Crítica artística y literaria

NOTA
En el periodismo se inició Martí con la política, en La Habana y en Madrid; como profesión dio sus primeros pasos en México, en la Revista Universal, donde buena parte del oficio lo dedicó al reportaje de funciones de teatro, exhibiciones de pintura, conciertos y actos en las sociedades literarias de la ciudad, y a la reseña de libros. Volvió a esa actividad en Nueva York, cuando empezó a publicar en inglés sus crónicas sobre pintura, en The Hour, y sobre pintura y literatura en The Sun, y siguió en ella mientras se ganó la vida con la pluma en los periódicos de Hispanoamérica que publicaban sus trabajos.

Martí estaba particularmente dotado para ejercer la crítica, por su cultura, sus conocimientos del arte y por su sensibilidad. «Yo amo tenazmente el arte», escribió en un apunte al iniciar sus trabajos en The Hour, «una obra bella es para mí una hermana, un golpe de color, para mí revelación clarísima de los pensamientos e ideas que agitaban el alma del pintor»; y ese entendimiento del artífice, y su amor por él, le permitían hablar con devoción de pintores, ensayistas, poetas y músicos, y de sus obras; y en los juicios que emitía, como nueva creación artística, dejaba siempre el admirable espectáculo de las impresiones del crítico.

Diez ejemplos se han escogido para representar a Martí en este capítulo, desde sus tempranos comentarios sobre el violinista cubano José White, en México, y su estudio sobre los «Poetas Españoles Contemporáneos», que le ganó el aplauso de los más conocidos escritores de Colombia y Venezuela, hasta sus grandes crónicas, como las que dedicó a Walt Whitman y a Francisco Sellén, y el prólogo a la obra de Pérez Bonalde, y, entre otras, las no menos admirables páginas sobre los pintores Munkacsy, Fortuny y los impresionistas franceses.

EL CRISTO DE MUNKACSY

Cada cuadro de Munkacsy es un asalto. Fuera tiene la fama, en su casa tiene el amor de esposa que da los bríos para ganarla. Ella mima sus creaciones, vuelve a sus manos la paleta que abandona la impotencia o el despecho; se posa en su hombro, como un colibrí, para decirle al oído, de modo que él no note que la voz viene de afuera, que aquel brazo está alto, que aquel ojo está tibio, que aquel pie un poco brutal denuncia a «Miska». Ella disipa sus últimas tristezas. Ella suaviza sus grupos atrevidos, ella trae al taller el verde y el azul. La sombra no, no puede desvanecerla por completo: que cuando la sombra bautiza un alma, la sal queda clavada sobre la frente, como una rosa de diamantes: hay placer en la sombra. Y el blanco tampoco lo atrae, porque éste lo saca de sí el pintor con épico atrevimiento.[…]

La fuerza de la idea fue cada día poniendo mayor asombro en este espíritu que ha tomado de sí principalmente, con poca ayuda de libros, los seres palpitantes de sus lienzos: y por esta admiración del poder mental vino a caer en el amor de Milton, demacrado y ciego, como el tipo mejor de la hermosura y pujanza de la idea, y luego subió al amor del Cristo, ante cuya luz triunfante agrupa, para que resalten más su mezquindad y abatimiento, los poderes más temibles y activos de la tierra: el egoísmo y la envidia. Ha acumulado de intento dificultades que parecían insuperables, ha querido hacer triunfar por su propio fulgor la mente humana: ha logrado investir de suprema belleza una figura fea: ha conseguido dominar con una figura en reposo, toda la fiereza y brillantez de las pasiones que se la disputan en animado movimiento.

Ése es su Cristo. Ésa es su extraña concepción de Cristo. Él no lo ve como la caridad que vence, como la resignación que cautiva, como el perdón inmaculado y absoluto que no cabe, no cabe, en la naturaleza humana: cabe el placer de domar la ira, pero sería menos hermosa y eficaz la naturaleza del hombre si pudiese sofocar la indignación ante la infamia, que es la fuente más pura de la fuerza.

Él ve a Jesús, como la encarnación más acabada del poder invencible de la idea. La idea consagra, enciende, adelgaza, sublima, purifica: da una estatura que no se ve y se siente: limpia el espíritu de escoria, como consume el fuego la maleza: esparce una beldad clara y segura que viene hacia las almas y se siente en ellas. El Jesús de Munkacsy es el poder de la idea pura.

Ahí está en un sayón, flaco, huesudo; trae las manos atadas, estirado el cuello, la boca comprimida y entreabierta, como para dar paso a las últimas hieles. Se siente que acaban de poner sobre él la mano vil; que la jauría humana que lo cerca ha venido oteándolo como a una fiera; que lo han vejado, golpeado, escupido, traído a rastras, arrancado las vestiduras a pedazos, reducido a la condición más baja y ruin. ¡Y ese instante de humillación suma es precisamente el que el artista elige para hacerle surgir con una majestad que domina a la ley que tiene en frente, y a la brutalidad que lo persigue, sin ayudarse de un solo gesto, de un músculo visible; de la dignidad del ropaje, de lo elevado de la estatura, del uso exclusivo del color blanco, de la aureola mística de los pintores!

De la cabeza nada más se ayuda, de la mirada augusta bajo el ojo cóncavo, de la mejilla enjuta, de la boca contraída que aún revela la bravura humana, de la serena y adorable frente, honda hacia las sienes poco pobladas de cabellos y levantada en dosel sobre las cejas.

¡La mirada es el secreto del singular poder de esa figura! ¡La angustia y la aspiración se ven claramente en ella; y la resurrección y la existencia eterna! Los vientos pueden desnudar los árboles, los hombres pueden derribar los tronos, el fuego de la tierra puede descabezar montañas, pero se siente, sin estímulo violento y enfermizo de la fantasía, que esa mirada, por natural poder, continuará encendida.

Todo se postra ante esos ojos que concentran cuanto cabe de amor, anunciación, claridad, altivez, en el espíritu. Él está al pie de las cuatro gradas que llevan al ábside de Pilatos; y Pilatos parece postrado ante él. Blanca es la túnica de Pilatos, como la suya, pero de la suya brota, sin ardid visible del pincel, una luz que no brota de la del juez cobarde.

A su lado se revuelve la cólera, se atreve la insolencia, se discute la ley, se pide a gritos la muerte; pero aquellos ojos curiosos o atrevidos, aquellos rostros frenéticos y descompuestos, aquellas bocas que hablan y que gritan, aquellos brazos iracundos y levantados, en vez de desviar la fuerza y la luz de su figura fulgurosa, se concentran en ella y la realzan por el contraste de su energía sublime con las bajas pasiones que lo cercan.[…]

La escena es en el pretorio, de austera y vasta arquitectura. Por la entrada del fondo que acaba de dar paso a la multitud, se ve un rincón de cielo delicioso que brilla como las alas de las mariposas azules de Muzo.

El gentío alborotado se aprieta a la izquierda del lienzo sobre la figura de Jesús. Ni en el centro quiso ponerla el pintor, para tener esa dificultad más que vencer. Un magnífico soldado echa atrás con su pica a un gañán que vocifera con los brazos en alto: ¡figura soberana! ¡todos los pueblos tienen ese hombre bestial, lampiño, boca grande, nariz chata, mucho pómulo, ojo chico y viscoso, frente baja!: rebosa en la figura ese odio insano de las naturalezas viles hacia las almas que las deslumbran y avergüenzan con su claridad; y sin esfuerzo alguno artificioso, ni violencia en el contraste, resaltan en el cuadro en su doble oposición moral y física: el hombre acrisolado que ama y muere, y el bestial que odia y mata.

A la derecha del lienzo está el romano Pilatos, en su toga blanca ribeteada del rojo de los patricios; se adivina la lana en lo blando de los pliegues: pasma el relieve de Pilatos, que parece vivo en el nicho del ábside: en los ojos se le ve el trastorno de sus pensamientos, el miedo a la muchedumbre, el respeto al acusado, la vacilación que le hace ir levantando una mano de la rodilla, como preguntándose qué ha de hacer con Jesús.

Comparable a la mejor creación artística es el fanático Caifás, que con el rostro vuelto hacia el pretor le señala en un gesto imperante el gentío que reclama la muerte; aquella cabeza de la barba blanca increpa y apremia: de aquellos labios están saliendo las palabras, ardientes y duras.

Dos doctores sentados a la izquierda del ábside miran a Jesús como si no acabasen de entenderlo.

Al lado de Caifás clava un viejo los ojos en Pilatos, que tiene baja la cabeza. Un rico saduceo, de turbante y barba cana, mira a Jesús de lleno, rico el traje, arrellanado en el banco, en arco el brazo derecho, el izquierdo sobre el muslo: ¡es ese rico odioso de todos los tiempos!: la fortuna le ha henchido de orgullo brutal: la humanidad le parece su escabel: se adora en su bolsa y en su plenitud. Entre él y Caifás discuten el caso jurídico los sacerdotes, éste con ojos torvos, aquél con frialdad de leguleyo; otro, reclinado en la pared, de pie sobre el banco, mira en calma la revuelta escena. Detrás del saduceo, junto mismo a Jesús, otro gañán, de realidad que maravilla, se inclina sobre la baranda en postura violenta para ver de frente el rostro al preso; por encima de la cabeza del gañán, junto al pilar del arco que divide la escena sabiamente, una madre joven, con su niño en brazos, tiene puestos en Jesús sus ojos piadosos, que como toda su figura recuerdan las madonas italianas; allá al fondo, para quebrar la línea de cabezas, se alza entre ellas un beduino barbudo que tiende el brazo brutal hacia Jesús.[…]

Imposible es ver este lienzo gigantesco sin que salte la mente, fatigada de tanto arte menor, de tanto arte retacero y sofístico, la memoria de aquella época de ideales fijos en que los pintores vestían las iglesias y los palacios de composiciones grandiosas.

Aquella luz del Cristo avasalladora, que atrae a él los ojos como el termino inevitable de las excursiones por el lienzo: aquel arco robusto y espacioso que en vez de robar efecto al Cristo lo realza y completa: aquella fuerza, novedad y viveza de los grupos: aquella ciencia para destacar sin falsedad del fondo sombrío, los colores riquísimos, calientes y pastosos, como los de la vieja escuela de Venecia: aquella concepción armónica y segura, en que ninguno de los tipos secundarios ha perdido su relieve y poder al subyugarse al tipo central y superior: aquella elocuencia de los rostros que están contando la pasión que los enciende: aquel brío magistral en los detalles, y desdén de ardides, oposiciones y contraluces: aquella gracia, verdad y movimiento, y el punto aquel de cielo que a lo lejos las inflama y corona, enseñan que el pobre «Miska» de la aldea de Munkacsy que hoy vive en París como un rey de pintores, era uno de aquellos magníficos espíritus, raros en esta edad de apremio y crisis, que pueden pecho a pecho abrazarse a una idea humana, descomponerla en sus elementos y reproducirla con la intensidad y energía que requieren las obras dignas del aplauso de los siglos.

No en vano ha paseado el cuadro en triunfo por Europa entera. No en vano dio París al admirable Valtner la medalla de honor por la radiante aguafuerte del «Cristo ante Pilatos». No en vano, en este siglo, cuya grandeza caótica y preparatoria no ha podido condensarse en símbolos, apasiona este cuadro de Munkacsy a los críticos y a las muchedumbres, aunque alguna de sus figuras resulte violenta, aunque cierta parte de él parezca añadida como segundo pensamiento, por efecto de decoración, a la idea principal, aunque ya esté perdida la fe en la religión que conmemora.

Nunca acude en vano el genio verdadero a la admiración de los hombres, necesitados a pesar suyo de grandeza. ¿Pero serán sólo esa facultad de componer grandiosamente, esa fuerza y fulgor de colorido, esa armoniosa gracia de los grupos, esa pujanza de la obra entera, lo que en este tiempo de creencias rebeldes y temas novísimos asegure tamaña popularidad a ese asunto familiar de una religión vencida?

Algo más hay en ese cuadro que el placer que produce una composición armónica y la simpatía a que mueve el que emprende con ímpetu y corona con esplendor una obra osada. Es el hombre en el cuadro lo que entusiasma y ata el juicio. Es el triunfo y resurrección de Cristo, pero en la vida y por su fuerza humana. Es la visión de nuestra fuerza propia, en la arrogancia y claridad de la virtud. Es la victoria de la nueva idea, que sabe que de su luz puede sacarse el alma, sin comercio extravagante y sobrenatural con la creación, ese amor sediento y desdén de sí que llevaron al Nazareno a su martirio. Es el Jesús sin halo, el hombre que se doma, el Cristo vivo, el Cristo humano, racional y fiero.

Es la bravura con que el húngaro Munkacsy, presintiendo en su intuición artística lo que el estudio corrobora, entendió y realizó, que siempre fueron unas las pasiones y sus móviles, y desembarazándose de leyendas y figuras canijas, estudió en su propia alma el misterio de la divinidad de nuestra naturaleza, con el pincel y el espíritu libre, escribió que ¡lo divino está en lo humano! Pero el cariño por el dulce error es tan potente, y tan segura está el alma de un tipo más bello fuera de esta vida, que el Cristo nuevo no parece enteramente hermoso.

 

La Nación, 28 de enero de 1887.

EL POEMA DEL NIÁGARA

¡Pasajero, detente! ¡Éste que traigo de la mano no es zurcidor de rimas, ni repetidor de viejos maestros, que lo son porque a nadie repitieron, ni decidor de amores, como aquellos que trocaron en mágicas cítaras el seno tenebroso de las traidoras góndolas de Italia, ni gemidor de oficio, como tantos que fuerzan a los hombres honrados a esconder sus pesares como culpas, y sus sagrados lamentos como pueriles futilezas! Éste que viene conmigo es grande, aunque no lo sea de España, y viene cubierto: es Juan Antonio Pérez Bonalde, que ha escrito el Poema del Niágara. Y si me preguntas más de él, curioso pasajero, te diré que se midió con un gigante y no salió herido, sino con la lira bien puesta sobre el hombro, porque éste es de los lidiadores buenos, que lidian con la lira, y con algo como aureola de triunfador sobre la frente. Y no preguntes más, que ya es prueba sobrada de grandeza atreverse a medirse con gigantes; pues el mérito no está en el éxito del acometimiento, aunque éste volvió bien de la lid, sino en el valor de acometer.

¡Ruines tiempos, en que no priva más arte que el de llenar bien los graneros de la casa, y sentarse en silla de oro, y vivir todo dorado; sin ver que la naturaleza humana no ha de cambiar de como es, y con sacar el oro afuera, no se hace sino quedarse sin oro alguno adentro! ¡Ruines tiempos, en que son mérito eximio y desusado el amor y el ejercicio de la grandeza! ¡Son los hombres ahora como ciertas damiselas, que se prendan de las virtudes cuando las ven encomiadas por los demás, o sublimadas en sonante prosa o en alados versos, mas luego que se han abrazado a la virtud, que tiene forma de cruz, la echan de sí con espanto, como si fuera mortaja roedora que les comiera las rosas de las mejillas, y el gozo de los besos, y ese collar de mariposas de colores que gustan de ceñirse al cuello las mujeres! ¡Ruines tiempos, en que los sacerdotes no merecen ya la alabanza ni la veneración de los poetas, ni los poetas han comenzado todavía a ser sacerdotes![…]

Y hay ahora como un desmembramiento de la mente humana. Otros fueron los tiempos de las vallas alzadas; éste es el tiempo de las vallas rotas. Ahora los hombres empiezan a andar sin tropiezos por toda la tierra; antes, apenas echaban a andar, daban en muro de solar de señor o en bastión de convento. Se ama a un Dios que lo penetra y lo pervade todo. Parece profanación dar al Creador de todos los seres y de todo lo que ha de ser, la forma de uno solo de los seres. Como en lo humano todo el progreso consiste acaso en volver al punto de que se partió, se está volviendo al Cristo, al Cristo crucificado, perdonador, cautivador, al de los pies desnudos y los brazos abiertos, no un Cristo nefando y satánico, malevolente, odiador, enconado, fustigante, ajusticiador, impío. Y estos nuevos amores no se incuban, como antes, lentamente en celdas silenciosas en que la soledad adorable y sublime empollaba ideas gigantescas y radiosas; ni se llevan ahora las ideas luengos días y años luengos en la mente, fructificando y nutriéndose, acrecentándose con las impresiones y juicios análogos, que volaban a agruparse a la idea madre, como los abanderados en tiempo de guerra al montecillo en que se alza la bandera; ni de esta prolongada preñez mental nacen ahora aquellos hijos ciclópeos y desmesurados, dejo natural de una época de callamiento y de repliegue, en que las ideas habían de convertirse en sonajas de bufón de rey, o en badajo de campana de iglesia, o en manjar de patíbulo; y en que era forma única de la expresión del juicio humano el chismeo donairoso en una mala plaza de las comedias en amor trabadas entre las cazoletas de la espada y vuelos del guardainfante de los cortejadores y hermosas de la villa. Ahora los árboles de la selva no tienen más hojas que lenguas las ciudades; las ideas se maduran en la plaza en que se enseñan, y andando de mano en mano, y de pie en pie. El hablar no es pecado, sino gala; el oír no es herejía, sino gusto y hábito, y moda. Se tiene el oído puesto a todo; los pensamientos, no bien germinan, ya están cargados de flores y de frutos, y saltando en el papel, y entrándose, como polvillo sutil, por todas las mentes: los ferrocarriles echan abajo la selva; los diarios la selva humana. Penetra el sol por las hendiduras de los árboles viejos. Todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, esparcimiento. El periódico desflora las ideas grandiosas. Las ideas no hacen familia en la mente, como antes, ni casa, ni larga vida. Nacen a caballo, montadas en relámpago, con alas. No crecen en una mente sola, sino por el comercio de todas. No tardan en beneficiar, después de salida trabajosa, a número escaso de lectores; sino que, apenas nacidas, benefician. Las estrujan, las ponen en alto, se las ciñen como corona, las clavan en picota, las erigen en ídolo, las vuelcan, las mantean. Las ideas de baja ley, aunque hayan comenzado por brillar como de ley buena, no soportan el tráfico, el vapuleo, la marejada, el duro tratamiento. Las ideas de ley buena surgen a la postre, magulladas, pero con virtud de cura espontánea, y compactas y enteras. Con un problema nos levantamos; nos acostamos ya con otro problema. Las imágenes se devoran en la mente. No alcanza el tiempo para dar forma a lo que se piensa. Se pierden unas en otras las ideas en el mar mental, como cuando una piedra hiere el agua azul, se pierden unos en otros los círculos del agua. Antes las ideas se erguían en silencio en la mente como recias torres, por lo que, cuando surgían, se las veía de lejos: hoy se salen en tropel de los labios, como semillas de oro, que caen en suelo hirviente; se quiebran, se ratifican, se evaporan, se malogran¡oh hermoso sacrificio!para el que las crea: se deshacen en chispas encendidas; se desmigajan. De aquí pequeñas obras fúlgidas, de aquí la ausencia de aquellas grandes obras culminantes, sostenidas, majestuosas, concentradas.[…]

¡El Poema del Niágara! Lo que el Niágara cuenta; las voces del torrente; los gemidos del alma humana; la majestad del alma universal; el diálogo titánico entre el hombre impaciente y la naturaleza desdeñosa; el clamor desesperado de hijo de gran padre desconocido, que pide a su madre muda el secreto de su nacimiento; el grito de todos en un solo pecho; el tumulto del pecho que responde al bravío de las ondas; el calor divino que enardece y encala la frente del hombre a la faz de lo grandioso; la compenetración profética y suavísima del hombre rebelde e ignorador y la naturaleza fatal y reveladora, el tierno desposorio con lo eterno y el vertimiento deleitoso en la creación del que vuelve a sí el hombre ebrio de fuerza y júbilo, fuerte como un monarca amado, ungido rey de la naturaleza.

¡El Poema del Niágara! El halo de espíritu que sobrerrodea el halo de agua de colores; la batalla de su seno, menos fragosa que la humana; el oleaje simultáneo de todo lo vivo, que va a parar, empujado por lo que no se ve, encabritándose y revolviéndose, allá en lo que no se sabe; la ley de la existencia, lógica en fuerza de ser incomprensible, que devasta sin acuerdo aparente mártires y villanos, y sorbe de un hálito, como ogro famélico, un haz de evangelistas, en tanto que deja vivos en la tierra, como alimañas de boca roja que le divierten, haces de criminales; la vía aparejada en que estallan, chocan, se rebelan, saltan al cielo y dan en hondo hombres y cataratas estruendosas; el vocerío y combate angélico del hombre arrebatado por la ley arrolladora, que al par que cede y muere, blasfema, agítase como titán que se sacude mundos y ruge; la voz ronca de la cascada que ley igual empuja, y al dar en mar o en antro, se encrespa y gime; y luego de todo, las lágrimas que lo envuelven ahora todo, y el quejido desgarrador del alma sola: he ahí el poema imponente que ese hombre de su tiempo vio en el Niágara.

Toda esa historia que va escrita es la de este poema. Como este poema es obra representativa, hablar de él es hablar de la época que representa. Los buenos eslabones dan chispas altas. Menguada cosa es lo relativo que no despierta el pensamiento de lo absoluto. Todo ha de hacerse de manera que lleve la mente a lo general y a lo grande. La filosofía no es más que el secreto de la relación de las varias formas de existencia. Mueven el alma de este poeta los afanes, las soledades, las amarguras, la aspiración del genio cantor. Se presenta armado de todas armas en un circo en donde no ve combatientes, ni estrados animados de público tremendo, ni ve premio. Corre, cargado de todas las armas que le pesan, en busca de batalladores. ¡Halla un monte de agua que le sale al paso; y, como lleva el pecho lleno de combate, reta al monte de agua![…]

No han de ser los versos como la rosa centifolia, toda llena de hojas, sino como el jazmín del Malabar, muy cargado de esencias. La hoja debe ser nítida, perfumada, sólida, tersa. Cada vasillo suyo ha de ser un vaso de aromas. El verso, por dondequiera que se quiebre, ha de dar luz y perfume. Han de podarse de la lengua poética, como del árbol, todos los retoños entecos, o amarillentos, o mal nacidos, y no dejar más que los sanos y robustos, con lo que, con menos hojas, se alza con más gallardía la rama, y pasea en ella con más libertad la brisa y nace mejor el fruto. Pulir es bueno, mas dentro de la mente y antes de sacar el verso al labio. El verso hierve en la mente, como en la cuba el mosto. Mas ni el vino mejora, luego de hecho, por añadirle alcoholes y taninos; ni se aquilata el verso, luego de nacido, por engalanarlo con aditamentos y aderezos. Ha de ser hecho de una pieza y de una sola inspiración, porque no es obra de artesano que trabaja a cordel, sino de hombre en cuyo seno anidan cóndores, que ha de aprovechar el aleteo del cóndor. Y así brotó de Bonalde este poema, y es una de sus fuerzas: fue hecho de una pieza.

¡Oh! ¡Esa tarea de recorte, esa mutilación de nuestros hijos, ese trueque de plectro del poeta por el bisturí del disector! Así quedan los versos pulidos: deformes y muertos. Como cada palabra ha de ir cargada de su propio espíritu y llevar caudal suyo al verso, mermar palabras es mermar espíritu, y cambiarlas es rehervir el mosto, que, como el café, no ha de ser rehervido. Se queja el alma del verso, como maltratada, de estos golpes de cincel. Y no parece cuadro de Vinci, sino mosaico de Pompeya. Caballo de paseo no gana batallas. No está en el divorcio el remedio de los males del matrimonio, sino en escoger bien la dama y en no cegar a destiempo en cuanto a las causas reales de la unión. Ni en el pulimento está la bondad del verso, sino en que nazca ya alado y sonante. No se dé por hecho el verso en espera de acabarle luego, cuando aún no esté acabado; que luego se le rematará en apariencia, mas no verdaderamente ni con ese encanto de cosa virgen que tiene el verso que no ha sido sajado ni trastrojado. Porque el trigo es más fuerte que el verso, y se quiebra y amala cuando lo cambian muchas veces de troje. Cuando el verso quede por hecho ha de estar armado de todas armas, con coraza dura y sonante, y de penacho blanco rematado el buen casco de acero reluciente.[…]

Y aquí viene bien que yo conforte el alma, algún momento abatida y azorada de este gallardísimo poeta; que yo le asegure lo que él anhela saber: que vacíe en él la ciencia que en mí han puesto la mirada primera de los niños, colérica como quien entra en casa mezquina viniendo de palacio, y la última mirada de los moribundos, que es una cita, y no una despedida. Bonalde mismo no niega, sino que inquiere. No tiene fe absoluta en la vida próxima; pero no tiene duda absoluta. Cuando se pregunta desesperado qué ha de ser de él, queda tranquilo, como si hubiera oído lo que no dice. Saca fe en lo eterno de los coloquios en que bravamente lo interroga. En vano teme él morir cuando ponga al fin la cabeza en la almohada de tierra. En vano el eco que juega con las palabrasporque la naturaleza parece, como el Creador mismo, celosa de sus mejores criaturas, y gusta de ofuscarles el juicio que les diole responde que nada sobrevive a la hora que nos parece la postrera. El eco en el alma dice cosa más honda que el eco del torrente. Ni hay torrente como nuestra alma. ¡No! ¡La vida humana no es toda la vida! La tumba es vía y no término. La mente no podría concebir lo que no fuera capaz de realizar; la existencia no puede ser juguete abominable de un loco maligno. Sale el hombre de la vida, como tela plegada, ganosa de lucir sus colores, en busca de marco; como nave gallarda, ansiosa de andar mundos, que al fin se da a los mares. La muerte es júbilo, reanudamiento, tarea nueva. La vida humana sería una invención repugnante y bárbara, si estuviera limitada a la vida en la tierra. Pues ¿qué es nuestro cerebro, sementera de proezas, sino anuncio del país cierto en que han de rematarse? Nace el árbol en la tierra, y halla atmósfera en que extender sus ramas; y el agua en la honda madre, y tiene cauce en donde echar sus fuentes; y nacerán las ideas de justicia en la mente, las jubilosas ansias de no cumplidos sacrificios, el acabado programa de hazañas espirituales, los deleites que acompañan a la imaginación de una vida pura y honesta, imposible de logro en la tierra. ¿Y no tendrá espacio en que tender al aire su ramaje esta arboleda de oro? ¿Qué es más el hombre al morir, por mucho que haya trabajado en vida, que gigante que ha vivido condenado a tejer cestos de monje y fabricar nidillos de jilguero? ¿Qué ha de ser del espíritu tierno y rebosante que, falto de empleo fructífero, se refugia en sí mismo, y sale íntegro y no empleado de la tierra? Este poeta venturoso no ha entrado aún en los senos amargos de la vida. No ha sufrido bastante. Del sufrimiento, como el halo de la luz, brota la fe en la existencia venidera. Ha vivido con la mente, que ofusca; y con el amor, que a veces desengaña; fáltale aún vivir con el dolor que conforta, acrisola y esclarece. Pues ¿qué es el poeta, sino alimento vivo de la llama con que alumbra? ¡Echa su cuerpo a la hoguera, y el humo llega al cielo, y la claridad del incendio maravilloso se esparce, como un suave calor, por toda la tierra!

Bien hayas, poeta sincero y honrado, que te alimentas de ti mismo. ¡He aquí una lira que vibra! ¡He aquí un poeta que se palpa el corazón, que lucha con la mano vuelta al cielo, y pone a los aires vivos la arrogante frente! ¡He aquí un hombre, maravilla de arte sumo, y fruto raro en esta tierra de hombres! He aquí un vigoroso braceador que pone el pie seguro, la mente avarienta, y los ojos ansiosos y serenos en ese haz de despojos de templos, y muros apuntalados, y cadáveres dorados, y alas hechas de cadenas, de que, con afán siniestro, se aprovechan hoy tantos arteros batalladores para rehacer prisiones al hombre moderno! Él no persigue a la poesía, breve espuma de mar hondo, que sólo sale a flote cuando hay ya mar hondo, y voluble coqueta que no cuida de sus cortejadores, ni dispensa a los importunos sus caprichos. Él aguardó la hora alta, en que el cuerpo se agiganta y los ojos se inundan de llanto, y de embriaguez el pecho, y se hincha la vela de la vida, como lona de barco, a vientos desconocidos, y se anda naturalmente a paso de monte. El aire de la tempestad es suyo, y ve en él luces, y abismos bordados de fuego que se entreabren, y místicas promesas. En este poema, abrió su seno atormentado al aire puro, los brazos trémulos al oráculo piadoso, la frente enardecida a las caricias aquietadoras de la sagrada naturaleza. Fue libre, ingenuo, humilde, preguntador, señor de sí, caballero del espíritu. ¿Quiénes son los soberbios que se arrogan el derecho de enfrenar cosa que nace libre, de sofocar la llama que enciende la naturaleza, de privar del ejercicio natural de sus facultades a criatura tan augusta como el ser humano? ¿Quiénes son esos búhos que vigilan la cuna de los recién nacidos y beben en su lámpara de oro el aceite de la vida? ¿Quiénes son esos alcaides de la mente, que tienen en prisión de dobles rejas al alma, esta gallarda castellana? ¿Habrá blasfemo mayor que el que, so pretexto de entender a Dios, se arroja a corregir la obra divina? ¡Oh Libertad! ¡no manches nunca tu túnica blanca, para que no tenga miedo de ti el recién nacido! ¡Bien hayas tú, Poeta del Torrente, que osas ser libre en una época de esclavos pretenciosos, porque de tal modo están acostumbrados los hombres a la servidumbre, que cuando han dejado de ser esclavos de la reyecía, comienzan ahora, con más indecoroso humillamiento, a ser esclavos de la Libertad! ¡Bien hayas, cantor ilustre, y ve que sé qué vale esta palabra que te digo! ¡Bien hayas tú, señor de espada de fuego, jinete de caballo de alas, rapsoda de lira de roble, hombre que abres tu seno a la naturaleza! Cultiva lo magno, puesto que trajiste a la tierra todos los aprestos del cultivo. Deja a los pequeños otras pequeñeces. Muévante siempre estos solemnes vientos. Pon de lado las huecas rimas de uso, ensartadas de perlas y matizadas con flores de artificio, que suelen ser más juego de la mano y divertimiento del ocioso ingenio que llamarada del alma y hazaña digna de los magnates de la mente. Junta en haz alto, y echa al fuego, pesares de contagio, tibiedades latinas, rimas reflejas, dudas ajenas, males de libros, fe prescrita, y caliéntate a la llama saludable del frío de estos tiempos dolorosos en que, despierta ya en la mente la criatura adormecida, están todos los hombres de pie sobre la tierra, apretados los labios, desnudo el pecho bravo y vuelto el puño al cielo, demandando a la vida su secreto.

MARIANO FORTUNY

La vida de Fortuny es tan fascinante como una novela y tan cálida como la luz del sol. Fue su vida noble y grata, sin sombra de bajeza. Fortuny era uno de esos seres que son dichosos en el esfuerzo sostenido de la inteligencia y en el uso discreto de los impulsos del corazón. A la felicidad se llega a través del trabajo y de la prudencia, que merecen, como este pintor, la superior recompensa del morir feliz.[…]

Este niño genial era valiente, laborioso y modesto. No tenía gran abolengo: de la mañana a la noche sus antepasados tuvieron que trabajar como obreros en los teatros de provincia. Sufrió las penas que hacen viejo a un niño: quedó huérfano, supo de la pobrezaútil amistady su pobre abuelo nada pudo hacer por él; pero Fortuny dibujaba con tanto fervor y con tal acierto que lo enviaron a la Academia. Allí trabajó incansable: nadie hablaba menos ni se aplicaba más que él. Su maravillosa disposición lo asimilaba todo: al verle mirar ansioso las nubes sobre la tierra o los huecos en los zapatos de los pobres obreros de Cataluña, daba la impresión de que estaba absorbiendo toda la naturaleza; y así era en verdad: cuando quiso reproducirla sólo tuvo que sacarla de sí. Como las aves, los poetas y los pintores hacen nidos con la paja que encuentran en su camino; para ellos ver es conocer. Un hombre nace cuando, después de examinar al prójimo, empieza a vivir por sí mismo. Desgraciadamente Fortuny murió cuando se abría esa vida nueva impaciente e inmensa. Su talento, tan humilde como poderoso, se había vuelto intranquilo. El arte en sus manos honradas se preparó con ardor para la lucha del siglo, para derrotar las sombras que impiden el progreso, y para hacer surgir, como rosas sobre una tumba, el arte nuevo y fragante. Murió de una enfermedad común que pudo fácilmente destruir su cuerpo agobiado ya por el peso del alma. Su muerte produjo enorme tristeza. La gente sintió, aunque no lo supiera, que había muerto el poeta de la verdad y el pintor del siglo.

Cuando preparaba su viaje a Roma fue llamado al ejército. Estaba desesperado. A sus ojos el cielo ya no era aquel juguete cuyos encantos sabía bajar hasta él. Todos sus brillantes sueños iban a convertirse en miserias, tan reales que las huellas de esa pena quedarían ya para siempre impresas en su triste sonrisa, en todas sus alegrías, hasta en el juego alborozado de sus hijos, en aquella sonrisa que le dulcificaba el rostro. La buena familia Bufarull pagó el rescate; Fortuny hizo su equipaje y fue a ver lo que nadie debe dejar de ver antes de morir: La Transfiguración de Rafael y el Juicio Final de Miguel Ángel. Llevó consigo a su compañero Almet. Podemos imaginar al joven pintor español en este tiempo, con la melena leonina, el cabello de rizos lujosos, la valiente y desafiante nariz, sus gruesos labios y sus rápidos, intranquilos y ávidos ojos, ancha la frente, y su cuello desnudo y generoso rodeado de una esclavina muy baja y corbata amplia. A Roma llevaba, para Overbeck, una carta que nunca entregó. Su impaciente vehemencia era la del joven que, perdido entre las ruinas de los que le precedieron, con disgusto se recrimina a sí mismo porque no encuentra pronto la salida. Apenas llegado a Roma las más contrarias inspiraciones le estorbaron el sueño. Libre siguió, sin embargo, su pincel. Pintó La muerte del dragón por San Jorge, San Pablo predicando a los atenienses, al pobre devoto San Mariano, con su capa color vino, orando en el desierto; un sacrificio a Baco y ninfas bailando alrededor de una estatua en gruta musgosa. En todas partes, en las galerías públicas y privadas, estudió las líneas más nobles del arte humano. Copió las arrogantes y admirables cabezas de mujeres del barrio pobre de la ciudad eterna. El sueño le arrebataba de las manos el pincel; el sol se lo devolvía. Vio lavar a una mujer y la convirtió en cuadro; una pesada carroza cruzaba por su lado y la convertía en dibujo. A todos sus visitantes les regalaba algo: para uno el borrador de un campesino, para otro un aristócrata de Roma, y para un tercero una pared en ruinas. Un día comió con Agrassot, Vallés y Cucianello, y demoraron servir los macarrones. Su pincel salvó la cena: vio dos ancianas decrépitas discutiendo; id a su álbum para encontrar estas hechiceras airadas que fueron la inspiración de su maravilloso boceto Las Brujas.[…]

Sus maestros favoritos fueron Velázquez, el pintor de hombres en el tiempo en que otros artistas pintaban santos; Ribera, el pintor rencoroso que hizo de Nápoles un campamento y de sus discípulos soldados para defender su escuela, que embadurnó el cuadro de un rival con óxidos corrosivos y fue acusado de asesinar a otro, pero capaz de dibujar sus mártires y sus monjes con fiero vigor extraído de la realidad; y Goya, el mariscal del aguafuerte, que se propuso eliminar la guerra presentándola horrible, y mató, a principios de este siglo, el arte marchito en España.

En Madrid, al estudiar los maestros, Fortuny se hizo siervo de la esclavitud que honra y hace feliz: se hizo esclavo de una mujer cariñosa y honrada. Amó la mujer que debió amar: hija, sobrina y hermana de pintores. El amor le dio su inmenso poder. Volvió a Roma y trabajó febrilmente. Su labor infatigable le daba derecho a la felicidad. A su regreso a España se casó con la novia escogida. Uno de sus hermanos es director de la Academia de San Fernando, donde se conservan los grandes cuadros de Goya; su tío lo fue del Museo de Madrid, y sus hermanos Ricardo y Raimundo Madrazo eran pintores: el primero, de encantadoras mujeres y jardines soleados; el otro llegó a serlo después de escultor.

Casado volvió Fortuny a Roma. Vivió en la Plaza del Monte de Oro, entre el Tíber y el Trastévere, donde la gente todavía conserva el hermoso perfil romano. Se rodeó de tesoros: amigos principalmente. Su estudio era un salón de recibo. Le fatigaba la inactividad: mientras conversaba seguía pintando. De las paredes de su estudio colgaban tapices de Esmirna y cortinajes de iglesia bordados en oro; y en gracioso desorden andaban dispersos tesoros artísticos. El aroma de flores frescas perfumaba el lugar: siempre las necesitaba. A las cuatro de la tarde abría las puertas de su casa. El amado Simonetti, a quien enseñó con tanta devoción y paciencia, y su viejo amigo Moragas, que igualmente trabajó junto al Maestro, le venían a visitar. A su derecha la esposa también pintaba. Henri Regnault llegaba con Clairin: tenía un aire meditabundo, como si pensara en su Salomé. Luego llegaba la Princesa Colonna, discípula de Fortuny en acuarela, de Regnault en óleo, y de Clésinger en escultura. Más tarde Ricardo Madrazo, la Princesa Sill, d’Epernay, y otros buenos amigos de juventud, ruidosos clientes del Café Greco. Entre estos, los inteligentes españoles, Gisbert, pintor del Desembarco de los peregrinos, Dióscoro Puebla, de Las hijas del Cid, Valles, de Juana, la reina que enloqueció de amor; Casado, que trabaja en un gran cuadro; y Rosales, el famoso pintor de la agonía de Isabel la Católica. Todos estaban allí. El Maestro era amable, siempre sonreía. Estudiaban los tesoros del salón y se discutían temas de arte. Hablaban con hermosura de todo lo bello. El Maestro no seguía el ejemplo de Miguel Ángel, que guardaba las llaves de su estudio; como Rafael, trabajaba acompañado de sus amigos. Era una asamblea de nobles. Un egoísta no hubiera tenido allí buena acogida. Los que entraban tristes salían alegres.[…]

Llegó el verano. Era un verano de laureles, naranjales y fragantes limoneros. Fortuny se estableció en Villa Arata, cerca de Nápoles. Meditaba mientras oía la música de un mar resplandeciente que arrojaba sobre la playa la espuma de sus olas, y se propuso un empeño para el que se sabía capaz. Su colorido consistía en el uso audaz de todo color: llenaba los espacios con un aire denso que retenía el sol; la luz era la que nadie pudo poner sobre el lienzo: el vaho de la luz. Tenía la gracia de lo variado, la riqueza de lo ornamental, la ciencia del movimiento. Nunca violentó su poder expresivo. Cuando hay mucho que hacer hay que cuidarse de no hacer mucho. Iba a pintar viva la naturaleza eterna, pero sin las cadenas de escuela, aunque él había creado una al cambiar de estilo con sus temas, le repugnaba todo servilismo. Deseosa de rendir su víctima, la muerte insinuó su proximidad para que Fortuny tuviera tiempo de dejar, en su última obra, las huellas de sus sueños excelsos y de la armonía interior de su alma. Por suerte, sin embargo, el cuadro nunca se terminó. En su forma actual nos deja ver una ejecución tan poderosa que toda la obra ya estaba creada desde el primer trazo y el primer color. Ahora no pueden decir que ignoran su secreto los pintores admirados. Su genio es fácil de comprender ante un cuadro tan equilibrado, tan armonioso, brillante sin deslumbrar, cotidiano sin ser común, atrevido sin extravagancia, expresivo sin estar acabado, y que es, sin embargo, la más consumada de sus creaciones. Está aquí, en la galería Stewart, al lado de El encantador de serpientes, y es una de las más ricas páginas que el genio europeo ha enviado a América.[…]

Esta obra inconclusa, La playa de Pórtici, es admirable por su claridad y muestra un conocimiento profundo de la perspectiva Tiene un significado íntimo que falta en casi todos los otros cuadros de Fortuny. Representa su hogar tranquilo entre flores iluminadas por el sol. Su esposa está cosiendo; otra mujer ha tirado la sombrilla sobre las flores blancas y mira contra la luz mientras se protege con la mano del resplandor: es un movimiento natural y una manera feliz de romper las lineas alargadas de la figura. En la esquina unos niños recogen violetas, amapolas y flores amarillas de calabacera. Con el mismo color da relieve a un niño, a una mujer y a una rosa. Para las cosas vivas tiene una gama de colores, y para lo inanimado otra distinta que no es sombría. Al ver las partes no terminadas de este cuadro uno imagina al pintor cabalgado en las nubes para estudiar el nacimiento y la acción de la luz. Hay una larga muralla blanca a la izquierda; en este tema tan simple ha empleado todas sus facultades: la línea recta se interrumpe, la dureza se suaviza y se disminuye la monotonía. Como la muralla es extensa, está entrecortada con estribos, y como todavía resulta muy larga vuelve a interrumpirla con una puerta roja: así remata plácidamente en aquella entrada por la que vemos el costado de una casa, el extremo de un arco, una calle lejana, y, desvanecida en la distancia, bajo el cielo que todo lo cubre, una aldea. Todavía lastima su sensibilidad artística la línea recta del muro, y junto a él siembra un arbusto graneado de rosas y un árbol que estira sus ramas. En el borde del lienzo, donde la muralla asume inmensas proporciones, le molesta un fragmento de cielo gris, y reduce su efecto con un cuerpo aislado de musgos. La entrada que lleva a la ciudad es tan grande como los dos dedos de un niño o como los tallos de calabaza a los pies de la mujer sentada; sin embargo, todo parece real. A un lado espera el coche de la gira con su caballo inquieto y un cochero más paciente; y este grupo es más pequeño que uno de los niños en el centro del lienzo; sin embargo, la proporción es correcta. La mujer cosiendo tiene casi la misma dimensión que los rebaños del fondo, donde se juntan el mar y la muralla. Con los dedos se puede medir la inclinación del terreno y los pasos que separan las calabaceras de los rebaños. Las delicadas figuras de los bañistas en la playa son de igual tamaño que las cabezas de las mujeres centrales. La base del cuadro es una tormenta de colores, pero una tormenta que duerme. Un cielo de Fortuny, verde en el horizonte, se levanta sobre la superficie, sobre los escollos de flores y sobre el límpido mar azul. Es como si todo lo cercano a la tierra debiera de estar protegido; y ser inmaculado, sereno y soberano en la altura.

Fortuny murió en Roma durante un traicionero otoño. Trabajaba imprudente al aire libre después de las lluvias, y vivía en un barrio rico pero malsano. Se dijo que había muerto en un duelo; y hasta cierto punto era verdad: fue un desafío con el trabajo. Su asesino fue la gastritis que se convirtió en fiebre tifoidea, los pequeños venenos que matan a los grandes hombres. Los hombres deberían vivir en un mundo en el cual el instrumento de la muerte fuera digno de los que mueren. No es así este mundo.

De esta suerte vivió y murió el más sincero, el más original, el más humano de los pintores modernos, y uno de los más excelsos y elegantes de todos los tiempos. De la naturaleza sonriente y clara es el pintor del siglo. Si no fuera por su cuadro incompleto y sublime, La Playa de Pórtici, sólo se le hubiera conocido como el pintor del aire y de la luz.

 

The Sun, 27 de marzo de 1881.

EL POETA WALT WHITMAN

«Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, las cejas como un bosque, la mano en un cayado». Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de setenta años a quien los críticos profundos, que siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina comparable, por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso está prohibido.

¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos de los otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como placeras, por diferencias de mero accidente; como el budín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo; las escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogullan a los hombres, como al lacayo la librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro; de modo que, cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente, del hombre que camina, que ama, que pelea, que rema, del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia y se resisten a reconocer en esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.[…]

Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi esta al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el retrato de Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en

Inglaterra, ternísimos mensajes al «gran viejo»; Robert Buchanan, el inglés de palabra briosa, «¿qué habéis de saber de letras», grita a los norteamericanos, «si estáis dejando correr, sin los honores eminentes que le corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?»

«La verdad es que su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalecencia. Él se crea su gramática y su lógica. Él lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja». «¡Ése que limpia suciedades de vuestra casa, ése es mi hermano!» Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.

El no vive en Nueva York, su «Manhattan querida», su «Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies», a donde se asoma cuando quiere entonar «el canto de lo que ve a la Libertad»; vive, cuidado por «amantes amigos», pues sus libros y conferencias apenas le producen para comprar pan, en una casita arrinconada en un ameno recodo del campo, de donde en su carruaje de anciano le llevan los caballos que ama a ver a los «jóvenes forzudos» en sus diversiones viriles, a los «camaradas» que no temen codearse con este iconoclasta que quiere establecer «la institución de la camaradería», a ver los campos que crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las parejas de novios, alegres y vivaces como las codornices. El lo dice en sus Calamus, el libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: «Ni orgías, ni ostentosas paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las ventanas atestadas de comercios, ni la conversación con los eruditos me satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los ojos que encuentro me ofrezcan amor; amantes, continuos amantes es lo único que me satisface». Él es como los ancianos que anuncia al fin de su libro prohibido, sus Hojas de Yerba: «Anuncio miríadas de mancebos gigantescos, hermosos y de fina sangre; anuncio una raza de ancianos salvajes y espléndidos».

Vive en el campo, donde el hombre natural labra al Sol que lo curte, junto a sus caballos plácidos, la tierra libre; mas no lejos de la ciudad amable y férvida, con sus ruidos de vida, su trabajo graneado, su múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo de las fábricas jadeantes, el Sol que lo ve todo, «los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de la maternidad». Pero ayer vino Whitman del campo para recitar, ante un concurso de leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande y dulce, «aquella poderosa estrella muerta del Oeste», aquel Abraham Lincoln. Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, tonos vibrantes, hímnica fuga, olímpica familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados a leche latina, académica o francesa, no podrían, acaso, entender aquella gracia heroica. La vida libre y decorosa del hombre en un continente nuevo ha creado una filosofía sana y robusta que está saliendo al mundo en epodos atléticos. A la mayor suma de hombres libres y trabajadores que vio jamás la Tierra, corresponde una poesía de conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se levanta, como el Sol del mar, incendiando las nubes; bordeando de fuego las crestas de las olas; despertando en las selvas fecundas de la orilla las flores fatigadas y los nidos. Vuela el polen; los picos cambian besos; se aparejan las ramas; buscan el Sol las hojas; exhala todo música: con ese lenguaje de luz ruda habló Whitman de Lincoln.

Acaso una de las producciones más bellas de la poesía contemporánea es la mística trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln. La Naturaleza entera acompaña en su viaje a la sepultura el féretro llorado. Los astros lo predijeron. Las nubes venían ennegreciéndose un mes antes. Un pájaro gris cantaba en el pantano un canto de desolación. Entre el pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos conmovidos, como entre dos compañeros. Con arte de músico agrupa, esconde y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo. Parece, al acabar la poesía, como si la Tierra toda estuviese vestida de negro, y el muerto la cubriera desde un mar al otro. Se ven las nubes, la luna cargada que anuncia la catástrofe, las alas largas del pájaro gris. Es mucho más hermoso, extraño y profundo que El Cuervo de Poe. El poeta trae al féretro un gajo de lilas. Su obra entera es eso.[…]

Cada estado social trae su expresión a la literatura, de tal modo, que por las diversas fases de ella pudiera contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y sus décadas. No puede haber contradicciones en la Naturaleza; la misma aspiración humana a hallar en el amor, durante la existencia, y en lo ignorado después de la muerte, un tipo perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de ajustarse con gozo los elementos que en la porción actual de vida que atravesamos parecen desunidos y hostiles. La literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las contradicciones aparentes; la literatura que, como espontáneo consejo y enseñanza de la Naturaleza, promulgue la identidad en una paz superior de los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente la razón y la gracia, proveerá a la Humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció la oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos.

¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿A dónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos? Los mejores, los que unge la Naturaleza con el sacro deseo de lo futuro, perderán, en un aniquilamiento doloroso y sordo, todo estímulo para sobrellevar las fealdades humanas; y la masa, lo vulgar, la gente de apetitos, los comunes, procrearán sin santidad hijos vacíos, elevarán a facultades esenciales las que deben servirles de meros instrumentos y aturdirán con el bullicio de una prosperidad siempre incompleta la aflicción irremediable del alma, que sólo se complace en lo bello y grandioso.

Pero ¿qué dará idea de su vasto y ardentísimo amor? Con el fuego de Safo ama este hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El lecho es para él un altar. «Yo haré ilustres», dice, «las palabras y las ideas que los hombres han prostituido con su sigilo y su falsa vergüenza; yo canto y consagro lo que consagraba el Egipto». Una de las fuentes de su originalidad es la fuerza hercúlea con que postra a las ideas como si fuera a violarlas, cuando sólo va a darles un beso, con la pasión de un santo. Otra fuente es la forma material, brutal, corpórea, con que expresa sus más delicadas idealidades. Ese lenguaje ha parecido lascivo a los que son incapaces de entender su grandeza; imbéciles ha habido que cuando celebra en Calamus, con las imágenes más ardientes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por Cebetes y de Horacio por Giges y Licisco. Y cuando canta en «Los Hijos de Adán» el pecado divino, en cuadros ante los cuales palidecen los más calurosos del «Cantar de los Cantares», tiembla, se encoge, se vierte y dilata, enloquece de orgullo y virilidad satisfecha, recuerda al dios del Amazonas, que cruzaba sobre los bosques y los ríos esparciendo por la tierra las semillas de la vida: «¡mi deber es crear!» «Yo canto al cuerpo eléctrico», dice en «Los Hijos de Adán»; y es preciso haber leído en hebreo las genealogías patriarcales del Génesis; es preciso haber seguido por las selvas no holladas las comitivas desnudas y carnívoras de los primeros hombres, para hallar semejanza apropiada a la enumeración de satánica fuerza en que describe, como un héroe hambriento que se relame los labios sanguinosos, las pertenencias del cuerpo femenino. ¿Y decís que este hombre es brutal? Oíd esta composición que, como muchas suyas, no tiene más que dos versos: «Mujeres Hermosas»: «Las mujeres se sientan o se mueven de un lado para otro, jóvenes algunas, algunas viejas; las jóvenes son hermosas, pero las viejas son más hermosas que las jóvenes.» Y esta otra; «Madre y Niño»: ve el niño que duerme anidado en el regazo de su madre. La madre que duerme, y el niño: ¡silencio! Los estudió largamente, largamente. Él prevé que, así como ya se juntan en grado extremo la virilidad y la ternura en los hombres de genio superior, en la paz deleitosa en que descansará la vida han de juntarse, con solemnidad y júbilo dignos del Universo, las dos energías que han necesitado dividirse para continuar la faena de la creación.[…]

El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los poetas, corresponde, por la extrañeza y pujanza, a su cíclica poesía y a la humanidad nueva, congregada sobre un continente fecundo con portentos tales, que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados. Ya no se trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la vida, ni la discreción que conviene a los cobardes. No de rimillas se trata, y dolores de alcoba, sino del nacimiento de una era, del alba de la religión definitiva, y de la renovación del hombre; trátase de una fe que ha de sustituir a la que ha muerto y surge con un claror radioso de la arrogante paz del hombre redimido; trátase de escribir los libros sagrados de un pueblo que reúne, al caer del mundo antiguo, todas las fuerzas vírgenes de la libertad a las ubres y pompas ciclópeas de la salvaje Naturaleza; trátase de reflejar en palabras el ruido de las muchedumbres que se asientan, de las ciudades que trabajan y de los mares domados y los ríos esclavos. ¿Apareará consonantes Walt Whitman y pondrá en mansos dísticos estas montañas de mercaderías, bosques de espinas, pueblos de barcos, combates donde se acuestan a abonar el derecho millones de hombres y Sol que en todo impera, y se derrama con límpido fuego por el vasto paisaje?

¡Oh, no! Walt Whitman habla en versículos, sin música aparente, aunque a poco de oírla se percibe que aquello suena como el casco de la tierra cuando vienen por él, descalzos y gloriosos, los ejércitos triunfantes. En ocasiones parece el lenguaje de Whitman el frente colgado de reses de una carnicería; otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la suave tristeza del mundo a la hora en que el humo se pierde en las nubes; suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el chasquido del cuero reseco que revienta al Sol; pero jamás pierde la frase su movimiento rítmico de ola. Él mismo dice cómo habla: «en alaridos proféticos»: «Éstas son, dice, «unas pocas palabras indicadoras de lo futuro». Eso es su poesía, índice; el sentido de lo universal pervade el libro y le da, en la confusión superficial, una regularidad grandiosa; pero sus frases desligadas, flagelantes, incompletas, sueltas, más que expresan, emiten; «lanzo mis imaginaciones sobre las canosas montañas»; «di, Tierra, viejo nudo montuoso, ¿qué quieres de mí?» «Hago resonar mi bárbara fanfarria sobre los techos del mundo».

No es él, no, de los que echan a andar un pensamiento pordiosero, que va tropezando y arrastrando bajo la opulencia visible de sus vestiduras regias. Él no infla tomeguines para que parezcan águilas; él riega águilas, cada vez que abre el puño, como un sembrador riega granos. Un verso tiene cinco sílabas; el que le sigue cuarenta, y diez el que le sigue. El no fuerza la comparación, y en verdad no compara, sino que dice lo que ve o recuerda con un complemento gráfico e incisivo, y dueño seguro de la impresión de conjunto que se dispone a crear, emplea su arte, que oculta por entero, en reproducir los elementos de su cuadro con el mismo desorden con que los observó en la Naturaleza. Si desvaría, no disuena, porque así vaga la mente sin orden ni esclavitud de un asunto a sus análogos; mas luego, como si sólo hubiese aflojado las riendas sin soltarlas, recógelas de súbito y guía de cerca, con puño de domador, la cuadriga encabritada, sus versos van galopando, y como engullendo la tierra a cada movimiento; unas veces relinchan ganosos, como cargados sementales; otras, espumantes y blancos, ponen el casco sobre las nubes; otras se hunden, osados y negros, en lo interior de la tierra, y se oye por largo tiempo el ruido. Esboza; pero dijérase que con fuego. En cinco líneas agrupa, como un haz de huesos recién roídos, todos los horrores de la guerra. Un adverbio le basta para dilatar o recoger la frase, y un adjetivo para sublimarla. Su método ha de ser grande, puesto que su efecto lo es; pero pudiera creerse que procede sin método alguno; sobre todo en el uso de las palabras, que mezcla con nunca visto atrevimiento, poniendo las augustas y casi divinas al lado de las que pasan por menos apropiadas y decentes. Ciertos cuadros no los pinta con epítetos, que en él son siempre vivaces y profundos, sino por sonidos, que compone y desvanece con destreza cabal, sosteniendo así, con el turno de los procedimientos, el interés que la monotonía de un modo exclusivo pondría en riesgo. Por repeticiones atrae la melancolía, como los salvajes. Su cesura, inesperada y cabalgante, cambia sin cesar, y sin conformidad a regla alguna, aunque se percibe un orden sabio en sus evoluciones, paradas y quiebros. Acumular le parece el mejor modo de describir, y su raciocinio no toma jamás las formas pedestres del argumento ni las altisonantes de la oratoria, sino el misterio de la insinuación, el fervor de la certidumbre y el giro ígneo de la profecía. A cada paso se hallan en su libro estas palabras nuestras: «viva», «camarada», «libertad», «americanos». Pero ¿qué pinta mejor su carácter que las voces francesas que, con arrobo perceptible, y como para dilatar su significación, incrusta en sus versos?: «ami», «exalté», «accoucheur», «nonchalant», «ensemble»; «ensemble», sobre todo, le seduce, porque él ve el cielo de la vida de los pueblos, y de los mundos. Al italiano ha tomado una palabra: «¡bravura!»[…]

Así, celebrando el músculo y el arrojo; invitando a los transeúntes a que pongan en él, sin miedo, su mano al pasar; oyendo, con las palmas abiertas al aire, el canto de las cosas; sorprendiendo y proclamando con deleite fecundidades gigantescas; recogiendo en versículos édicos las semillas, las batallas y los orbes; señalando a los tiempos pasmados las colmenas radiantes de hombres que por los valles y cumbres americanos se extienden y rozan con sus alas de abeja la fimbria de la vigilante libertad; pastoreando los siglos amigos hacia el remanso de la calma eterna, aguarda Walt Whitman, mientras sus amigos le sirven en manteles campestres la primera pesca de la Primavera rociada con champaña, la hora feliz en que lo material se aparte de él, después de haber revelado al mundo un hombre veraz, sonoro y amoroso, y en que, abandonado a los aires purificadores, germine y arome en sus ondas, «desembarazado, triunfante, muerto !»

 

La Nación, 26 de junio de 1887.

POETAS ESPAÑOLES CONTEMPORÁNEOS

El sol es padre de la poesía, y madre de ella la naturaleza. En el suelo de España, calentado por los rayos del sol y sombreado por naranjos; allí donde las mujeres lucen como lava ardiente, donde las flores perfuman el aire, donde aun las ruinas sonríen y el alba ofende la vista con sus resplandores; donde campos sembrados de amapolas semejan lagos de sangre, donde las cabañas cual nidos de rosales parecen quemar a sus moradores en la felicidad; donde el inglés va todos los años a desentumecer el alma helada por la húmeda atmósfera de su isla nativa; donde el hierro godo conquistó, el ardiente moro amó y el romano cubierto de acero edificó; donde el suelo, cual belleza cautiva, venció a sus conquistadores; donde el alma de un africano arde en un cuerpo de caucáseo; donde los pintores no necesitan más que sacudir sus pinceles al aire para empaparlos en alegres colores, en esta tierra la poesía brota del corazón tan pura como un arroyuelo de la montaña. Es producto tan espontáneo de la naturaleza como el jazmín y la madreselva. En todos los países los frutos del alma guardan analogía con los de la naturaleza. En Inglaterra, tierra de nieblas, aparece Browning; en Francia, tierra del pensamiento, el poeta es Víctor Hugo; en España, tierra de flores, el poeta es Zorrilla. Tan fácil sería reproducir en el lienzo el perfume de la rosa o el vapor luminoso que lo envuelve todo en aquella tierra de oro, como traducir los versos de Zorrilla.[…]

España es el país de los sueños, porque en su rico suelo es natural la ociosidad. El sur es un cementerio adecuado para los hombres tiznados con el humo de la fragua. Visto bajo otra luz, es el Olimpo mismo: todos sus hombres no son dioses, es verdad, pero sus mujeres sí son diosas, y de ellas el país saca la inspiración para el canto. España ha tenido en todo tiempo dos grandes escuelas de poesía: la una, característica de su sociedad monárquica, religiosa, inquisitorial, enamorada, leal y guerrera; la otra, característica de su suelo siempre verde y de su cielo siempre azul. Las esparcidas y humeantes ruinas de la vieja sociedad todavía no se han transformado en los nuevos elementos de la época democrática. La poesía de la naturaleza no puede, sin embargo, mover sola los corazones de una sociedad que tiene empeñadas las más amargas cuestiones en los más oscuros campos de batalla. Dos gigantes, el pasado y el porvenir, lidian actualmente. Los soldados gritan ¡adelante! y apenas tienen tiempo para preguntarse dónde están, y morir después. Cada cual, en su afán por abrirse paso por entre las polvorientas ruinas, carece del tiempo para detenerse y contemplar las bellezas de la naturaleza, la gran consoladora. Una de las abundosas fuentes de la poesía está, pues, seca y la otra es insuficiente. La tierra de don Pedro y de Felipe cantará verdaderamente poesía el día en que una nueva sociedad se asiente y el reposo general permita al pueblo nadar tranquilo en el mar sin riberas de la naturaleza.

Una época de transición exige grandes esfuerzos. Las penas individuales, manantial perenne y abundante de poesía, pasan inadvertidas ante los grandes dolores de la humanidad. Los ensueños de la imaginación no valen gran cosa cuando es preciso ejercitar el pensamiento. De esta lidia entre la necesidad de cantar y una época de turbación ha surgido una poesía inquieta y amarga, débil pero verdadera, cubierta con el ropaje de seductora tristeza.[…]

Los poetas españoles que ahora llaman más la atención en Europa son los poetas del combate. Echegaray tiene un talento dramático que se avecina al genio. En la poesía lírica, entre muchos literatos, son ya famosos Campoamor, Núñez de Arce y Grilo. Echegaray es un espíritu maligno, luminoso y original; Campoamor es un hombre feliz que escribe con profundidad; Grilo es un Horacio que canta una vida melancólica, llena de dolores soñados e imaginarios, en lenguaje fácil, empapado en lágrimas y en el rocío de la mañana; Núñez de Arce es el poeta diputado a Cortes. Hay además un largo escuadrón de escritores jóvenes, inquietos, ardientes y briosos, sin duda con numen poético pero atormentados por la falta de ideal. Con tal ausencia el genio más vigoroso, incapaz de crearse un público, se ahoga y muere sin gloria.

La obra más célebre de Núñez de Arce lleva por titulo «Los gritos del combate». Los versos deberían contener la idea que los ha inspirado, pues son formas con que se expresa el pensamiento; pero la vestidura es algunas veces tan bella, que oculta la esencia de la idea. El verso se graba entonces simplemente por el encanto de los sentidos. La carne, como la poesía, tiene su ritmo, su claridad. y su reposo, y con la admirable lógica de las producciones de la naturaleza en su forma, siempre da el carácter de su tierra de origen.

Don Ramón de Campoamor es un poeta alemán nacido en España. Es adorador de la belleza, despreciador de lo vulgar, aristócrata por el pensamiento. Sus versos son tan elegantes como su sonrisa, su salón y sus manos enguantadas. Anciano como es, escribe a manera de abuelo, y tiene derecho para hacerlo. Guarda siempre un amable apretón de manos y un amistoso consejo para todos. Es amado por su dignidad natural, por su amplia y fácil versificación y por la independencia de su talento. Su pensamiento se ríe en verso, y no someterá una idea espléndida a la tortura de una sílaba. Dice que la fuerza es intermitente, y en efecto, tanto Hércules como Homero dormían. Los versos duros hacen saborear mejor en él los armoniosos. En este siglo de libertad deben romperse todas las cadenas, aun las del metro. Es preciso hablar con naturalidad, y tomar los sonidos como se producen en el aire, sin orden, sin preparación y sin rigurosa periodicidad. El encanto viene de lo inesperado. Bella es la forma, en verdad, pero cuando está en pugna con la idea debería preferirse la idea. El pensamiento poético vuela y brilla como una mariposa. ¿Habríamos de cortarle las alas para acomodarlo en un verso? Núñez de Arce se las cortaría; Campoamor en ningún caso. El último juega con estas irregularidades, y en ellas sobresale. Su bondad de corazón y su desprecio por la forma han producido una mezcla encantadora. Aun hablando a los niños, es un poeta noble. No obstante sus años, es tan fresco como un brote de primavera. Al través de todas sus dudas se alcanza a ver la fe, y detrás de su decaimiento se divisa la esperanza. En sus principios, como otros, aspiró a lo grande, y soñó la poesía antes de hacerla. Sus ideas eran demasiado expansivas e inquietas para ser encerradas en un molde clásico, pero carecía de fuerza para crear uno nuevo para el pensamiento humano.[…]

Antonio Fernández Grilo es un poeta todavía joven, aunque pasa ya de los cuarenta. Carece del brillo acerado de Núñez de Arce y de la encantadora variedad de Campoamor, pero maneja la lengua con maravillosa soltura. Es un poeta elegíaco; canta todo lo que llora: un niño sin madre, una familia sin jefe, una mujer sin amor, un árbol sin hojas, una tierra sin gloria. Si los versos pudieran tener colores, los de Grilo serían azules y rosados. Suenan como las hojas de un árbol empapadas en rocío y sacudidas suavemente por el viento. Se oye el goteo de las ramas y los suspiros medio ahogados de las hojas. Mécense sus versos como los delgados tallos del sauce. Habla en España el lenguaje de la naturaleza. Es tal vez el único poeta cuyos lánguidos versos revelan el verdadero elemento poético de una tierra donde los granados florecen y donde los ríos, como el pensamiento en un cerebro indolente, corren soterrados. Grilo se hinca de rodillas en un camino desierto ante el cortejo fúnebre de una aldeana, y sorprende la confesión de una doncella llorosa. El pensamiento sigue al amor. Se detiene extasiado ante la cúpula de una iglesia; su andar es caprichoso e irregular; algunas veces se desliza sobre el césped como una serpiente y de repente salta, envuelto en medrosa luz, como una figura fantástica. Después de todo, hay más arte que naturaleza en sus fantasías. La religión que canta está muerta en él, y ni siquiera recuerda los muertos por quienes llora. Las dulzuras de la vida tienen para él grande atractivo. Es el poeta de los salones, de las giras y paseos, de los jardines y antecámaras.[…]

Basta ya de los tres principales líricos que hoy tiene España, puesto que el otro que podía figurar a la par de ellos, don Gustavo Bécquer, alemán de extracción, no existe ya. El joven Velarde canta las rimas con una voz fuerte y melodiosa, enteramente moderna. Cuéntanse además a Ruiz Aguilera, especie de Beranger; Selgas, el poeta de las flores: Chaves, enamorado de los tiempos de Felipe IV; y una turba de poetas mozos y regocijados. En efecto, es difícil descubrir uno que no sea poeta.[…]

Entre todos ellos descuella una cabeza blanca, como la encina despojada de su pompa por el huracán, entre los árboles tiernos. Es la cabeza de un hombre de pequeña estatura, que en sus verdes años sacudía con orgullo los rizos de su cabellera de león. Don José Zorilla siempre vive triste y lloroso. Los arabescos de la Alhambra no exceden en número a los tonos de su lira. Los versos de Grilo brillan como los diamantes fabricados en París; los de Zorrilla sólo muestran piedras de las más puras aguas. Pueden compararse sus obras a mares chispeantes cuya olas ardientes y lánguidas a la vez, ruedan sobre vastas llanuras. El silencio de los jardines, el perfume de las rosas, la voluptuosidad de una noche de amor, las centelleantes espadas de los antiguos caballeros, el inquieto escarceo de un corcel árabe, la velada dama, el rey cruel, el arriscado plebeyo son todos partes componentes de su poesía. Es también el poeta de los torrentes y de las montañas. Tiene la riqueza oriental combinada con la armonía italiana. Su numen es la natural; pero el pueblo no tiene de ordinario tiempo para mirar la naturaleza.

Zorrilla vive. Escribe animados rasgos de muertos ilustres y curiosas descripciones de tiempos pasados para El Imparcial, periódico de vasta circulación; pero es considerado como un árbol sin hojas, un castillo ruinoso, una montaña que se derrumba: el pueblo sabe que ha sido grande, y le envidian sus arraigadas convicciones, su fe monárquica, religiosa y caballeresca, y su pasado poder. Habla con altivez a un público que no le escucha. Es un gladiador que clama al cielo en un circo desierto.

 

The Sun, 26 de noviembre de 1880.

FRANCISCO SELLÉN

Poesía no es, de seguro, lo que corre con el nombre, sino lo heroico y virgíneo de los sentimientos, puesto de modo que vaya sonando y lleve como alas, o lo florido y sutil del alma humana, y la de la tierra, y sus armonías y coloquios, o el concierto de mundos en que el hombre sublimado se anega y resplandece. No es poeta el que echa una hormiga a andar, con una bomba de jabón al lomo; ni el que sale de hongo y chaqué, a cantarle al balcón de la Edad Media, con el ramillete de flores de pergamino; ni el desesperado de papel, que porque se ve sin propósito, se lo niega a la naturaleza; ni el que pone en verso la política y la sociología; sino el que de su corazón, listado de sangre como jacinto, da luces y aromas; o batiendo en él, sin miedo al golpe, como en parche de pelear, llama a triunfo y a fe al mundo, y mueve a los hombres cielo arriba, por donde va de eco en eco, volando al redoble. Poesía es poesía, y no olla podrida, ni ensayo de flautas, ni rosario de cuentas azules, ni manta de loca, hecha de retazos de todas las sedas, cosidos con hilo pesimista, para que vea el mundo que se es persona de moda, que acaba de recibir la novedad de Alemania o de Francia.

De Francisco Sellén toda la América ha leído versos, porque él es artista infatigable, que no deja pasar «día sin línea», ni cree que haya gusto mayor que el de cumplir en silencio con el deber, fuera del cual no hay poesía cierta, y propagar el culto de la idea hermosa. Hijo de aquella tierra desangrada que purga en la desesperación una riqueza inicua; hijo de Cuba, a cuyos héroes novicios dio tiempo para errar la indiferencia de un continente sordo, ni pudo Sellén volver adonde es una reconvención cada hoja de árbol, y el amo de cinto y espuelas, con Friné en las rodillas, escancia en las copas criollas el veneno; ni pudo de su vida rota, de la vida que ofrendó a la patria en la hora triste, sacar la energía poética de quien mora en su suelo natural sin la pesadumbre del aire prestado, y la soledad que espanta a los corazones amorosos. Y como el único modo de ser poeta de la patria oprimida es ser soldado, no afeó el destierro con quejumbres pueriles, ni puso tienda de rimar, donde se rima a todo lo que viene, y hoy sale una oda a la caridad y mañana un estornelo al sinsonte, sino que, cegadas o interrumpidas, las fuentes de la poesía, propia, entretuvo el genio suspenso con la ajena.[…]

De lo vago y esencial, oyó mejor música que de lo diluido y académico. El apólogo y el apóstrofe le parecieron más propios, en el arte de la imaginación, que la polémica y el discurso. En sí mismo llevaba como cierto crepúsculo, que es el de los que ya saben del mundo todo lo que tienen que saber, y andan con la luz venidera sobre el rostro. ¿A qué el sol, si no lo había en su patria?: ni era verdad el sol, cuando no lo había en su vida. Ya desde que escribió en la juventud su Libro Íntimo, sabía que por la tierra hay que pasar volando, porque de cada grano de polvo se levanta el enemigo, a echar abajo, a garfio y a saeta, cuanto nace con ala. En los astros silenciosos empezó a poner su amor, y estudió con afán las lenguas de aquellos pueblos de nieve perpetua, cuya poesía, blanca y azul, sube por el cielo en la noche elocuente, con el manojo de flores ventaneras, y por la espalda los cabellos de oro. Ni de sus penas había de cantar, porque es como quitarse el sexo, esta queja continua; ni había de servirle a su patria bombones, y cestos de fresas, cuando su patria, enhiesta entre los cadáveres, señala al mundo impasible, con la mano comida, el festín de los cuervos; ni la vida rutinaria, apuntalada, odiosa, en la ribera del Hudson hostil, le había, ni daría acaso, aquella flor de luz, breve e inmortal, en donde el poeta sazonado por el dolor, cuaja el alma propia. Ni el castellano de erisipela que se usa en los versos, inflado y de colorines, es la lengua precisa y radiante que debe hablar la poesía.

Así, en la busca de lo ideal y sincero, se dio tanto Sellén a lo alemán, donde está vertida la obra toda del hombre, que vivió años enteros, en las cosas de su arte, como olvidado de sí, y como si no fuese poeta él, sin más afán que el de poner ante los demás lo que le parecía hermoso, y tallar y esmiritar el verso, y probarlo a la luz del sol, hasta que le quedaba en los colores naturales, lo que era faena recia, porque el alemán es rosado y azul, y el castellano amarillo y punzó, y los rayos de la luna se le iban y venían por entre los dedos, sin que hubiera siempre modo de aprisionarlos en el encaje.[…]

Mas lo que da a Sellén carácter propio y derecho a sentarse con los mejores, es la novedad de trabajar el verso como arte que es, y bregar con la emoción, sosteniéndola o podándola hasta que entra en la turquesa que le conviene. No está el arte en meterse por los escondrijos del idioma, y desparramar por entre los versos palabras arcaicas o violentas; ni en deslucirle la beldad natural a la idea poética poniéndole de tocado como a la novia rusa, una mitra de piedras ostentosas; sino en escoger las palabras de manera que con su ligereza o señorío aviven el verso o le den paso imperial, y silben o zumben, o se arremolinen y se arrastren, y se muevan con la idea, tundiendo y combatiendo o se aflojen y arrullen, o acaben, como la luz del sol, en el aire encendido. Lo que se dice no lo ha de decir el pensamiento solo, sino el verso con él; y donde la palabra no sugiera, por su acento y extensión la idea que va en ella, ahí peca el verso. Cada emoción tiene sus pies, y cada hora del día, y un estado de amor quiere dáctilos, y anapestos la ceremonia de las bodas, y los celos quieren ambos. Un juncal se pintará con versos leves, y como espigados, y el tronco de un roble con palabras rugosas, retorcidas y profundas. En el lenguaje de la emoción, como en la oda griega ha de oírse la ola en que estalla, y la que le responde y luego el eco. En el apartado no está el arte, ni en la hinchazón, sino en la conformidad del lenguaje y la ocasión descrita, y en que el verso salga entero del horno, como lo dio la emoción real, y no agujereado o sin los perfiles, para atiborrarlo después, en la tortura del gabinete, con adjetivos huecos, o remendarle las esquinas con estuco.[…]

Y si algo faltase, fuera del decoro, y viveza de su inspiración, para explicar la enérgica sencillez e íntimo encanto de esta poesía artística, sería la noble paz a que, por la escalera estrecha de la virtud, ha llegado, siempre venciendo, el poeta. Dicen los que lo conocen que no tiene en su mesa de emigrado vientres de trucha que ofrecer a la gacetilla complaciente, ni túnica nueva en su guardarropía para los críticos de mala ropa. Dicen que por entre sus libros, puestos en hilera con esmero de novio, pasa todas las tardes, de vuelta de la labor, al cuarto donde padece, clavada a su enfermedad, la esposa que se mira en él, y no cree que su espíritu sea de hombre como es, sino el de las flores que él mismo le riega, antes de salir al trabajo, en su ventana. Dicen que de su corazón limpio y severo, manan hilos de sangre silenciosos, y que su vida ejemplar se ha consagrado a la benignidad y al sacrificio.

 

El Partido Liberal, 28 de septiembre de 1890.

OSCAR WILDE

Vivimos, los que hablamos lengua castellana, llenos todos de Horacio y de Virgilio, y parece que las fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué nos han de ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, tan sobradas hoy de ese ambiente natural, fuerza sincera y espíritu actual que falta en la moderna literatura española? Ni la huella que en Núñez de Arce ha dejado Byron, ni la que los poetas alemanes imprimieron en Campoamor y Bécquer, ni una que otra traducción pálida de alguna obra alemana o inglesa, bastan a darnos idea de la literatura de los eslavos, germanos y sajones, cuyos poemas tienen a la vez del cisne níveo, de los castillos derruidos, de las robustas mozas que se asoman a su balcón lleno de flores, y de la luz plácida y mística de las auroras boreales. Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas; así como no hay manera de salvarse del riesgo de obedecer ciegamente a un sistema filosófico, sino nutrirse de todos, y ver como en todos palpita un mismo espíritu, sujeto o semejantes accidentes, cualesquiera que sean las formas de que la imaginación humana, vehemente o menguada, según los climas, haya revestido esa fe en lo inmenso y esa ansia de salir de sí, y esa noble inconformidad con ser lo que es, que generan todas las escuelas filosóficas.

He ahí a Oscar Wilde: es un joven sajón que hace excelentes versos. Es un cismático en el arte, que acusa al arte inglés de haber sido cismático en la iglesia del arte hermoso universal. Es un elegante apóstol, lleno de fe en su propaganda y de desdén por los que se la censuran, que recorre en estos instantes los Estados Unidos, diciendo en blandas y discretas voces cómo le parecen abominables los pueblos que, por el culto de su bienestar material, olvidan el bienestar del alma, que aligera tanto los hombros humanos de la pesadumbre de la vida, y predispone gratamente al esfuerzo y al trabajo. Embellecer la vida es darle objeto. Salir de sí es indomable anhelo humano, y hace bien a los hombres quien procura hermosear su existencia, de modo que vengan a vivir contentos con estar en sí. Es como mellar el pico del buitre que devora a Prometeo. Tales cosas dice, aunque no acierte tal vez a darles esa precisión ni a ver todo ese alcance, el rebelde hombre que quiere sacudirse de sus vestidos de hombre culto, la huella oleosa y el polvillo de carbón que ennegrece el cielo de las ciudades inglesas, sobre las que el sol brilla entre tupidas brumas como opaco globo carmesí, que lucha en vano por enviar su color y vivificante a los miembros toscos y al cerebro aterido de los ásperos norteños. De modo que el poeta que en aquellas tierras nace, aumenta su fe exquisita en las cosas del espíritu tan desconocido y desamado. No hay para odiar la tiranía como vivir bajo ella. Ni para exacerbar el fuego poético, como morar entre los que carecen de él. Sólo que, falto de almas en quienes verter la suya desbordante, muere ahogado el poeta.[…]

Es cierto que yerran los estetas en buscar, con peculiar amor, en la adoración de lo pasado y de lo extraordinario de otros tiempos, el secreto del bienestar espiritual en lo porvenir. Es cierto que deben los reformadores vigorosos perseguir el daño en la causa que lo engendra, que es el excesivo amor al bienestar físico, y no en el desamor del arte, que es su resultado. Es cierto que en nuestras tierras luminosas y fragantes tenemos como verdades trascendentales esas que ahora se predican a los sajones como reformas sorprendentes y atrevidas. Mas, ¡con qué amargura no se ve ese hombre joven; cómo parece aletargado en los hijos de su pueblo ese culto ferviente de lo hermoso, que consuela de las más grandes angustias y es causa de placeres inefables! ¡Con qué dolor no ha de ver perdida para la vida permanente la tierra en que nació, que paga culto a ídolos perecederos! ¡Qué energía no ha menester para sofocar la censura de dibujantes y satíricos que viven de halagar los gustos de un público que desama a quien le echa en cara sus defectos! ¡Qué vigor y qué pujanza no son precisos para arrostrar la cólera temible y el desdén rencoroso de un pueblo frío, hipócrita y calculador! ¡Qué alabanza no merece, a pesar de su cabello luengo y sus calzones cortos, ese gallardo joven que intenta trocar en sol de rayos vívidos, que hiendan y doren la atmósfera, aquel opaco globo carmesí que alumbra a los melancólicos ingleses! El amor al arte aquilata al alma y la enaltece: un bello cuadro, una límpida estatua, un juguete artístico, una modesta flor en lindo vaso, pone sonrisas en los labios donde morían tal vez, pocos momentos ha, las lágrimas. Sobre el placer de conocer lo hermoso, que mejora y fortifica, está el placer de poseer lo hermoso, que nos deja contentos de nosotros mismos. Alhajar la casa, colgar de cuadros las paredes, gustar de ellos, estimar sus méritos, platicar de sus bellezas, son goces nobles que dan valía a la vida, distracción a la mente y alto empleo al espíritu. Se siente correr por las venas una savia nueva cuando se contempla una nueva obra de arte. Es como tener de presente lo venidero. Es como beber en copa de Cellini la vida ideal.

 

La Nación, 10 de diciembre de 1882.

SULLY PRUDHOMME

Sully es un rebelde. Menguada le parece esa poesía churrigueresca, hecha a manera de portada de iglesia o de bastidores de teatro, muy llena de recovecos y armazones, y de papelillos de colores brillantes, que parecen desde lejos zafiros y rubíes y perlas y esmeraldas de encantada gruta. Para él la poesía ha de ser a modo de polen fecundante que cae en la corola de la flor amorosa, húmeda y entreabierta, el consorcio espontáneo del pensamiento hermoso y la frase perfecta. El pensamiento ha de encajar en la frase como joya en corona. La frase no ha de ser como dorado manto gigantesco que cubra a un pigmeíllo. Ni el verso ha de ser llamado a voluntad, como esclavo obligado a servir a toda hora a su señor, sino que ha de andar libre, y reposar descansado en la mente fresca para que cuando llame a él la grande idea o la emoción pujante, se alce robusto. suelto y vigoroso, y no cansado y ruin de tanto andar.

Parnasianos llaman en Francia a esos trabajadores del verso a quienes la idea viene como arrastrada por la rima, y que extienden el verso en el papel como medida que ha de ser llenada; y en esta hendija, porque caiga majestuosamente, se encaja un vocablo pesado y luengo; y en aquella otra, porque parezca alado, le acomodan un esdrújulo ligero y arrogante. Y luego los versos suenan como agua de cascada sobre peña, muy melodiosamente; mas queda de ellos lo que del agua, rota al caer, queda, y es menudo polvo. Ni ha de esforzarse la rima a obedecer mal de su grado al pensamiento, porque ni éste cabrá bien en ella, ni ella será ala buena a éste. Ni ha de ponerse el bardo a poner en montón frases melodiosas, huecas de sentido, que son como esas abominables mujeres bellas vacías de ella. Profana la naturaleza a la hermosura poniéndola en criaturas insensibles.

No fue Sully, por de contado, parnasiano, aunque trabajó mucho sus rimas, las que, para ser buenas, han de ser tales que el poeta hable naturalmente en ellas, en la hora de poesía, porque no el estudiar, sino el haber estudiado, vale en ciencia, como reza el refrán latino, ni el trabajar, sino el haber trabajado vale en ciencia poética Y ¡qué hermosos versos ha escrito Sully con esa rima rica! ¡Cómo, de bien que siente, dice bien! ¡Sus ideas parecen, encajando naturalmente en sus versos, como amante privada de su amado, que se echa palpitante y trémula en sus brazos apenas lo recobra! Es Sully Prudhomme pensador sesudo que sabe de qué está hecha la tierra, y qué es el cuerpo del hombre, y cómo anda su alma y cómo andan los astros del cielo. Sabe de medir montes, y de ver hervir los metales ricos que duermen en sus senos. Estudió ciencias, y fue empleado de minas. Luego fue aprendiz de notario, lo que era como aprisionar en un cráneo vacío a una mariposa. Padeció puesto que amó. Hizo primero versos de discípulo, un tanto hojosos, en que asomaba ya el maestro. Tuvo los ojos puestos en las alegrías de la tierra antes de llevarlos gravemente a sus misterios y a sí mismo. Mas fue siempre a la par que hombre de ciudad, meditador austero. Los espíritus selectos se disgustan pronto de las artes de esa casa de engaños, que es la vida urbana. Más que como coraza del corazón, úsase del pecho como antifaz de él. Son los rostros disimuladores de abismos. No hay siervos más compadecibles que los que viven vida de ciudad. Y el poeta, con su blanda mirada, veía tanto hombre mezquino y tanta lágrima quemante, y tanta rica vida muerta en flor, y decía que a tener él poder de dioses, haría eterna la vida, sin reparar en que ya lo es; y buenos a todos de haber muerto; y no dejaría en los ojos humanos más lágrimas que las muy dulces del gozo.[…]

El verso, que se yergue unas veces arrogante, marcha penosamente, en otras, como encadenado y desmayado. La poesía no es como ley romana, escrita en piedra, sino como espuma de vino valioso, que rebosa del vaso. El espíritu tiene necesidades terrenas a que el raciocinio basta, y ultraterrenas vagas y extrañas, a que acude la vaga poesía. Blonda, perfume, nube: ¡eso es poesía! No es que no hayan de decirse en ella altas verdades, sino que han de decirse en otra forma. La verdad, como los cuerpos, tiene varios estados. La poesía es estado vaporoso, nuboso, sumo. En forma de precepto da la verdad el raciocinio filosófico. En forma de imagen da la verdad la poesía. No nace de pensar ni del que la escribe. ¡Nace escrita! El poeta no ha de ser soberbio, porque no crea lo que parece suyo. Lo que brota de él como llama súbita, que en él prende ya que es su cráneo muro escaso, ¡eso es poesía! Lo que incuba y trabaja con la mente, y pule con el estilo cuidadoso, y labora con pena grandísima, esa es la mera jerga del oficio, hecho a calor de estufa, que acabará con las pasiones que la engendran, y no soportará la luz del sol.

 

La Opinión Nacional, 1882.

LOS PINTORES IMPRESIONISTAS

Al olor de la riqueza se está vaciando sobre Nueva York el arte del mundo. Los ricos para alardear de lujo; los municipios para fomentar la cultura; las casas de bebida para atraer a los curiosos, compran en grandes sumas lo que los artistas europeos producen de más fino y atrevido. Quien no conoce los cuadros de Nueva York no conoce el arte moderno. Aquí está de cada gran pintor la maravilla. De Meissonier están aquí los dos Napoleones, el mancebo olímpico de Friburgo, de hombre pétreo de la retirada de Rusia. De Fortuny está aquí «La playa de Pórtici», el cuadro no acabado donde parece que la luz misma, alada y pizpireta, sirvió al pintor de modelo complaciente: ¡parece una cesta de rayos de sol este cuadro dichoso! ¿No fue aquí la colosal venta de Morgan?

Pero toda aquella colección de obras maestras, con ser tan opulenta y varia, no dejaba en el espíritu, como deja la de los impresionistas, esa creadora inquietud y obsesión sabrosa que produce el aparecimiento súbito de lo verdadero y lo fuerte. Ríos de verde, llanos de rojo, cerros de amarillo: eso parecen, vistos en montón, los lienzos locos de estos pintores nuevos.

Parecen nubes vestidas de domingo: unas, todas azules; otras, todas violetas; hay mares cremas; hay hombres morados; hay una familia verde. Algunos lienzos subyugan al instante. Otros, a la primera ojeada, dan deseos de hundirlos de un buen puñetazo; a la segunda, de saludar con respeto al pintor que osó tanto; a la tercera, de acariciar con ternura al que luchó en vano por vaciar en el lienzo las hondas distancias y tenuidades impalpables con que suaviza el vapor de la luz la intensidad de los colores.

Los pintores impresionistas vienen ¿quién no lo sabe? de los pintores naturalistas: de Courbet, bravío espíritu que ni en arte ni en política entendió de más autoridad que la directa de la Naturaleza; de Manet, que no quiso saber de mujeres de porcelana ni de hombres barnizados; de Corot, que puso en pintura, con vibraciones y misterios de lira, las voces veladas que pueblan el aire.

De Velázquez y Goya vienen todos, esos dos españoles gigantescos: Velázquez creó de nuevo los hombres olvidados; Goya, que dibujaba cuando niño con toda la dulcedumbre de Rafael, bajó envuelto en una capa oscura a las entrañas del ser humano y con los colores de ellas contó el viaje a su vuelta. Velázquez fue el naturalista: Goya fue el impresionista: Goya ha hecho con unas manchas rojas y parduzcas una Casa de Locos y un Juicio de la Inquisición que dan fríos mortales: allí están, como sangriento y eterno retrato del hombre, el esqueleto de la vanidad y la maldad profundas. Por los ojos redondos de aquellos encapuchados se ven las escaleras que bajan al infierno. Vio la corte, el amor y la guerra y pintó naturalmente la muerte.[…]

Los impresionistas, venidos al arte en una época sin altares, ni tienen fe en lo que no ven, ni padecen el dolor de haberla perdido. Llegan a la vida en los países adelantados donde el hombre es libre. Al amor devoto de los pintores místicos, que aun entre las rosas de las orgías se les salía del pecho como una columna de humo aromado, sucede un amor fecundo y viril de hombre, por la naturaleza de quien se va sintiendo igual. Ya se sabe que están hechos de una misma masa el polvo de la tierra, los huesos de los hombres y la luz de los astros. Lo que los pintores anhelan, faltos de creencias perdurables por qué batallar, es poner en el lienzo las cosas con el mismo esplendor y realce con que aparecen en la vida. Quieren pintar en el lienzo plano con el mismo relieve con que la Naturaleza crea en el espacio profundo. Quieren obtener con artificios de pincel lo que la naturaleza obtiene con la realidad de la distancia. Quieren reproducir los objetos con el ropaje flotante y tornasolado con que la luz fugaz los enciende y reviste. Quieren copiar las cosas, no como son en sí por su constitución y se las ve en la mente, sino como en una hora transitoria las pone con efectos caprichosos la caricia de la luz. Quieren, por la implacable sed del alma, lo nuevo y lo imposible. Quieren pintar como el sol pinta, y caen.

Pero el espíritu humano no es nunca fútil, aun en lo que no tiene voluntad o intención de ser trascendental. Es, por esencia, trascendental el espíritu humano. Toda rebelión de forma arrastra una rebelión de esencia. Y esa misma angélica fuerza con que los hijos leales de la vida, que traen en sí el duende de la luz, procuran dejar creada por la mano del hombre una naturaleza tan espléndida y viva como la que elaboran incesantemente los elementos puestos a hervir por el Creador, les lleva por irresistible simpatía con lo verdadero, por natural unión de los ángeles caídos del arte con los ángeles caídos de la existencia, a pintar con ternura fraternal, y con brutal y soberano enojo, la miseria en que viven los humildes. ¡Ésas son las bailarinas hambrientas! ¡Ésos son los glotones sensuales! ¡Ésos son los obreros alcoholizados! ¡Ésas son las madres secas de los campesinos! ¡Ésos son los hijos pervertidos de los infelices! ¡Ésas son las mujeres del gozo! ¡Así son: descaradas, hinchadas, odiosas y brutales!

Y no surge de esas páginas de colores, incompletas y sinceras, el perfume sutil y venenoso que trasciende de tanto libro fino y cuadro elegante, donde la villanía sensual y los crímenes de alma se recomiendan con las tentaciones del ingenio; sino que de esas mozuelas abrutadas, de esas madres rudas de pescadores, de esas coristas huesudas, de esos labriegos gibosos, de esas viejecitas santas, se levanta un espíritu de humanidad ardiente y compasivo, que con saludable energía de gañán echa a un lado los falsos placeres.

¿Cómo saldremos de estas salas, afeadas por mucha figura sin dibujo, por mucho paisaje violento, por mucha perspectiva japonesa, sin saludar una vez más a tanto cuadro de Manet, que abrió el camino con su cruda pintura a esos desbordes de aire libre, sin detenernos ante el Órgano de Lerolle, con su sobrehumano organista, ante los cuadros resplandecientes de Renoir, ante los de Degas, profundos y lúgubres, ante aquel Estudio asombroso de Roll, recuerdo de la leyenda de Pasifae, de donde emerge una poesía fragante, plena y madura como las frutas en sazón?

Los Renoir lucen como una copa de borgoña al sol; son cuadros claros, relampagueantes, llenos de pensamiento y desafío. Hay un Seurat que subleva: la orilla verde corta sin sombra, bajo el sol del cenit, el río algodonoso: una mancha violeta es un bañista: otra amarilla es un perro: azules, rojos y amarillos se mezclan sin arte ni grados. Los Monet son orgías. Los Pissarro son vapores. Los Montemard ciegan de tanta luz. Los Huguet, que copian el mar árabe, inspiran amistad hacia el artista. Los Caillebote son de portentoso atrevimiento: unas niñas vestidas de blanco en un jardín, con todo el fuego del sol; una nevada deslumbrante e implacable; tres hombres arrodillados, desnudos de cintura, que cepillan un piso: al lado de uno, el vaso y la botella.

¿Cómo contar, si hay más de doscientos cuadros? Estos exasperan; aquéllos pasman; otros, como La joven del palco, de Renoir, enamoran como una mujer viva. Este monte parece que se cae, ese río parece que nos va a venir encima. ¿No ha pintado Manet un estudio de reflejo de invernadero, tres figuras de cuerpo entero en un balcón, todo verde?

Pero de esos extravíos y fugas de color, de ese uso convencional de los efectos transitorios de la naturaleza como si fueran permanentes, de esa ausencia de sombras graduadas que hace caer la perspectiva, de esos árboles azules, campos encarnados, ríos verdes, montes lilas, surge de los ojos, que salen de allí tristes como de una enfermedad, la figura potente del remador de Renoir, en su cuadro atrevido Remadores del Sena. Las mozas, abestiadas, contratan favores a un extremo de la mesa improvisada bajo el toldo, o desgranan las uvas moradas sobre el mantel en que se apilan, con luces de piedras preciosas, los restos del almuerzo.

El vigoroso remador, de pie tras ellas, oscurecido el rostro viril por un ancho sombrero de paja con una cinta azul, levanta sobre el conjunto su atlético torso, alto el pelo, desnudos los brazos, realzado el cuerpo por una camisilla de franela, a un sol abrasante.

 

La Nación, 17 de agosto de 1886.

EL CONCIERTO DE WHITE

Hay una lengua espléndida, que vibra en las cuerdas de la melodía y se habla con los movimientos del corazón: es como una promesa de ventura, como una vislumbre de certeza, como prenda de claridad y plenitud. El color tiene límites: la palabra, labios: la música, cielo. Lo verdadero es lo que no termina: y la música está perpetuamente palpitando en el espacio.

Hay una lengua común, muy suavemente simpática, que deja en los oídos dulzuras que van a ensanchar y a ennoblecer el corazón: la música se oye, la alegría se enciende, los ojos se enamoran: no hay pecho que no crezca y se dilate: no hay sentimiento en el espíritu que no murmure delicias y amor.

La música es la más bella forma de lo bello: arrullar, adormecer, exaltar, gemir, llorar: el alma que se pliega a un arco: el oído que se subyuga, se extasía, se encadena: este pobre ser, germen dormido, de súbito sacudido y despertado; esta revelación de lo más puro entre las lobregueces de la vida; esta garantía de lo eterno prometida al espíritu ansioso en el nombre augusto de lo bello: tanto es esa lengua arrobadora, madre de bellezas, seno de ternuras, vaga como los sueños de las almas, gratísima y suave como un murmullo de libertad y redención.

La música es el hombre escapado de sí mismo: es el ansia de lo ilímite surgido de lo limitado y de lo estrecho: es la armonía necesaria, anuncio de la armonía constante y venidera.

Aquí la música se siente: hay otro mundo en que la música se habla.

Todo átomo se suspende: toda atención se embarga y se conmueve: así se oye en las mujeres el murmullo de un te amo, en las playas los besos de las ondas, en mi espíritu las promesas ruborosas que embellecen el día perpetuo de sus desposorios con la eternidad.

Lo que se piensa es mezquino: lo que se revela es sumo y armónico: se rompe la voluntad en el cerebro: sonríe y se adormece en los espacios inefables de la música.[…]

White no toca, subyuga: las notas resbalan en sus cuerdas, se quejan, se deslizan, lloran: suenan una tras otra como sonarían perlas cayendo.

Ora es un suspiro prolongado que convida a cerrar los ojos para oír, ora es un gemido fiero que despierta el oído aletargado: en el Carnaval de Venecia, las notas ya no gimen ni resbalan, salpican, saltan, brotan: allí encadenan voluntad y admiración.

No hay un ruido bronco: no hay una nota aguda ni desapacible: allí están armónicamente entendidos, atrevidamente opuestos todos los secretos del sonido; todo lo débil de lo tenue, y todo lo solemne de lo enérgico; murmurios de notas suaves, que arrancan bravos unánimes al auditorio suspenso y dominado.

Aquel violín se queja, se entusiasma, regaña, llora: ¡con qué lamentos gime! ¡con qué dolor tan hondo se desespera y estremece!

Horas inolvidables y brevísimas son las horas que se pasan a su lado: se halla el alma a sí misma: con verse allí tan bella se perdona su mísera estrechez.

White era saludado con salvas vivísimas de aplausos. El público se movía con los movimientos de su arco poderoso: no parece un instrumento que obedece: antes una soberbia voluntad que cautiva, domina y manda.

Momentos hay en que su arco, no corre sobre el violín: se irrita con él, lo hiere, lo enajena, lo arrastra y lo esclaviza con una irresistible voluntad. Precipita, confunde, mezcla, rueda sobre las cuerdas docilísimas, corrientes de notas. Jamás vi yo triunfo tan completo del hombre sobre las dificultades de la armonía.[…]

Oyendo esta música dulcísima, toda pena se olvida, todo dolor se alivia, todo amor se sueña; se vive al fin algún instante en el espacio ilimitado, en todas las amarguras presentido, deseado cuando nuestro corazón se sacia de deseos y de impurezas, esperado cuando en el término venturoso del deber del vivir, se posa sobre nuestros ojos la última hora piadosa sin que los ojos hayan visto cuanto soñaron, ni la mano habido cuanto quiso, ni la memoria haya tenido razón para olvidar sus inconformidades nobles con la vida.

De aquí nos vamos, sin que la voluntad se sacie, sin que los deseos se cumplan, sin que la necesidad se satisfaga: vamos, pues, después de aquí, a donde tienen satisfacción y cumplimiento la voluntad, la necesidad y los deseos.

Post-vida: esto nos dice en sus palabras mágicas la música.[…]

Presentábase White a tocar la Ciaconna, para violón obligado, de Bach, cuando llegaba yo al salón. En buena hora llegué: ni antes de aquella música titánica debe oírse nada, ni nada debiera haberse oído después si todavía no hubiese quedado algo nuevo con que asombrarse en el quinteto de Mozart.

¿Qué era White tocando la música de Bach? Como dos fornidos luchadores se enlazan cuerpo a cuerpo, y se encarnizan en la lucha, y nada ven más que su exaltación creciente, y encendidos en ira no cesan en la fiera pelea hasta que el uno cae vencido, y se levanta el otro erguido vencedor. Así y en lucha igual emprendieron batalla ante el público asombrado del Conservatorio, White y su violín: ¿cómo han de querer mis palabras decir lo que en la música se dice? El arco de White resbaló primero sobre las cuerdas, luego rodó sobre ellas, luego las oprimía al correr, iba y venía en carreras incesantes: cuando todo estaba agotado, había algo más que agotar; cuando todas las voces del instrumento gemían vencidas, y todas lloraban y murmuraban todas, aún había nuevos gemidos, aún había iras nuevas en aquellas cuerdas fatigadas, impotentes ya, ya dominadas por aquella mano soberbia y poderosa que excita y subleva contra sí a las cuerdas para luchar con ellas, oírlas sollozar, oírlas gemir, doblegarlas absolutamente y no descansar hasta vencerlas.[…]

Estalló el público en bravos incesantes.

¿Quién tiene idea sin oírla, quién oída una vez se olvida de aquella lucha fantástica en que el esfuerzo humano halló su límite, y una facultad pasmosa su grado mayor de perfección?

Cuanto en el arte cabe, allí está puesto: cuanto la mano vence, está vencido. Yo he oído a Jehin Prume y a Monasterio, yo he oído a Fortuny y a Sarmiento: todo es pequeño ante esta tez cobriza, todo es pequeño ante este hombre modesto que así cautiva los aplausos de una concurrencia distinguida, así encadena a su voluntad toda atención y todo honor, así hondamente me conmueve, tanto que ayer la oí, y tal me parece que todavía tengo en el alma esa potente música de White.

Tocaron luego White y Núñez una sonata en do menor de Beethoven: digno es del eminente violinista el artista puertorriqueño: aplausos merecidos saludaban las notas finales de cada tema, y el galante Sr. Núñez aplaudía y presentaba al público al violinista, al ser cariñosamente llamados a la escena.

Núñez tocó después el allegro de una sonata de Hummel: no es un aficionado distinguido: es un maestro notable en grado nada común. Presiéntese desde las primeras notas que el artista domina por completo el instrumento que toca: acumula dificultades: recorre con mano ni un instante insegura el obediente y sonoro teclado: brevísimo nos pareció el allegro, muestra ya bastante para anunciar a un artista a quien el renombre tiene de seguro reservado ancho y espléndido camino.

Y llegó al fin el quinteto de Mozart. ¿A qué escribir con palabras? Aquello se ama y se suspira, aquello se oye y se respeta, y se siente con la ternura exquisita con que Mozart lo engendró y escribió. Rompió Mozart por entre la densa atmósfera racional que tan alto grado alcanzó en la mitad segunda del siglo XVIII. Lanzaban de sí los poetas y filósofos toda pura doctrina espiritualista: explicaba Condillac su sistema de sensaciones, y Voltaire su incredulidad convencional; ahogábase el alma bella del artista en aquel espacio mortal y mezquino; y guardó en sus notas los suspiros del alma abandonada, y compuso sus obras con las lágrimas del espíritu huérfano. Ni un instante cejó en su empeño la vida siempre activa del imperecedero autor de Nozze. Su música es una especie de lamentos de ángeles.

Y White sabe esto, White lo entiende, lo venera, lo ama y lo toca. El entusiasmo del público llegó a su colmo, el entusiasmo y el asombro, ante aquella sutilísima manera con que dirigió y en su mayor parte ejecutó White el larghetto de esta pieza bellísima saboreado con delicia verdadera por los que conmovidos y absortos oíamos, y repetido luego entre salvas de aplausos, atrayendo de nuevo al salón gran número de personas que lo habían abandonado ya.

Todo lo tenue y suave, todo lo vago y tierno, todo lo plácido y tranquilo, mézclase y resbala sobre aquellas gemidoras cuerdas, apenas heridas al pasar, por un arco que tiene el secreto de suspirar y de llorar.

Nada más: me irrito con mis palabras impotentes, que en nada dan idea de aquellos instantes de asombro transportado y conmovido.

¡Todavía resuena en mi corazón aquella música divina: todavía no duerme en mí el germen de infinitas bellezas en mal hora enamorado y despertado!

 

Revista Universal, 25 de mayo y 1º y 12 de junio de 1875

Most Popular