de sí, en que los monarcas como los dioses de la mitología, abran paso a los hombres. Es además un arte de la política tener a los pueblos como distraídos y aturdidos; y obligar sus ojos a espectáculos variados y nuevos, para que teniendo siempre qué mirar, no les quede espacio de mirar en sí, y se vean míseros y bravos y no se rebelen. Es también uso de comerciantes en riesgo de quiebra obsequiar a cohortes de huéspedes con suntuosos festines y mágicos bailes, para que no pueda ser sospechado de pobre quien hace así gala de rico, aunque luego de la fiesta vaya a hundir su faz aterrada, lívida de miedo, en los cojines de su lecho que riega su mujer con lágrimas medrosas.
El rey de España, acompañado de su esposa y su corte, ha visitado en estos días al rey de Portugal, que puso a Lisboa para la visita sus ropas de fiesta. Los cañones rodaron por las calles, las plumas flotaron sobre los cascos; las iglesias exhibieron sus riquezas; la sangre de los toros enrojeció la arena; se limpió el musgo de las piedras de los castillos, feudales; se llenaron las cárceles de presos. Los palacios fueron ramilletes de luces. En los bailes, el seno de las damas, cubierto de joyas, parecía nido de estrellas. Hubo fantásticos cortejos, alegres músicas, recepciones de corte, comida regia en sala perfumada. Exposición de ricas artes viejas, fiesta de toros, fiesta en el teatro, romería a Cintra, que es cesto de verdor, donde se levantan aún ruinosos palacios, y caseríos derruidos, como gusanos colosales que asomasen la cabeza entre pétalos de una inmensa rosa. Hubo fuegos de artificio, en que pareció que Lisboa, y no sus reinas, estaban coronadas de diamantes. Hubo revista de tropas. Y hubo gran cacería en los sotos famosos de Villaviciosa, que enferman a los reyes. Los ojos no han tenido reposo en esos días de fiesta.
Músicas marciales, que rompieron en el hermoso himno real de España, cañonazos lejanos, y algazaras de campanas animaron la llegada del tren real a la estación. Preparan sus armas para el real saludo los ocho mil soldados que hacen orilla humana al Tajo, en larga y brillante hilera, que va desde la estación del ferrocarril al Palacio de Belem. ¡Qué lujosas iban las carrozas de los reyes! ¡Qué brillar el de las espadas de los oficiales! ¡Qué centellear el del sol sobre los almetes! ¡Qué caracolear el de los briosos caballos en torno a los carruajes regios a que dan escolta soldados y peatones y caballeros! La multitud se apiña tras la compacta hilera de soldados. En el río, de todas sus banderas están empavesados millares de mástiles. Parece la brillante comitiva aquella procesión de Rubens, que se ve en el Museo de Dresde: todo es penacho, gala, reflejo. Parece hoy de nuez aquella ciudad celeste que vio Byron. Como sentada en ancho circo, a ver correr el Tajo, está la gran ciudad. En los montecillos sobre que se empinan sus suburbios, levántanse casas mugrientas y ruinosas, como mendigos viejos que se asomasen a ver pasar la alegre procesión. Las ventanas están engalanadas con colgaduras, y con mujeres hermosas, y las calles del tránsito están repletas de pescadores, curiosos y pilluelos. Álzanse a lo lejos conventos negruzcos que parecen monjes encapuchados y huraños. Y se pierde por las callejas la muchedumbre colérica y harapienta, en tanto que las puertas del gran Palacio de Belem se abren a los joviales y risueños reyes.
A poco, era la fiesta en el Palacio Ajuda, morada de Pía y Luis. Entre generales vestidos de azul y oro; prelados de túnica escarlata, y los consejeros y sus esposas, están reyes y reinas sentados en torno de la mesa del festín, regalados con la blanda música de diestras orquestas, ruido de hojas de palma que adornan la sala, perfume de rosas, aroma del blanco y rojo Oporto. Don Luis y Alfonso cambiaron brindis de amistad, que en el rey portugués tomó la forma de deseos de que se estrechasen aún más los lazos de cariño que atan a Portugal y España, y en Alfonso fue hasta decir que así ha de ser, porque pueblos que tienen en lo exterior las mismas garantías que defender, deben unir sus fuerzas interiores, respetando su mutua independencia, y desarrollar de acuerdo sus energías domésticas. El de Borbón tenía a su lado a la reina Pía. El de Braganza, que sólo ha venido a ser rey porque sus abuelos nobles se rebelaron contra el rey de España, tenía al lado a la reina de España. Ya se hablaba en el banquete de la carrera de caballos con que se celebraba al día siguiente la visita de los esposos españoles, se encomiaba el hermosísimo paisaje del lugar escogido para la fiesta hípica, y la ligereza y buena sangre de los corceles.
Nunca estuvo más bello el Palacio de Ajuda. En cada muro una panoplia; en cada peldaño un jarrón de camelias; por puertas y balcones haces de banderas; en el monumental corredor plantas del trópico; en la Cámara del Trono, en vasos preciosos, rosas grandes, o colosales hojas; sobre artísticos muebles y mesas incrustadas de marfil, nácar y bronce, ramos de raras flores. Y lo engrandecía todo y le daba aire de poética y mística hermosura, la tibia luz eléctrica, cargada de ternuras y misterios. No fue la fiesta, a que, como a todas las del rey Luis, que es culto y pensador, asistieron personas de todas las clases y todos los partidosuna de esas asiáticas recepciones con que enamora a sus nobles el Palacio de Oriente de Madrid. Fue fiesta de rey republicano. Y allí se veían sobre hombros de aristócratas, anticuados trajes de ceremonia, que llevaban penosamente como si a hombros de estos tiempos no sentasen bien trajes de otros; y mercaderes gruesos, y diputados provincianos, y periodistas montaraces, luciendo, mal de su grado, el calzón corto, las medias de seda y el zapato de hebilla de los bailes de corte. No esperaban a los invitados, gentiles hombres de recamada casaca, que se retirasen luego de presentado el huésped, sin volver la espalda a los monarcas egregios, sino que éstos platicaban con las damas y los ministros, y don Luis hablaba como con buen amigo con Sagasta, que es caballero cortesano y sabe hablar y oír, en tanto que el alegre Alfonso valsaba pujantemente, y los huéspedes del palacio, que no eran menos de tres mil, entraban y salían a su placer, jugaban a las cartas; se lamentaban ante las pálidas bellezas de Lisboa, vestidas en su mayor parte de traje alto, del rigor de la etiqueta monárquica, que así sacaba a la vergüenza sus piernas atolondradas; o decían que habían visto al rey Luis hablando con el duque de Sexto, ayo del rey, de no limpia fama, y con el marqués de Vega Armijo, severo personaje; o gustaban manjares excelentes y gratos vinos en las lucúleas mesas, rebosantes de flores, que no se vieron durante la noche desamparadas de los caballeros y damas de la fiesta.[…]
De esa fiesta, que es toda de fieras, fueron los reyes a prepararse para otra suntuosísima. Era noche de gala en el Teatro de la Ópera, que es gran teatro. Brilla la sala a través del cable, de tanto como brillaba. ¿A qué contar de la ópera, que fue Hamlet? Era el escenario el palco real, y no el escénico. No tiene teatro alguno europeo más majestuoso teatro real que el de los reyes portugueses. Cuatro pisos de palcos tiene el teatro y el palco del rey, que tiene su pavimento en el primero, elévase, como nave de iglesia gótica, sobre seis columnas de mármol, que se destacan de las paredes de estuco, hasta el piso cuarto, de donde del dorado techo bajan colosales colgaduras de terciopelo carmesí y de oro, más que para hermosear el palco regio, para que brillen más los árboles de luces que lo adornan. Lucía realmente, como un drama histórico, el palco de don Luis, que parecía, a la vez, escena de gran teatro, y caja de joyas. Allí estaban don Luis, vestido de uniforme de gala de marina, y la reina de España que llevaba traje elegante de pálida malva, cubierto de encajes sutiles, y al cuello un millón de pesos en diamantes: exhibición lamentable, que requiere ese modo áspero de pintarla: el Toisón de Oro colgaba al cuello de Alfonso, sobre su traje de Capitán General, cubierto de cruces; ceñía el cuerpo esbelto de la reina Pía traje de seda roja, que caía sobre larga túnica de encaje, y ostentaba un collar de maravillosas perlas y transparentes esmeraldas, que es famoso en Europa. Estaban sentados en círculo ante la baranda del palco hermoso. El padre y el hermano de don Luis vestían de militares, y de marino su hijo mayor. Y a par y detrás con ellos, como deslumbrador cortejo, los ministros españoles y portugueses, el flexible Sagasta, el cortés Fontes, veintenas de generales y almirantes, y magnates y prohombres de Portugal y España. De los hombros de dieciséis damas de honor, vestidas de azul y blanco, colgaba el manto azul, que es el de ceremonia en la corte portuguesa, y cruzaba el pecho de las damas de Portugal la banda de la reina María Luisa. Tal fue la noche de gala, y no fue más, noche en que no se vieron las joyas del alma, y fueron hombres y mujeres muestrario de joyeros.[…]
Esa noche, ¡qué hermosa estuvo Lisboa! Ardía en luces blancas. Parecía vestida de manto negro, sembrado de guirnaldas, de coronas, de festones, de haces de estrellas. Parecía un volcán encendido, desamparado de súbito de su corteza de piedra. Ceñían las paredes franjas de luces. Bosque incendiado semejaba el cielo. De los vaporcillos de recreo que atravesaban el río, se veía como una batalla de relámpagos. Y los buques del río habían envuelto en luminarias sus cascos y sus mástiles. Se oían músicas suaves y vocerío de pueblo.
Diez mil hombres de todas armas desfilaron en la mañana que siguió a esa noche bella, ante la plataforma real, decorada con los pabellones de España y Portugal, Austria e Italia. Pareció robusta la infantería, menguada la artillería, pesada la caballería. Y tres mil personas asistieron al baile costosísimo que los comerciantes de la ciudad ofrecieron en el Palacio Viejo, en las cercanías de Lisboa, a don Luis y a sus huéspedes. Y en misa, que oyeron devotamente, rodeados de la corte, en la abadía de Belem; y en toros, que lidió en honor de Alfonso un elegante de Lisboa, a quien es fama que costó la corrida, entre flores y toros, una veintena de millares de pesos, para que luciesen, a los ojos del rey risueño, su habilidad de toreadores los jóvenes nobles de la ciudad; y en oír un drama clásico, de la tierra que cuenta entre sus glorias literarias al vizconde del Castillo, Almeida Garrett, y Herculano, emplearon los reyes españoles, del brazo de los dueños de la tierra, su último día en Lisboa.
La Opinión Nacional, 7 de febrero de 1882
París, como la Mimí Pinsón de Alfred de Musset, trueca en diamantes para adornar sus dedos las lágrimas de sus ojos. Y más ocupado que de las arterías y mañas de Bontoux, y del espanto y pobreza de sus nobles y de los campesinos de Lyon, empobrecidos a una, y de la majestuosa caída del hombre más brillante y previsor de la nueva república, está ahora París en hojear, con su elegante mano nerviosa, las páginas pulcras de un libro de Goncourt, un libro pequeño, como otras muchas cosas admirables, y como aquellos pomillos de esencia que cuelgan en trenzas de oro del cinto recamado de las ardientes damas persas. El vino de Navarra pesa y el de Burdeos chispea, y el de París aturde, como pócima.
No hay extranjero que no se crea en París como en sus tierras de familia, donde todo le es grato y conocido, y es lo cierto que todos son en París, menos los parisienses, extranjeros. Ríe el hijo de París, como el de Atenas, de los bárbaros. Y se sienta en su gabinete de estudio, o en su silla de curioso reídor, a ver estrujar almas en aquel lagar de almas, como el que viaja por tierras extremeñas, se sienta en el lagar, a ver quebrarse, mondarse y trocarse en aceite las olivas. Hay Edmundo y hay Julio de Goncourt, y no se sacan ventajas en contar las maravillas de un mueble de Boule, de un techo de Lebrun, o de un crucifijo de Cellini, porque saben de arte ambos hermanos, como saben los pajarillos de sus nidos. Pero de Edmundo es el libro parisiense, el libro lóbrego y luminoso, el libro cándido y terrible, el libro sonriente y espantable, el libro terso, sonrosado, pulido y ameno. Edmundo de Goncourt, que ama la realidad, abomina la fealdad; y cuando pinta lo feo, le da la belleza que le falta con la manera de pintarlo. Así hizo en Calibán Shakespeare. Y por vencer a Calibán, así hizo en Nuestra Señora Víctor Hugo. Eran todos amigos: Flaubert, los dos Daudet, el buen Durant, los dos Goncourt, Zola. De Durant, maestro muerto, era el método, y él tendía a los vivos sobre su mesa de escribir como el fisiólogo a sus liebres palpitantes sobre su mesa de mármol. De Flaubert, que vestía como moro, y cincelaba como godo, era la solidez maravillosa, la solidez radiante. De los Daudet, y más de Alfonso que de Ernesto, es la precisión, una precisión científica, que les da aire de médicos distinguidos, buenos médicos, amables, que alegran la alcoba del enfermo con sus trajes correctos, y el espíritu apocado con las galas de su plática amena. De Zola, es la desnudez que repugna, cuando es intencional y violenta, hecha, como los cascabeles del polichinela, para atraer gente a la plaza; pero que se impone y asombra cuando es espontánea. Y de los Goncourt, es la elegancia suma, el aire de salón, cargado de ámbar, el reflejo misterioso de la luz en la ancha colgadura voluptuosa, y ese vago susurro, como de pájaros que anidan, que se siente en los lugares en que los hombres aman. Goncourt, como Feuillet, escribe con guante blanco: mas no imagina, como Feuillet, criaturas tremendas o nubosas, vagas como la espuma en que las talla; no es, como Feuillet, exaltador y compasivo, no halla gozo ni utilidad en exagerar la bondad humana, porque si no le enseña al hombre la maldad no sabrá precaverse de ella, ni en exagerar la maldad de los hombres, porque no lleguen a morir de espanto, de verlo todo impuro. Y es Goncourt cual aquellos artistas refinados, a quienes disgusta como faena de aprendiz la tarea fácil. Sabe que en esta hermosa naturaleza, donde no hay dos seres contradictorios, y es cada ser como nido de gérmenes y suma de resúmenes de todo cuanto vive, se encrespa el alma, y ruge, y lidia, y duerme, y murmura como un mar pujante: y sabe que es el alma en París como un mar turbio. El cuerdo, que es domador de fieras, se sienta sobre las panteras y leones, y mira con esperanza a la tierra, y con ternura al cielo. El loco que gusta de catar los manjares que no conoce, vagará en aquel mar como barquilla blanca despedazada por las olas.
La mujer de París nace a espantarse; pugna por ser joven, y se halla vieja; por ser pura, y se ve impura; por beber en la copa de la vida, que halla exhausta y manchada. Y sedienta, muerde al cabo la copa venenosa. En su alma, como en los paisajes de Díaz, se ve, por entre la selva negruzca el cielo azul; mas la ciudad, vasta como selva, envuelve como en apretada maraña los caminos del cielo. Cada bocacalle es una fauce. Cada teatro, casa de tósigos. Cada hábito una mancha. El gozo es tan bello que parece justo. El deber es tan recio que parece azote. Tan maltratado el trabajo que mueve a rebeldía. Y en el sofá de cada hombre ocioso se sienta Mefistófeles. No es allí la vida para las mujeres que en aquella cuna nacen, árbol jugoso y lento, que tiene semilla, y crece a tronco, a ramas, a pomas; sino vestidura implacable que impregna al cuerpo del recién nacido de los jugos de la vida vieja. Se piensa con ajenos pensamientos; se goza con deleites artificiales; se muere por ajenos ideales; se ama con el amor ajeno. A esa criatura complicada, que muere a veces sin hallarse a sí misma, y sin haber tenido tiempo de buscarse; a esa mísera y hermosa en quien la depravación precede a la inocencia; a esa criatura que llama a todas las puertas de la tierra, fatigada de beber aguas salobres, en busca de aguas puras; a esa mujer encantadora y horrible, bella como una niña, hábil como un duende y frágil como un vaso; a esa mujer de París quiso pintar Goncourt en Madame Gervaisais, en Renée Mauperin, en Manette Salomon. Y este libro que los parisienses leen hoy ávidamente se llama La Foustin, que es una actriz, de alma de llama, que va con su espíritu,triste de la tierracomo la llama del cielo. Unos dicen que «La Foustin», que prueba las copas de la vida, sin hallar una que ajuste a sus labios, es Sarah Bernhardt; pero dice Goncourt que esa mujer luminosa, vivaz, sedienta, arrebatada, triste, tiene más de aquella pálida Rachel, que preparaba con sus manecitas de hada cenas caseras para Alfred de Musset, que de ninguna otra actriz de Francia. Porque eso es La Foustin, la vida de un alma parisiense, y la vida de una actriz. A la vez pinta Goncourt los tormentos de un espíritu exquisito, puesto a vivir entre gentes que lo espantan, y las escenas bulliciosas y risueñas de esa existencia de teatro, donde todo es brillante y fugaz y ficticio como la lentejuela que ornamenta los trajes de los actores, y para, de tanto vestirles el cuerpo, aposentarse en su alma. Hay en el libro ensayos de Fedra; y de amores hermosos, y de amores brutales. En cenas de actores platican poetas. En horas de victoria, vienen los hijos de sus obras, pintores, escultores, críticos, a poner flores, y murmurar avaricias, ante la actriz bella que triunfa. Junto a «La Foustin», que llamea y se evapora, vive su hermana, rica en cosas de cuerpo, que engruesa, ríe y se arrastra. La doble vida, de espíritu que aspira, y carne que ceba, se vive en el libro. Hay páginas que son de historia. Hay conversaciones, caídas en realidad de labios célebres. Hay escenas que parecen de Meissonier en lo exacto, de Manet en lo osado, y de Madrazo en lo vívido. Y hay, en suma, para el que lee, ese encanto indefinible y saludable que viene de contemplar una obra bella. Leer nutre. Ver hermosura, engrandece. Se lee o ve una obra notable, y se siente un noble gozo, como si se fuera el autor de ella.
¡Desconfían de la humanidad los cobardes y los míseros! ¡Los hombres serán hermanos, en tanto que los reúna la común contemplación de las obras hermosas!Y La Foustin tiene de esa elegancia miniaturesca, de esa factura nítida, de ese engranaje de joyero, de esa solidez de esmalte, de esa belleza plástica que dan gozo.