Cubanos

NOTA

«De Cuba ¿qué no habré escrito? » se preguntaba Martí en la carta que le escribió a Gonzalo de Quesada, desde Montecristi, semanas antes de Dos Ríos. Allí, al darle instrucciones sobre cómo ordenar sus papeles cubanos, le pidió que «en un grupo» pusiera a los «hombres», comprendiendo en el término, en su significado verdadero, tanto al varón como a la mujer. Le había escrito al poeta José Joaquín Palma: «Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar: tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos».

Soldados, poetas, figuras ilustres junto a nombres olvidados, ofrecen, en las páginas que siguen, la visión de Martí del alma cubana: el fulgor del guerrero al lado de la virtud oscura del héroe anónimo, tan necesario en la formación de un pueblo como la sangre del mártir. «Otros propagan vicios, o los disimularán», dijo en 1892, al iniciar la última etapa de su campaña revolucionaria, «a nosotros nos gusta propagar las virtudes», y él las encontraba en su justo lugar, donde quiera que veía florecer el amor, el patriotismo, el desprendimiento y la honradez.

Se habla de su gestión política, de cómo aunó voluntades para la guerra, pero con frecuencia se olvida, en el mismo empeño, la obra de su pluma, destacando méritos, aplaudiendo el sacrificio y haciendo monumentos de palabras, eternos como el mármol, a cuanto en otros vio al servicio de la nacionalidad y del mejoramiento humano. Así su programa político mostraba el fundamento moral que lo sostenía: con delicadeza suma, por ejemplo, en el artículo por la muerte de Nicolás Azcárate, su compañero en la emigración de México, en un bufete de La Habana y en el Liceo de Guanabacoa, le reprocha el error autonomista que confiaba en un entendimiento con España, y «su censurable vuelta a Cuba»; en su evocación de Pedro Gómez, condena a los anexionistas que pretendían unir a Cuba a los Estados Unidos, «un pueblo diverso, formidable y agresivo que no nos tiene por igual suyo y nos niega las condiciones de igualdad»; y al hablar del negro Marcelino Valenzuela elogia su arrojo, su amor a la patria y la armonía racial; y el «rico benévolo», Cayetano Soria, le sirve para condenar a los «ricos sórdidos» que no ayudaban al esfuerzo independentista ni practicaban la caridad; José Cristóbal Morilla habla como por Martí en su dedicación a la causa revolucionaria, porque «no era de los que creen que se echan mundos abajo con la mera opinión, ni que los pueblos se libertan, o mudan del vicio a la virtud, con el deseo perdido en el pecho ocioso».

Dominando esas estampas, y con el crédito de sus juicios sobre escritores y artistas cubanos Villaverde, Heredia, la Avellaneda, Julián del Casal y Joaquín Tejada, entre otros aparece el canto al patriotismo: la evocación admirable de Céspedes y Agramonte, de Maceo y Mariana Grajales; y de héroes de la emigración: Manuel Barranco, Carolina Rodríguez, Ramón del Valle, Eusebio Guiteras, y de otros que forman esta galería de cubanos.


CÉSPEDES Y AGRAMONTE

El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso: el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes. Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas. Hoy es fiesta, y lo que queremos es volverlos a ver al uno en pie, audaz y magnífico, dictando de un ademán, al disiparse la noche, la creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo el rostro angélico, vencedor aun en la muerte. ¡Aún se puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales!

Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cuál fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a una tigre su último cachorro. ¡Tal majestad debe inundar el alma entonces, que bien puede ser que el hombre ciegue con ella! ¿Quién no conoce nuestros días de cuna? Nuestra espalda era llagas, y nuestro rostro recreo favorito de la mano del tirano. Ya no había paciencia para más tributos, ni mejillas para más bofetones. Hervía la Isla. Vacilaba la Habana. Las Villas volvían los ojos a Occidente. Piafaba Santiago indeciso. «¡Lacayos, lacayos!» escribe al Camagüey Ignacio Agramonte desconsolado. Pero en Bayamo rebosaba la ira. La logia bayamesa juntaba en su círculo secreto, reconocido como autoridad por Manzanillo y Holguín, y Jiguaní y las Tunas, a los abogados y propietarios de la comarca, a Maceos y Figueredos, a Milaneses y Céspedes, a Palmas y Estradas, a Aguilera, presidente por su caudal y su bondad, y a un moreno albañil, al noble García. En la piedra en bruto trabajan a la vez las dos manos, la blanca y la negra: ¡seque Dios la primera mano que se levante contra la otra! No cabía duda, no; era preciso alzarse en guerra. Y no se sabía cómo, ni con qué ayuda, ni cuándo se decidiría la Habana, de donde volvió descorazonado Pedro Figueredo cuando por Manzanillo, en cuyos consejos dominaba Céspedes, lo buscan por guía los que le ven centellear los ojos. ¡La tierra se alza en montañas, y en estos hombres los pueblos! Tal vez Bayamo desea más tiempo; aún no se decide la junta de la logia; ¡acaso esperen a decidirse cuando tengan al cuello al enemigo vigilante! ¿Que un alzamiento es como un encaje, que se borda a la luz hasta que no queda una hebra suelta? ¡Si no los arrastramos, jamás se determinarán! Y tras unos instantes de silencio, en que los héroes bajaron la cabeza para ocultar sus lágrimas solemnes, aquel pleitista, aquel amo de hombres, aquel negociante revoltoso, se levantó como por increíble claridad transfigurado. Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos.

La voz cunde: acuden con sus siervos libres y con sus amigos los conspiradores, que, admirados por su atrevimiento, aclaman jefe a Céspedes en el potrero de Mabay; caen bajo Mármol Jiguaní y Holguín; con Céspedes a la cabeza adelanta Marcano sobre Bayamo; las armas son machetes de buen filo, rifles de cazoleta, y pistolones comidos de herrumbre, atados al cabo por tiras de majagua. Ya ciñen a Bayamo, donde vacila el Gobernador, que los cree levantados en apoyo de su amigo Prim. Y era el diecinueve por la mañana, en todo el brillo del sol, cuando la cabalgata libertadora pasa en orden el río, que pareció más ancho. ¡No es batalla, sino fiesta! Los más pacíficos salen a unírseles, y sus esclavos con ellos; viene a su encuentro la caballería española, y de un machetazo desbarban al jefe; llévanselo en brazos al refugio del cuartel sus soldados despavoridos. Con piedras cubiertas de algodón encendido prenden los cubanos el techo del cuartel empapado en petróleo, a falta de bombas. La guarnición se rinde, y con la espada a la cintura pasa por las calles entre las filas del vencedor respetuoso. Céspedes ha organizado el Ayuntamiento, se ha titulado Capitán General, ha decidido con su empeño que el préstamo inevitable sea voluntario y no forzoso, ha arreglado en cuatro negociados la administración, escribe a los pueblos que acaba de nacer la República de Cuba, escoge para miembros del Municipio a varios españoles. Pone en paz a los celosos; con los indiferentes es magnánimo; confirma su mando por la serenidad con que lo ejerce. Es humano y conciliador. Es firme y suave.[…]

¿Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen todavía mejilla aquellos señores para años: «no valen para nada ¡para nada!» Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: «¡ése!»; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas.

Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón; se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito; se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano: «¡Le tengo miedo a tanta felicidad!» Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.[…]

¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! «¡Jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana será crimen. ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable». Y se inclinaba el héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijeras de coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.

¿Y aquél era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía «El Idilio»? ¿Aquél el que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos? ¿Aquél el que tenía por entretenimiento saltar tan alto con su alazán Mambí la cerca, que se le veía perder el cuerpo en la copa de los árboles? ¿Aquél el que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en un encuentro el Tigre al frente, el Tigre jamás vencido brazo a brazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de Mayor, y la que le relampaguea en los ojos, tiene el machete del Tigre a raya? ¿Aquél que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tienen cautivos sus amores? ¿Aquél que cuando mil españoles le llevan preso al amigo, da sobre ellos con treinta caballos, se les mete por entre las ancas, y saca al amigo libre? ¿Aquél que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?

Aquél era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a su mulato con la punta del cuchillo en las hojas de los árboles; el que despedía en sigilo decoroso sus palabras austeras, y parecía que curaba como médico cuando censuraba como general; el que cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel hacía cubalibre con la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a su caballo, antes que comérselos él solo; el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre! Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: «¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!»

¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!

 

El Avisador Cubano, Nueva York, 10 de octubre de 1888.

ANTONIO MACEO

De la madre, más que del padre, viene el hijo, y es gran desdicha deber el cuerpo a gente floja o nula, a quien no se puede deber el alma; pero Maceo fue feliz, porque vino de león y de leona. Ya está yéndosele la madre, cayéndosele está ya la viejecita gloriosa en el indiferente rincón extranjero, y todavía tiene manos de niña para acariciar a quien le habla de la patria. Ya se le van los ojos por el mundo, como buscando otro, y todavía le centellean, como cuando venía el español, al oír contar un lance bueno de sus hijos. Levanta la cabeza arrugada, con un pañuelo que parece corona. Y no se sabe por qué, pero se le besa la mano. A la cabecera de su nieto enfermo, de un huevecillo de hombre, habla la anciana ardiente de las peleas de sus hijos, de sus terrores, de sus alborozos, de cuando vuelva a ser. Acurrucada en un agujero de la tierra pasó horas mortales, mientras que a su alrededor se cruzaban por el pomo sables y machetes. Vio erguirse a su hijo, sangrando del cuerpo entero, y con diez hombres desbandar a doscientos. Y a los que en nombre de Cuba la van aún a ver, les sirve con sus manos y los acompaña hasta la puerta.

María, la mujer, nobilísima dama, ni en la muerte vería espantos, porque le vio ya la sombra muchas veces, sino en un corazón de hijo de Cuba, que ésa si es noche fiera, donde se apagase el anhelo de la independencia patria. Ingratitud monstruosa le parece a tanta sangre vertida, y falta extraña de coraje, porque ella, que es mujer, ha visto al cubano terco y maravilloso, y luego, con el machete de pelea, le ve ganarse el pan. En sala no hay más culta matrona, ni hubo en la guerra mejor curandera. De ella fue el grito aquel: «Y si ahora no va a haber mujeres, ¿quién cuidará de los heridos?» Con las manos abiertas se adelanta a quien le lleve esperanzas de su tierra: y con silencio altivo ofusca a quien se la desconfía u olvida. ¡Que su esposo vea otra sangre en la pelea, y no dé la suya! De negro va siempre vestida, pero es como si la bandera la vistiese. «¡Ah! lo más bello del mundo era ver al Presidente, con su barba blanca y su sombrero grande de camino, apoyado en un palo, subiendo a pie la loma: porque él siempre, cuando iba por Oriente, paraba donde Antonio!» Y es música la sangre cuando cuenta ella «del ejército todo que se juntó por el Camagüey para caer sobre las Villas, e iban de marcha en la mañana con la caballería, y la infantería, y las banderas, y las esposas y madres en viaje, y aquellos clarines». ¡Fáciles son los héroes, con tales mujeres!

En Nicoya vive ahora, sitio real antes de que la conquista helase la vida ingenua de América, el cubano que no tuvo rival en defender, con el brazo y el respeto, la ley de su República. Calla el hombre útil, como el cañón sobre los muros, mientras la idea incendiada no lo carga de justicia y muerte. Va al paso por los caseríos de su colonia con el jinete astuto, el caballo que un día, de los dos cascos de atrás, se echó de un salto, revoleando el acero, en medio de las bayonetas enemigas.

Escudriñan hoy pecadillos de colonos y quejas de vecindad, los ojos límpidos que de una paseada se bebían un campamento. De vez en cuando sonríe, y es que ve venir la guerra. Le aviva al animal el trote, pero pronto le acude a la brida, para oír la hora verdadera, para castigarle a la sangre la mocedad. La lluvia le cae encima, y el sol fuerte, sin que le desvíen el pensamiento silencioso, ni la jovial sonrisa; y sobre la montura, como en el banquete que le dieron un día al aire libre, huirán todos, si se empieza a cerrar el cielo, mientras que él mirará de frente a la tempestad. Todo se puede hacer. Todo se hará a su hora.[…]

Es júbilo de novio. Y hay que poner asunto a lo que dice, porque Maceo tiene en la mente tanta fuerza como en el brazo. No hallaría el entusiasmo pueril asidero en su sagaz experiencia. Firme es su pensamiento y armonioso, como las líneas de su cráneo. Su palabra es sedosa, como la de la energía constante, y de una elegancia artística que le viene de su esmerado ajuste con la idea cauta y sobria. No se vende por cierto su palabra, que es notable de veras, y rodea cuidadosa el asunto, mientras no esté en razón, o insinúa, como quien vuelve de largo viaje, todos los escollos o entradas de él. No deja frase rota, ni usa voz impura, ni vacila cuando lo parece, sino que tantea su tema o su hombre. Ni hincha la palabra nunca ni la deja de la rienda. Pero se pone un día el sol, y amanece al otro, y el primer fulgor da, por la ventana que mira al campo de Marte, sobre el guerrero que no durmió en toda la noche buscándole caminos a la patria. Su columna será él, jamás puñal suyo. Con el pensamiento la servirá, más aún que con el valor. Le son naturales el vigor y la grandeza. El sol, después de aquella noche, entraba a raudales por la ventana.

 

Patria, 6 de octubre de 1893.

HEREDIA

Señoras y señores:

Con orgullo y reverencia empiezo a hablar, desde este puesto que de buen grado hubiera cedido, por su dificultad excesiva, a quien, con más ambición que la mía y menos temor de su persona, hubiera querido tomarlo de mí, si no fuera por el mandato de la patria, que en este puesto nos manda estar hoy, y por el miedo de que el que acaso despertó en mi alma, como en la de los cubanos todos, la pasión inextinguible por la libertad, se levante en su silla de gloria, junto al sol que él cantó frente a frente, y me tache de ingrato.

Donde son más altas las palmas en Cuba nació Heredia: en la infatigable Santiago. Y dicen que desde la niñez, como si el espíritu de la raza extinta le susurrase sus quejas y le prestara su furor, como si el último oro del país saqueado le ardiese en las venas, como si a la luz del sol del trópico se le revelasen por merced sobrenatural las entrañas de la vida, brotaban de los labios del «niño estupendo» el anatema viril, la palabra sentenciosa, la oda resonante.[…]

Preveía, con sus ojos de fuego, el martirio a que los hombres, denunciados por el esplendor de la virtud, someten al genio, que osa ver claro de noche. Sus versos eran la religión y el orgullo de la casa. La madre, para que no se los interrumpieran, acallaba los ruidos. El padre le apuntalaba las rimas pobres. Le abrían todas las puertas. Le ponían, para que viese bien al escribir, las mejores luces del salón. ¡Otros han tenido que componer sus primeros versos entre azotes y burlas, a la luz del cocuyo inquieto y de la luna cómplice!…: los de Heredia acababan en los labios de su madre, y en los brazos de su padre y de sus amigos. La inmortalidad comenzó para él en aquella fuerza y seguridad de sí que, como lección constante de los padres duros, daba a Heredia el cariño de la casa.

Era su padre oidor, y persona de consejo y benevolencia, por lo que lo escogieron, a más de la razón de su nacimiento americano, para ir a poner paz en Venezuela.[…]

Vivió luego en México, y oyó contar de una cabeza de cura, que daba luz de noche, en la picota donde el español la había clavado. ¡Sol salió de aquella alma, sol devastador y magnífico, de aquel troquel de diamante.

Y volvió a Cuba. El pan le supo a villanía, la comodidad a robo, el lujo a sangre. Su padre llevaba bastón de carey, y él también, comprado con el producto de sus labores de juez, y de abogado nuevo en una sociedad vil. El que vive de la infamia, o la codea en paz, es un infame. Abstenerse de ella no basta: se ha de pelear contra ella. Ver en calma un crimen, es cometerlo. La juventud convida a Heredia a los amores: la condición favorecida de su padre, y su fama de joven extraordinario, traen clientes a su bufete: en las casas ricas le oyen con asombro improvisar sobre cuarenta pies diversos, cuarenta estrofas: «¡Ese es Heredia!» dicen por las calles, y en las ventanas de las casas, cuando pasa él, las cabezas hermosas se juntan, y dicen bajo, como el más dulce de los premios: «¡Ese es Heredia!» Pero la gloria aumenta el infortunio de vivir, cuando se la ha de comprar al precio de la complicidad con la vileza: no hay más que una gloria cierta, y es la del alma que está contenta de sí. Grato es pasear bajo los mangos, a la hora deliciosa del amanecer, cuando el mundo parece como que se crea, y que sale de la nada el sol, con su ejército de pájaros vocingleros, como en el primer día de la vida: ¿pero qué «mano de hierro» le oprime en los campos cubanos el pecho? ¿Y en el cielo, qué mano de sangre? En las ventanas dan besos, y aplausos en las casas ricas, y la abogacía mana oro; pero al salir del banquete triunfal, de los estrados elocuentes, de la cita feliz, ¿no chasquea el látigo, y pide clemencia a un cielo que no escucha la madre a quien quieren ahogarle con azotes los gritos con que llama al hijo de su amor? El vil no es el esclavo, ni el que lo ha sido, sino el que vio este crimen, y no jura, ante el tribunal certero que preside en las sombras, hasta sacar del mundo la esclavitud y sus huellas. ¿Y la América libre, y toda Europa coronándose con la libertad, y Grecia misma resucitando, y Cuba, tan bella como Grecia, tendida así entre hierros, mancha del mundo, presidio rodeado de agua, rémora de América? Si entre los cubanos vivos no hay tropa bastante para el honor, ¿qué hacen en la playa los caracoles, que no llaman a guerra a los indios muertos? ¿Qué hacen las palmas, que gimen estériles, en vez de mandar? ¿Qué hacen los montes, que no se juntan falda contra falda, y cierran el paso a los que persiguen a los héroes? En tierra peleará, mientras haya un palmo de tierra, y cuando no lo haya, todavía peleará, de pie en la mar. Leónidas desde las Termópilas, desde Roma Catón, señalan el camino a los cubanos. «¡Vamos, Hernández!» De cadalso en cadalso, de Estrampes en Agüero, de Plácido en Benavides, erró la voz de Heredia, hasta que un día, de la tiniebla de la noche, entre cien brazos levantados al cielo, tronó en Yara. Ha desmayado luego, y aun hay quien cuente, donde no se anda al sol, que va a desaparecer. ¿Será tanta entre los cubanos la perversión y la desdicha, que ahoguen, con el peso de su pueblo muerto por sus propias manos, la voz de su Heredia? Entonces fue cuando vino a New York, a recibir la puñalada del frío, que no sintió cuando se le entró por el costado, porque de la pereza moral de su patria hallaba consuelo, aunque jamás olvido, en aquellas ciudades ya pujantes, donde, si no la república universal que apetecía su alma generosa, imperaba la libertad en una comarca digna de ella. En la historia profunda sumergió el pensamiento: estudió maravillado los esqueletos colosales; aterido junto a su chimenea, meditaba en los tiempos, que brillan y se apagan; agigantó en la soledad su mente sublime; y cuando, como quien se halla a sí propio, vio despeñarse a sus pies, rotas en luz, las edades de agua, el Niágara portentoso le reveló, sumiso, su misterio, y el poeta adolescente de un pueblo desdeñado halló, de un vuelo, el sentido de la naturaleza que en siglos de contemplación no habían sabido entender con tanta majestad sus propios habitantes.[…]

México es tierra de refugio, donde todo peregrino ha hallado hermano.[…]

A México va Heredia, adonde pone a la lira castellana flores de roble el gran Quintana Roo.[…]

México lo agasaja como él sabe, le da el oro de sus corazones y de su café, sienta a juzgar en la silla togada al forastero que sabe de historia como de leyes y pone alma de Volney al épodo de Píndaro.[…]

Un día, un amigo piadoso, un solo amigo, entró, con los brazos tendidos, en el cuarto de un alguacil habanero, y allí estaba, sentado en un banco, esperando su turno, transparente ya la mano noble y pequeña, con la última luz en los ojos, el poeta que había tenido valor para todo, menos para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas. Temblando salió de allí, del brazo de su amigo; al recobrar la libertad en el mar, reanimado con el beso de su madre, volvió a hallar, para despedirse del universo, los acentos con que lo había asombrado en su primera juventud; y se extinguió en silencio nocturno, como lámpara macilenta, en el valle donde vigilan perennemente, doradas por el sol, las cumbres del Popocatepetl y el Iztaccihuatl. Allí murió, y allí debía morir el que para ser en todo símbolo de su patria, nos ligó en su carrera de la cuna al sepulcro, con los pueblos que la creación nos ha puesto de compañeros y de hermanos: por su padre con Santo Domingo, semillero de héroes, donde aún, en la caoba sangrienta, y en el cañaveral quejoso, y en las selvas invictas, está como vivo, manando enseñanzas y decretos, el corazón de Guarocuya; por su niñez con Venezuela, donde los montes plegados parecen, más que dobleces de la tierra, los mantos abandonados por los héroes al ir a dar cuenta al cielo de sus batallas por la libertad; y por su muerte, con México, templo inmenso edificado por la naturaleza para que en lo alto de sus peldaños de montañas se consumase, como antes en sus teocalis los sacrificios, la justicia final y terrible de la independencia de América.

Y si hasta en la desaparición de sus restos, que no se pueden hallar, simbolízase la desaparición posible y futura de su patria, entonces ¡oh Niágara inmortal! falta una estrofa, todavía útil, a tus soberbios versos. ¡Pídele ¡oh Niágara! al que da y quita, que sean libres y justos todos los pueblos de la tierra; que no emplee pueblo alguno el poder obtenido por la libertad, en arrebatarla a los que se han mostrado dignos de ella; que si un pueblo osa poner la mano sobre otro, no lo ayuden al robo, sin que te salgas, oh Niágara, de los bordes, los hermanos del pueblo desamparado!

Las voces del torrente, los prismas de la catarata, los penachos de espuma de colores que brotan de su seno, y el arco que le ciñe las sienes, son el cortejo propio, no mis palabras, del gran poeta en su tumba. Allí, frente a la maravilla vencida, es donde se ha de ir a saludar al genio vencedor.[…]

¿Y nosotros, culpables, cómo lo saludaremos? ¡Danos, oh padre, virtud suficiente para que nos lloren las mujeres de nuestro tiempo, como te lloraron a ti las mujeres del tuyo; o haznos perecer en uno de los cataclismos que tú amabas, si no hemos de saber ser dignos de ti!

Discurso en el Harman Hall, de Nueva York, el 30 de noviembre de 1889.

JULIÁN DEL CASAL

Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras sólo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son hoy más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.

De la beldad vivía prendida su alma; del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria. En el mundo, si se le lleva con dignidad, hay aún poesía para mucho; todo es el valor moral con que se encare y dome la injusticia aparente de la vida; mientras haya un bien que hacer, un derecho que defender, un libro sano y fuerte que leer, un rincón de monte, una mujer buena, un verdadero amigo, tendrá vigor el corazón sensible para amar y loar lo bello y ordenado de la vida, odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia. El sello de la grandeza es ese triunfo. De Antonio Pérez es esta verdad: «Sólo los grandes estómagos digieren veneno».

Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen; y fue que la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como con antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma. La poesía vive de honra.

Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer. ¡Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio! Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran.

 

Patria, 31 de octubre de 1893.

BACHILLER Y MORALES

La inteligencia es don casual que la Naturaleza, soñolienta a veces, pone en el cráneo de un vil, como pone en un cuerpo de hetaira la hermosura: a muchos hombres se les puede dejar la espalda descubierta de un tirón, y enseñar el letrero que dice claro: «¡hetaira!» El don propio, y medida del mérito, es el carácter, o sea el denuedo para obrar conforme a la virtud, que tiene como enemigos los consejos del mundo y los afectos más poderosos en el alma.

Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, era orgullo de Cuba Bachiller y Morales, y ornato de su raza. Pero más que por aquella laboriosidad pasmosa, clave y auxiliar de todas sus demás virtudes; más que por aquellos anaqueles de saber que hacían de su mente capaz, una como biblioteca alejandrina; más que por aquel candor moral que en tiempos aciagos, y con la bota del amo en la frente, le tuvo entretenido, como en quehacer doméstico, en investigar las curiosidades más recónditas de su Cuba, de su América, y los modos más varios de serles útil; más que por aquella mezcla dichosa de ingenuidad y respeto en la defensa de sus juicios, y por la sencillez e ingenio con que trataba, como a amigos de su corazón, al principiante más terco y al niño más humilde; más que por aquella juventud perenne en que mantuvieron su inteligencia el afán de saber y la limpieza de su vida, fue Bachiller notable porque cuando pudo abandonar a su país o seguirlo en la crisis a que le tenían mal preparado su carácter pacífico, su filosofía generosa, su complacencia en las dignidades, su desconfianza en la empresa, sus hábitos de rico, dejó su casa de mármol con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve.

Y vivió en estos fríos, sin que la mudanza de fortuna le agriase la mansedumbre, con aquella sanidad ejemplar que le daba fuerza de mente, en su vida de prócer habanero, para acabar traduciendo versos pomposos de Lefranc de Pompignan el día que había empezado cotejando el libro de Horn sobre orígenes de América, con la relación del pobre lego Ramón Pane, escrita por mandado de su señor el almirante; o rematar, en el desahogo del domingo, un estudio sobre los nombres del aje, o la región de los omaguas de casco de oro y peto de algodón, o un comentario sobre lo que dice Moke de la raza pacífica de las Antillas en su Historia de los Pueblos Americanos.

Nueva York mismo, harto ocupada para cortesías, le daba puesto de honor en sus academias; y no había asiento más bruñido que el del «caballero cubano», en la biblioteca de Astor; porque de otra cosa no muestra vanidad, pero sí de que sepan cómo estuvo en la biblioteca «por última vez en tal día».[…]

Pero lo que enamoraba de él era aquel carácter jovial y sencillo, a que la muerte de sus hijos dio ya, al medio de la vida, la sazón de la tristeza, más no el ceño que en almas menos bellas pone la desgracia. Con saber tanto, jamás pedanteaba; ni se ponía como otros, donde le oyesen, así como sin querer, las novedades que acaba de entresacar de este o aquel libro, o componer, con cierto aire que parezca desorden, en la soledad de la alcoba literaria; ni era escritor femenil, celoso y turbulento, que va dejando caer por donde pasa piedras envueltas en papeles de colores, de modo que llamen la atención, sobre la fama del que con su valer le mueve a envidia; sino que fue, en la amistad como en la cátedra, hombre natural, que decía lo que pensaba con llaneza, sin esconder la sabiduría, que era mucha para escondida, ni ponerla a toda hora por delante; y gozaba como si le reconocieran el suyo, cuando hallaba un mérito nuevo que admirar. Y en las cosas del decoro, mucho más meritorias y difíciles que las de la palabra, no iba él, que sabía harto del mundo, censurando a los caídos y a los flojos; mas no era de los que lo creen todo permisible, hasta la vileza, si se la puede esconder bien, hasta el crimen de los crímenes, que es disfrazar la vileza de virtud, con tal de adelantar en los bienes del mundo y preponderar sobre sus rivales. El amaba el bienestar, y supo procurárselo con las artes lícitas y concesiones prudentes de la vida; pero donde su fuero de hombre podía sufrir merma, o le querían sofocar la opinión libre, o le lastimaban en algo su corazón cubano, aquel jurista tímido tenía bravura de tribuno, y era como los de Flandes, que antes que abjurar de su pensamiento querían que se les pegase la lengua al paladar. El fue tipo ejemplar de aquellos próceres cubanos, que lo eran por su amor al derecho y su pasión por el bien del infeliz; a tan de adentro traían, como fósforo del hueso y glóbulo de la sangre, el cariño a la patria, que era como sajarles en la carne viva, o poner manos en la madre de su corazón el atentar a aquélla a quien, con fe de caballeros, habían jurado en pago de la vida, purísima ternura. Con ella se iban a la desdicha: por ella se sofocaban en el pecho el ardor generoso: por ella pedían a la naturaleza una mejilla más para ofrecérsela al tirano. Para ella viven, y con ella resplandecen. Con ella y con América.

 

El Avisador Hispano-americano, Nueva York, 24 de enero de 1889.

MARIANA GRAJALES

Con su pañuelo de anciana a la cabeza, con los ojos de madre amorosa para el cubano desconocido, con fuego inextinguible, en la mirada y en el rostro todo, cuando se hablaba de las glorias de ayer, y de las esperanzas de hoy, vio Patria, hace poco tiempo, a la mujer de ochenta y cinco años que su pueblo entero, de ricos y de pobres, de arrogantes y de humildes, de hijos de amo y de hijos de siervo, ha seguido a la tumba, a la tumba en tierra extraña. Murió en Jamaica el 27 de noviembre, Mariana Maceo.

«Los cubanos todos», dice una carta a Patria, «acudieron al entierro, porque no hay corazón de Cuba que deje de sentir todo lo que debe a esa viejita querida, a esa viejita que le acariciaba a usted las manos con tanta ternura. La mente se le iba ya del mucho vivir, pero de vez en cuando se iluminaba aquel rostro enérgico, como si diera en él un rayo de sol; ¡no era así antes, cuando nos veía como olvidados de Cuba! Recuerdo que cuando se hablaba de la guerra en los tiempos en que parecía que no la volveríamos a hacer, se levantaba bruscamente, y se iba a pensar, sola: ¡y ella, tan buena, nos miraba como con rencor! Muchas veces, si me hubiera olvidado de mi deber de hombre, habría vuelto a él con el ejemplo de aquella mujer. Su marido y dos hijos murieron peleando por Cuba, y todos sabemos que de los pechos de ella bebieron Antonio y José Maceo las cualidades que los colocaron a la vanguardia de los defensores de nuestras libertades». Así escribe de Mariana Maceo, con pluma reverente, un hombre de antiguo e ilustre apellido cubano.

Por compasión a las almas de poca virtud, que se enojan y padecen del mérito de que no son capaces, y por el decoro de la grandeza más bella, en el silencio, sujetaremos aquí el elogio de la admirable mujer, hasta que el corazón, turbado hoy en la servidumbre, pueda, en la patria que ella no vio libre, dar con el relato de su vida, una página nueva a la epopeya. ¿Su marido, cuando caía por el honor de Cuba no la tuvo al lado? ¿No estuvo ella de pie, en la guerra entera, rodeada de sus hijos? ¿No animaba a sus compatriotas a pelear, y luego, cubanos o españoles, curaba a los heridos? ¿No fue, sangrándole los pies, por aquellas veredas, detrás de la camilla de su hijo moribundo, hecha de ramas de árbol? ¡Y si alguno temblaba, cuando iba a venirle al frente el enemigo de su país, veía a la madre de Maceo con su pañuelo a la cabeza, y se le acababa el temblor! ¿No vio a su hijo levantarse de la camilla adonde perecía de cinco heridas, y con una mano sobre las entrañas deshechas y la otra en la victoria, echar monte abajo, con su escolta de agonía, a sus doscientos perseguidores? Y amaba, como los mejores de su vida, los tiempos de hambre y sed, en que cada hombre que llegaba a su puerta de yaguas, podía traerle la noticia de la muerte de uno de sus hijos. ¡Cómo, la última vez que la vio Patria contaba, arrebatando las palabras, los años de la guerra! Ella quería que la visita se llevase alguna cosa de sus manos; ella lo envolvía con mirada sin fin; ella lo acompañaba hasta la puerta misma, premio más grato por cierto, el del cariño de aquella madre de héroes que cuantos huecos y mentirosos pudiese gozar en una sociedad vil o callosa la vanidad humana! Patria en la corona que deja en la tumba de Mariana Maceo, pone una palabra: «¡Madre!»

 

Patria, 12 de diciembre de 1893.

CIRILO VILLAVERDE

De su vida larga y tenaz de patriota entero y escritor útil ha entrado en la muerte, que para él ha de ser el premio merecido, el anciano que dio a Cuba su sangre, nunca arrepentida, y una inolvidable novela. Otros hablen de aquellas pulidas obras suyas, de idea siempre limpia y viril, donde lucía el castellano como un río nuestro sosegado y puro, con centelleos de luz tranquila de entre el ramaje de los árboles, y la mansa corriente recargada de flores frescas y de frutas gustosas. Otros digan cómo aprovechó para bien de su país el don de imaginar, o compuso sus novelas sociales en lengua literaria, antes de que de retazos de Rinconete o de copias de Francia e Inglaterra diesen con el arte nuevo los narradores españoles. Ni cuando el amable Del Monte saludaba en él, con aquel cultivo del mérito por donde es la crítica más útil que por la agria censura, «al primer novelista de los cubanos»; ni cuando en el silencio del destierro, con aquella rara mente que tiene de la miopía la menudez sin la ceguera, compuso, al correr de sus recuerdos de criollo indignado, los últimos capítulos de su triste y deleitosa Cecilia; ni cuando a la sombra de los nobles lienzos de Canos o Murillos que le quedaron de la antigua fortuna, leía, con orgullo de criollo fiel, los elogios vehementes de América, o alguno de España, de ignorancia infeliz; ni cuando en las oscuras mañanas de invierno iba puntual, muy hundido ya el cuerpo, a su servidumbre de trabajador, allá en la mesa penosa de El Espejo, se vio a Cirilo Villaverde tan meritorio y fogoso y digno de verdadera admiración, como una noche de New York, de mortal frío, en que, recién vencida, en un ensayo descompuesto, la idea de la independencia de su patria, con sus manos de setenta años recibía afanoso, en la puerta de un triste salón, a los hombres enteros, capaces de lealtad en la desdicha, que a su voz iban a buscar manera de reanudar la lucha inmortal que en los yerros inevitables y útiles aprende lo que ha de contar, o de descontar, para poner al fin, sobre la colonia que ciega a los hombres y los pudre, la república que los desata y los levanta. ¡Y qué manso contraste, el de la blandura de sus gestos con el azote y rebeldía de su palabra! «¿A qué perder tiempo? ¿A qué creer que el lobo le ponga mesa a la oveja, y se salga del festín, y se quede con hambre a la puerta, mientras la oveja adentro triunfa y se regala? ¿A qué tener atado uno de los países nuevos del mundo a una nación caída, hambrienta e inútil? ¿A qué confundir la necesidad histórica y humana de la independencia de Cuba, que es ley que sólo admite la demora de la madurez, y no se puede desviar, con la infelicidad, respetable siempre, de una de las tentativas hechas para acelerarla? ¡Pues a otra tentativa, mejor hecha! ¡Seguir hasta llegar!» Y el anciano hablaba a los jóvenes, rodeado de ancianos. Tenía derecho a hablar, porque en la hora de la prueba, cuando el empuje de Narciso López, no había mostrado miedo de morir.

«Castellano, hijo» decía una vez a un amigo de Patria, en la casa vetusta de la calle de San Ignacio, aquel tierno amigo, y maestro de la lengua, que se llamó Anselmo Suárez y Romero «castellano no lo escribo en Cuba yo, ni los que dicen que no lo escribo bien; si quieres castellano hermoso, lee a Cirilo Villaverde»; y de junto al manuscrito de las «Semblanzas», que es tesoro que ya no debiera andar oculto, y el cuaderno donde en lucida letra inglesa le habían copiado el capítulo de Francisco que hizo llorar a José de la Luz, sacó Anselmo, y apretó con las dos manos, el primer volumen de Cecilia Valdés, el que se publicó por 1838. En el Norte vivía Villaverde; pero donde había letras en Cuba, o quien hablase de ellas, su nombre era como una leyenda, y el cariño con que lo quiso y guió Del Monte. En el Norte vivía él, con el consuelo de amar y venerar, y ver de cerca la noble pasión, a la cubana que en el indómito corazón lleva toda la fiereza y esperanza de Cuba, y en los ojos todo el fuego, y el mérito todo de la tierra en la abundancia y gracia de su magnífica palabra: a su compañera célebre, Emilia Casanova Cuba, que no olvida a quienes la aman, lo recibía, en sus visitas de salud, con orgullo y agasajo; y él venía como muerto, si hablaba, cual no queriendo hablar, de la conformidad vergonzosa con nuestro estéril deshonor, y como renovado, al recordar a este hombre o aquel, y la generación que sube, y la ira sorda. Ha muerto tranquilo, al pie del estante de las obras puras que escribió, con su compañera cariñosa al pie, que jamás le desamó la patria que él amaba, y con el inefable gozo de no hallar en su conciencia, a la hora de la claridad, el remordimiento de haber ayudado, con la mentira de la palabra ni el delito del acto, a perpetuar en su país el régimen inextinguible que lo degrada y ahoga.

 

Patria, 30 de octubre de 1894.

ISABEL FIGUEREDO

Tiene el día un instante de ígnea claridad, en que se inundan como de un oro rojo los campos y las montañas, y es la tierra toda, mientras dura el esplendor, limpieza y triunfo: es la hora en que el sol rompe sobre la tierra reposada. Como con ese fuego, mas sin nube ni noche, es el amor a Cuba en la casa errante de las hijas de Pedro Figueredo, aquél de los primeros, de los que se resolvieron y empujaron a los apoltronados y cobardes, de los ricos de Bayamo que pusieron fuego a sus casas, más para saludar con digna antorcha el nacimiento de la patria libre que para quemarle el asilo a la tropa cercana de Valmaseda. El fue de los que oyeron, en la oscuridad indecisa, el grito misterioso que puede más que el interés impuro, y es la verdadera razón: ¿qué vale, ricos inútiles, tener un potrero próspero y un hijo que ha de criarse, para que no salga nulo o vil, en la tierra extranjera, y sólo a fuerza de cobardía y de mentira podrá vivir en la tierra propia? ¿o vale más un potrero que un hijo? ¿y la panza en esta vida que el contento y la luz del alma que sale honrada de ella? ¿y el vivir bien ahíto, acaudalando y riendo, mientras los rufianes malignos y lerdos se extienden por sobre la riqueza y el honor de nuestra patria, y nos echan de nuestra cuna, como los yankees a los últimos californianos, poniendo fuego en torno de la casa de la gente dormida, cercando con la deshonra diaria al pueblo dormido? No: más vale morir peleando como Perucho Figueredo, padre de la revolución, y de la hija leal que halló imposible la vida esclava en la tierra donde su padre, enajenado del contento, les prendió a los hombres, cuando la primera procesión de Cuba libre, el velo azul de la libertad. ¡Con qué vida se le iluminaban los ojos a Isabel Figueredo, a la compañera amada del leal Lufríu, cuando, alrededor de una mesa de familia, se decía esta hazaña o aquella, de las que vio con sus ojos, y ya no puede ver! ¡Con qué ternura servía el manjar hecho de sus manos a los buenos defensores del honor del país! ¡Con qué magnífico desprecio, y aireado ademán de la cabeza, aludía a esos hombres de Cuba, encubridores y cómplices de su propia infamia, que «tienen menos valor que nosotras las mujeres!» Y ella, la hija de ricos, vivía casi feliz, como tanto rico de ayer, en el arenal donde la virtud majestuosa ha visto purificarse a las puertas de Cuba la esclavitud y el trabajo, donde el cubano infeliz dice, apenas sale de la sombra de las fortalezas, la verdad imperecedera de su corazón. La familia es ésa, y la única familia del mundo: las almas honradas. Al vil, se le ha de decir vil. O se pasa por su lado, en silencio compasivo. A las mujeres fieles a la desdicha y grandeza de la libertad, a la guerra terrible y al hogar pobre, se las quiere desde las entrañas, como a Isabel Figueredo.

 

Patria. 15 de septiembre de 1894.

CAROLINA RODRÍGUEZ

Carolina Rodríguez está enferma en Tampa; la que en los días de la guerra, con nuestro pabellón por único novio, sirvió de confidente, a riesgo diario de su vida, a nuestro ejército de las Villas; la que, echada de las casas tímidas y durmiendo en botes, salió y entró por Cuba, en recados de la patria; la que de la pureza e inexhaustos arranques de su patriotismo saca razón, y excusa si la necesitase, para la bravura con que, allá en su fervor, condena a los que tiene por cubanos perniciosos, o tibios; la que sufre, sola, más que del mal del cuerpo, del miedo de salir del mundo antes de ver oreado su pueblo por el aire creador de la libertad; la que ha mandado tantas limosnas a los hospitales y a los presidios: la «vieja de los cubanos». ¿Qué cubano la dejará en tristeza? ¿Qué cubano amargará su enfermedad? ¿Quién no la ve, en el frío de la mañanita, arrebujada en su manta negra, yendo de la cabecera de un enfermo, o de la casa donde regaló el jornal de ayer, a su silla de cuero y su barril de despalilladora?

¡De los tabaqueros, suelen hablar con desdén los que no tienen el valor del trabajo, ni el de ganar con sus manos, sea cualquiera la labor, una vida libre y honrada! Esta mujer que desafió la muerte durante años enteros, que conoce y juzga sus clásicos de historia y de las letras, que habla sin temor su pensamiento en una lengua viva a que la naturalidad y la honradez suelen dar belleza literaria, gana el jornal de que vive, y las limosnas que acaso ya no puede hacer, en su silla de cuero, frente a su barril de despalilladora.

Y allá en Ibor, rincón valiente de cubanos, está enferma, y rodeada sin duda de hijos, la que expuso tantas veces la vida por nuestra patria.

 

Patria. 24 de marzo de 1893.

MANUEL BARRANCO

Revuelto el cabello, limpia la frente, callados los ojos, comido de la vida el rostro triste, yacía en su ataúd de hierro el buen Manuel Barranco. A sus pies, arrodillada, se le juraba de nuevo su esposa, se le juraba para lo que falta de esta vida, y oían el gran dolor los ocho hijos, y los amigos reverentes. Así debía salir del mundo, sin pompa mortuoria, como entre la familia que se reúne para despedir al viajero, el hombre llano y real que de la niñez sana del campo subió, aún en el primer bozo, a maestro, que de los brazos de la madre enérgica se arrancó para ir a pelear por su país, que en la pobreza del destierro levantó, a puño diario, una fortuna que jamás contribuyó a la opresión, sino a la libertad, ni al lujo ofensivo, sino a las necesidades ajenas, y una familia donde no hay ley más alta que la del trabajo, y la del amor. Algo había, en la blancura y dureza del hielo donde lo fuimos a enterrar, del carácter tenaz y leal del niño precoz, del expedicionario valiente, del trabajador ávido, del rico útil, del maestro original y libre.

De la vida de Manuel Barranco se saca una sana lección, y más de una; y la más beneficiosa de todas, porque alcanza a mayor número, es la de la capacidad del hombre cubano para crear de sí, en condiciones hostiles, un ente social, productivo y decoroso. Otros, menguados, ahogados en la vida como una flor seca entre las páginas de un libro, van, sin savia ni color, mendigando coléricos por el mundo, que sólo respeta a los que fundan y batallan. Manuel Barranco, de niño, vivió con pocas letras en su Camagüey laborioso; por su afán de saber empezó a tener fama, y por lo osado y franco de su pensamiento, y lo enviaron a la Escuela Normal de la Habana, a aprender a enseñar, que es lo más bello y honroso del mundo, y cría alma de padre, amorosa y augusta: no quiso que sus discípulos aprendiesen moral servil, como la exigía un texto astuto del gobierno despótico, y los cubanos buenos de Las Villas le pusieron una escuela libre, adonde iban a oír al maestro hermano los padres y los hijos, y hombres de más barba que él: surgió la guerra, y él fue a ella en un barco desgraciado, y para ella dio el trabajo de sus manos, el calor de su corazón, el servicio de su palabra, desbordada unas veces, y como confusa por la impaciencia del pensamiento, y muchas veces sagaz y decisiva: vino la tregua necesaria, para que la libertad fatigada recobrase las fuerzas, y, al erguirse de nuevo, halló fiel y enamorado como siempre a Manuel Barranco. A otros los envilece la prosperidad, y el primer servicio a que la ponen es emanciparse, desde su seguro inhumano e insolente, de los deberes por donde es respetable el hombre. A Barranco le era grata la noble riqueza, porque con ella podía ir levantando como cubanos útiles a sus hijos, y con ella podía ayudar a poner arma al brazo bravo y alas a la mar: no era él de los cobardes y ladrones que gozarán mañana en calma, y aun con clamor de especial privilegio, de la libertad que en su hora de agonía dejaron sin ayuda: él, que se veía morir, servía a la patria en silencio, ya de tesoro, ya de pensador, ya de criado: ¡lo que él quería era ver su tierra poblada de hombres! Así, escondido, iba en las noches frías, ya visitado por la muerte, a enseñar a las almas limpias de «La Liga», más que la gramática práctica o la geografía pintoresca, aquel arte de querer por donde las repúblicas son fuertes, y los hombres dichosos. El vendaval soplaba afuera; y adentro, en la escuela bella alzada a hombros del trabajo, los cubanos se preparaban, alegres y fuertes como niños, para las luchas abiertas y benéficas de la libertad. Negarse, y recogerse en sí, y huir de la necesidad del mundo, y adularle el poder, es el pálido oficio de las almas inferiores: de Barranco fue el darse, el salir de sí, el juntarse con los demás hombres, el padecer con alma ardiente por la iniquidad humana, y el ponerse a la obra contra ella, que es el único modo viril de lamentarla. Amese al hombre entusiasta y desinteresado.

Su fosa está cubierta de flores: sus amigos ven con desconsuelo la silla vacía: sus discípulos recuerdan agradecidos aquella palabra cordial y abundosa: sus criaturitas, prendidas a la madre, le preguntan si es verdad que de este viaje su padre no va a volver: pero más pura, y de mayor majestad aún, es la ofrenda que deja sobre la tumba de Manuel Barranco, la patria agradecida: ¡bien puede, y bien debe, la patria que él amó, poner una flor, tallada en su corazón, sobre la nieve silenciosa de la sepultura!

 

Patria, 2 de enero de 1895.

AZCÁRATE

Nicolás Azcárate ha muerto. Ha muerto el amigo, el periodista, el organizador, el orador. Expira, en la silla estrecha de un empleo español, el cubano cuya nativa majestad vino a parecer como apocada y oscura, por el vano empeño de acomodar su carácter pródigo y rebelde a una nación rapaz, despótica y traicionera. Vive infeliz, y como fuera de sí, el hombre que no obedece plenamente el mandato de su naturaleza, ni emplea íntegra, sin miedo y sin demora, la suma de energía y entendimiento de que es depositario. Son nulas, y deshonrosas a veces, las capacidades del hombre, cuando no las usa en servicio del pueblo que se las caldea y alimenta. Ni dañinas ni nulas fueron las de Azcárate, que con el fuego del corazón, fuente única de la grandeza, lavó cuanto error, sincero u obligatorio, pudo nacer del desacuerdo entre su concepto teórico y tímido de la vida cubana, y la nacionalidad de Cuba, suficiente y briosa, y en los comienzos fea y revuelta, como las entrañas y las raíces. Lágrimas ásperas lloró Azcárate en vida, muy a solas, y quien las vio correr, y sabe que su pasión por la libertad nunca fue menos que la que tuvo por las pompas del mundo, ni encubrirá con falsía inútil las deficiencias del cubano indeciso, ni le negará la rosa de oro que la patria debe poner sobre su sepultura.

De lo saliente de su vida, no hay cubano que no sepa: de sus brillantes estudios, de sus altivas defensas, de su indignado y magnífico abolicionismo, de su confianza y laboriosidad inútiles en la Junta de Información en Madrid, de sus servicios grandes y burladosen bolsa e inteligencia e influjoa la democracia española, de la misión de España que paró en la muerte alevosa de Juan Clemente Zenea; de su censurable vuelta a Cuba, durante los años sagrados de la revolución, por la mar misma que se rompe contra la fortaleza donde le asesinaron al amigo, del destierro con que España ingrata recordó al incauto cubano que jamás se amó bajo ella impunemente en América la libertad, de su trabajo fecundo de periodista y de letrado en México, del calor e indulgencia con que a su vuelta a la Habana congregó a todo el pensamiento del país en el Liceo de Guanabacoa, sofocado a poco en sus manos por la Capitanía General, del cariño literario y continua nobleza de sus años últimos, que vinieron a ser en lo político, por soberbia postrera y dolorosa, como el tibio aunque leal acomodo del remate de su existencia al error que se la había consumido y estancado.

El genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la dicha suprema de la humildad. La personalidad individual sólo es gloriosa, y útil a su poseedor, cuando se acomoda a la persona pública. El hombre, como hombre patrio, sólo lo es en la suma de esperanza o de justicia que representa. Cuando la patria aspira, sólo es posible aspirar para ella. Los hombres secundarios, que son aquellos en quienes el apetito del bienestar ahoga los gritos del corazón del mundo y las demandas mismas de la conciencia, pueden vivir alegres, como vasos de fango repintado, en medio de la deshonra y la vergüenza humanas. Los hombres que vienen a la vida con la semilla de lo porvenir, y luz para el camino, sólo vivirán dichosos en cuanto obedezcan a la actividad y abnegación que de fuerza fatal e incontrastable traen en sí. El hombre debe realizar su naturaleza.

Por su natural optimista, por su entrada triunfante en la existencia, por su sincero horror a la guerra entre los que tenía por padres e hijos, y por su fe ciega y tenaz en el poder decisivo de su persona, creyó Azcárate de poca raíz la pelea de España y Cuba, o sin tanta que no la pudiese él al cabo reducir. Con patente error tenía por cierto que España, que perdió su sentido y rango en el mundo moderno de su continente, a pesar del roce de los siglos y de la semejanza de interés, puede mantenerse, con utilidad de sus colonias superiores y del universo creciente y laborioso, en el mundo moderno americano. Con aquella singular arrogancia que casi siempre acompaña, y frecuentemente pierde, a las personalidades vigorosas, creía ver en sí propio, como cubano que era, la pintura fiel de Cuba, y tenía por aberración y nulidad cuanto de su patria fuera diverso de lo que veía en sí. Cayó en barbecho la revolución, por causas transitorias y de resultas sanas, que la crítica ligera pudo tener por definitivas y mortales; y el abogado terco de la unión de España y Cuba vio con triste sorpresa, cómo su tierra, que oía con calma aparente de otros labios la defensa de esta liga irracional, la repelía en él, su víctima y su apóstol. En las letras halló consuelo, y empleo a su actividad voraz, aquel espíritu constructor; y los años no dejarán morira pesar de su equivocado silencio y luctuosa intervención en la época sagrada de su patriala memoria del cubano pujante cuya culpa mayor fue acaso la de haber malogrado su natural grandeza en el empeño vano e imposible, con su alma de pobre y de rebelde, de brillar por las pompas del mundo en una sociedad vejada y despótica.

 

Patria, 14 de julio de 1894.

LUISA PÉREZ Y LA AVELLANEDA

Ni fueran infundadas las querellas de una poetisa de Cuba, Luisa Pérez de Zambrana, si tuviera su alma delicada costumbre de reproches y resentimientos. Es Luisa Pérez pura criatura, a toda pena sensible y habituada a toda delicadeza y generosidad. Cubre el pelo negro en ondas sus abiertas sienes; hay en sus ojos grandes una inagotable fuerza de pasión delicada y de ternura; pudor perpetuo vela sus facciones puras y gallardas, y para sí hubiera querido Rafael el óvalo que encierra aquella cara noble, serena y distinguida. Cautiva con hablar, y con mirar inclina al cariño y al respeto. Mujer de un hombre ilustre, Luisa Pérez entiende que el matrimonio con el esposo muerto dura tanto como la vida de la esposa fiel. ¡Cuán bellos versos son los suyos que Domingo Cortés copia, inferiores, sin embargo, a muchos de los que Luisa Pérez hace! Llámanse los del libro de Poetisas, «Dios y la mujer culpable»; pero a fe que no es esta paráfrasis la que debió escoger Cortés para su libro: ¿no ha leído el hablista americano «La vuelta al bosque», de Luisa? Ramón Zambrana había muerto, y la esposa desolada pregunta a las estrellas, a las brisas, a las ramas, al arroyo, al río, qué fue de aquella voz tranquila que le habló siempre de venturas, de aquel espíritu austero que hizo culto de los ajenos sufrimientos, de aquel compañero amoroso, que tuvo para todas sus horas castísimos besos, para sus amarguras, apoyo, y para el bien de los pobres, suspendidas en los labios, consoladoras palabras de ciencia. Y nada le responde el arroyo, que corre como quejumbroso y dolorido; lloran con ella las brisas, conmovidas en las rumorosas pencas de las palmas; háblanle de soledad perpetua los murmullos del bosque solitario. Murió el esposo, y el bosque, y los amores, y las palmas, y el corazón de Luisa han muerto. ¿Por qué no copió Cortés estos versos de una pobre alma sola que oprimen el corazón y hacen llorar?

Cortés llena, en cambio, muy buena parte de su libro con las composiciones más conocidas de la poetisa Avellaneda. ¿Son la grandeza y la severidad superiores en la poesía femenil a la exquisita ternura, al sufrimiento real y delicado, sentido con tanta pureza como elegancia en el hablar? Respondiérase con esta cuestión a la de si vale más que la Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana. Hay un hombre altivo, a las veces fiero, en la poesía de la Avellaneda: hay en todos los versos de Luisa un alma clara de mujer. Se hacen versos de la grandeza, pero sólo del sentimiento se hace poesía. La Avellaneda es atrevidamente grande; Luisa Pérez es tiernamente tímida.

Ha de preguntarse, a más, no solamente cuál es entre las dos la mejor poetisa, sino cuál de ellas es la mejor poetisa americana. Y en esto, nos parece que no ha de haber vacilación.

No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante. Luisa Pérez es algo como nube de nácar y azul en tarde serena y bonancible. Sus dolores son lágrimas; los de la Avellaneda son fierezas. Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más potente que él; su pesar era una roca; el de Luisa Pérez, una flor. Violeta casta, nelumbio quejumbroso, pasionaria triste.

¿A quién escogerías por tu poetisa, oh apasionada y cariñosa naturaleza americana?

Una hace temer; otra hace llorar. De la Avellaneda han brotado estos versos, soberbiamente graves:

Voz pavorosa en funeral lamento,
Desde los mares de mi patria vuela
A las playas de Iberia: tristemente
En son confuso lo dilata el viento:
El dulce canto en mi garganta hiela,
Y sombras de dolor viste a mi mente.

Y cuando alguien quiso pintar a Luisa Pérez ornada de atributos de gloria y de poesía, aquella lira de diecisiete años tuvo estos acordes suaves y modestos:

No me pintes más blanca ni más bella;
Píntame como soy; trigueña, joven,
Modesta, sin belleza, y si te place,
Puedes vestirme, pero solamente
De muselina blanca, que es el traje
Que a la tranquila sencillez del alma
Y a la escasez de la fortuna mía
Armoniza más bien. Píntame en torno
Un horizonte azul, un lago terso,
Un sol poniente cuyos rayos tibios
Acaricien mi frente sosegada.

Los años se hundirán con rauda prisa,
Y cuando ya esté muerta y olvidada
A la sombra de un árbol silencioso,
Siempre leyendo encontrarás a Luisa.

Lo plácido y lo altivo: alma de hombre y alma de mujer; rosa erguida y nelumbio quejumbroso; ¡delicadísimo nelumbio!

 

Revista Universal, 28 de agosto de 1875.

JOSÉ CRISTÓBAL MORILLA

Con reverencia profunda ha de escribirse el nombre del anciano constante y pundonoroso, limpio en el patriotismo como en su vida entera, que acaba de morir en el asilo extraño donde batalló, sin conocérsele cansancio, por la independencia de su patria. Fue el suyo de aquellos caracteres que no tienen paces con la deshonra, ni buscan casos y escapes a la cobardía, ni entienden que haya conformidad con la existencia, ni se tenga el hombre por tal, mientras en el pueblo en que nació viva el hombre hipócrita y abyecto. Es como una luz del alma, que no se apaga jamás. Es como una voz secreta, que no deja dormir. Es como un caballero antiguo, que se había jurado a su dios y a su dama. La lealtad embellece estas vidas, mientras que las de otros se arrastran limosneras y torvas, y descontentas de todo, porque lo están de sí propias.

En este amor sin tacha y sin receso por su tierra mísera vivió José Cristóbal Morilla, que a la tentación de ir a pasar la vejez en la ciudad de sus estudios y de sus amores, prefirió continuar viviendo, cara a cara del despotismo que pudre a su país, entre los que se han jurado, como la mina al pie de la fortaleza, pelear juntos con su vida hasta lograr la independencia de su pueblo: y cuando ya no estén vivos, animar a los demás a pelear con el ejemplo de su muerte. Pero José Cristóbal Morilla no era de los que creen que se echan mundos abajo con la mera opinión, ni que los pueblos se libertan, o mudan del vicio a la virtud, con el deseo perdido en el pecho ocioso. El, pulcro y tenaz, estaba a la obra siempre. Cuando todo se apagaba, allí estaba él, en su rincón de claridad, con el grupo glorioso de los incorregibles. Cuando su pueblo, como una caña loca, se plegaba a la tormenta, él, en el grupo de amigos, resistía como un roble. Para él, como para aquellos hombres todos, ni había quehacer superior al de libertar a su país, ni pasión que no domasen en su servicio. Fue siempre hermoso duelo el de España, con su isla corrompida al pie, y ese puñado de hombres. En las citas, Morilla era de los primeros: su voto, siempre el mismo, era el de arrancar de raíz: su misa, los domingos, era la junta de los amigos que no se han cansado de servir a su patria. De su leal esposa, abnegada compañera de aquel sencillo heroísmo, salía, fuerte y cortés, a la junta imperecedera: por la sombra de los árboles viejos de la casa de Lamadriz, pasaba, vivos los ojos y el andar, el licenciado rebelde. Su esposa murió, y él ha muerto.

 

Patria, 22 de abril de 1893

MARCELINO VALENZUELA

Conversaba Patria con Raimundo Ramírez, porque de vez en cuando es bueno conversar, y se contó la hermosa historia del cubano Marcelino Valenzuela Bondi, «del hombre que con más dignidad llevaba la vida del presidio en Ceuta». Ramírez lo pintaba como si se le viese: ni de mucho cuerpo, ni de pocos años, unos treinta y cinco; un machetazo de la guerra grande le había llevado el pómulo; otro le tenía partida, de la frente al cuello, la cabeza; y en el otro, el del hombro, le cabía la mano. Recibía al mes Marcelino Valenzuela cuarenta pesos de Cuba, y los repartía, íntegros, entre sus compañeros. Marcelino era negro y los cuarenta pesos se los mandaban sus amas.

Y vale la pena saber cómo Marcelino escapó de los machetazos con vida. De la mucha sangre no se podía enderezar, y a codo y rodilla fue arrastrándose por el monte, hasta que dio con un güiral y se puso las hojas machacadas de tapón en las aberturas. Tapa bien, la hoja de güiro generosa. Y cuando su coronel lo vio aparecer vivo, se echó atrás, como si viera un fantasma. Luego cayó; cuando dijo adiós a su mujer y a sus hijos en «la Guerra Chiquita», y salió al campo con la bandera infortunada de Calixto García: cayó en Ceuta.

En Ceuta era donde había que verlo vivir, donde no tenía centavo suyo, o vendía el reloj y la cadena para cubrir la estafa de un cubano pecador, y poner lo que él había quitado, a fin de que no lo enviasen a presidio. Y en Cádiz era aún más grato verlo, porque tenía allí casa abierta, de los cuarenta pesos que le mandaban sus amas; y en la casa daba asilo a cuanto cubano, tinto o claro, lo hubiese menester. Uno le preguntaba con indignación por qué amparaba a éste o aquél, que no vivían con el decoro que debieran; y Marcelino le respondió: «Pero, ¿qué he de hacer, si son paisanos? ¿No es más doloroso que vayan a andar por ahí, donde los gaditanos le vean la necesidad, y quien salga perdiendo de la deshonra no sean ellos, sino Cuba? Entre, amigo: ya sé que se lo jugó anoche todo, y que no le queda camisa; pero aquí tiene para esta tarde el ajiaco». Y Marcelino, para entonces, no sabía leer ni escribir. Luego lo enseñó a leer Raimundo Ramírez.

 

Patria, 1 de noviembre de 1892..

CAYETANO SORIA

Era un rico benévolo; era un obrero que no se envaneció con la riqueza; era un cubano que no veía en la riqueza el pasaporte para la indiferencia o el egoísmo: era un compañero de todos los que padecían; un hombre bueno era Cayetano Soria. Quien nada le pidió, quien rechazó lo que le ofrecía, tiene derecho a elogiarlo. Tiene el deber de elogiarlo quien fue un día recibido por él, en la casa levantada por su labor, con la franqueza de su mano, y la mirada triste e inquieta de sus ojos azules.

Amable debió ser en vida aquel a quien sigue descubierto a la tumba un pueblo entero. Así se alzan los pueblos; no apedreándose las casas de acera a acera, ni recortándose los méritos como cortesanas envidiosas, sino reconociendo el mérito a pleno corazón, convidando a la virtud por el estímulo del respeto con que se la premia, juntándose los hombres en una casa sola, para venerar y amar, como los cubanos del Cayo, para decir adiós a Soria, se juntaron en el Liceo San Carlos. Juntarse: ésta es la palabra del mundo.

Como se apartan los ojos de las villanías, para que la piedad del silencio ayude a hacerlas menos feas y aborrecibles, así se han de volver los ojos a los espectáculos de la virtud, para que se mantenga o reviva la esperanza en el alma de los hombres. El que, de pie entre sus trabajadores, más los amaba que los oprimía, y devolvió al pobre mucho de lo que ganó con la ayuda de él; el que anhelaba ganar más para tener más que dar a la patria de su corazón; el que aborrecía como a enemigos de la humanidad, y como a ladrones, a los ricos sórdidos, que de las vilezas de su patria sacaron tal vez la fortuna que arrinconan, y se niegan a purificarla y redimirse ayudando al triunfo de la justicia en su patria; el que creyó que la posesión de mayor caudal no daba a un hombre el derecho de negarse a aumentar la felicidad de sus semejantes, y las condiciones públicas de su felicidad, sino que más es el deber de aumentarlas mientras más es el caudal; el que sostuvo con su predicación y con su ejemplo que la limosna privada, con ser santa, lo es menos que la limosna que se da al país esclavo y vilipendiado, que es la semilla de los limosneros; el que en los últimos días de su vida, en un sillón de Patria, padecía vehementemente del temor de que se creyese que no amó en vida bastante a su país, cayó, joven aún, en los hombros de sus conciudadanos. No le han cantado una misa comprada, cuyos cirios encendiera, riendo o bostezando, el sacristán indiferente. No le han seguido al cementerio por el bien parecer o la obligación de la familia, unos cuantos carruajes perezosos. Las mujeres le tejieron coronas al obrero que no dejó de serlo en la prosperidad; niñas y niños fueron a pie hasta la sepultura del que en el sigilo de la bondad verdadera, repartió mucho pan y secó muchas lágrimas; las asociaciones a que ayudó, y por donde la patria empieza a vivir y se ejercita, cubrieron con sus estandartes el cadáver de quien anheló ver a los hombres asociados, y no les pidió nunca el pago de la lisonja a cambio de sus beneficios: los que le vieron vivir, acudían a declarar, ante el sol, que había vivido bien: y lo acompañó a la tumba un pueblo entero. ¡Allá, en el frío de la sepultura, debe arropar al muerto el cariño de las manos que vinieron a dejarlo en la tierra!: y cuando no se ha merecido, por la generosidad en la riqueza o por la honradez en la pobreza, el amor de los hombres, el muerto debe sentir mucho el frío!

 

Patria, 28 de mayo de 1892.

PIEDAD ZENEA

Ya tiene noble compañero para el camino del mundo, siempre áspero a quien esquiva de sus tentaciones el talento y la virtud, la ideal criatura, a la vez candorosa y enérgica, que dejó sin padre, en la tierra cruel, la alevosía de España. Ya, rodeada de amigos, de Piñeyro y Albarrán, de Solar y Goyeneche, de lo más valioso de nuestra gente en París, unió su vida Piedad Zenea a la del cubano famoso por el desembarazo de su pensamiento y el arte de su estilo: a Emilio Bobadilla. De ternura y lucha y soledad callada y de rudo trabajo, ha sido la vida de la hija del poeta, en quien la menor dote es la de su beldad perfecta e imperiosa. Ella, al lado de la triste viuda, ganaba con su trabajo, duro a la edad de los encantos, el techo y la mesa: ella, deslumbradora en el salón, era de día la penosa maestra: ella acaso, al cerrar la puerta al mundo, lloraba a solas. Por sí no había de llorar la huérfana valiente, sino la madre, a quien, de cuatro balazos en el muro, dejó sin compañero la nación que le usó a mansalva el deseo de sacar con decoro de la derrota a la patria que creía vencida; por el padre había de llorar, que la amó tanto y la cantó en sus días de muerte en versos de augusta serenidad, donde no halla quien sabe de almas, una sola voz de confusión o remordimiento. Hoy, la hija del poeta va del brazo hidalgo del autor de La Momia, en que centellea, fatídica, el alma cubana: en pocas lenguas hay quien pula el pensamiento, y lo respete y agrupe, con el brío y cuidado con que talla su castellano franco y numeroso Emilio Bobadilla. A la casa nueva de París envían flores de amistad cuantos, en el hospedaje de su corazón, guardan los versos de Juan Clemente Zenea, nunca tan bellos como cuando, con la frente a las rejas de su calabozo, veía, pensando en su mujer y en su hija, la pared a que lo habían de respaldar, para morir, las balas españolas.

 

Patria, 8 de diciembre de 1894.

RAMÓN DEL VALLE

Admirados vieron un día los obreros de la fábrica de Mora, famosa años ha, a un hombre de más letras que mecánica que, con la cara llena aún de sufrimientos, se sentó valiente a aprender el trabajo humilde y libre; porque con independencia, en hombres como en pueblos, la mayor humildad es corona: y sin ella, el genio mismo va de saltimbanqui, y la virtud, de verse incapaz, se vuelve ponzoña. Aquel letrado, aquel negociante, aquel secretario, vio que el oficio de torcer tabacos mantenía en el destierro honrado al hombre: se subió al codo los puños petimetres, y aprendió a torcer tabacos. Aquel rostro, decidido y sereno; aquel buen consejo y continua cortesía; aquel trabajar desde la primera hasta la última luz: aquel alzar con el alma unida de la asociación el corazón disperso de los cubanos, se llamaron en vida Ramón del Valle. Murió ayer, de cincuenta y cuatro años, a la hora en que rompe el día, a la madrugada.

El español lo metió en el barco horrible, y fue, en la náusea de aquella bodega, a Fernando Poo. Se le veía morir en el camino, no abatirse; si alzaba una mano, era para darla a los demás: su bocado tenía dos pedazos, y uno solo era suyo. Burló su cárcel, pisó esta nieve y demostró su fortaleza con el aborrecimiento de la fea comodidad de la limosna. No se puso de cesante, a gruñir y pedir; ni creyó que el padecer por la patria excluyese al hombre del deber de honrarla por el mundo con el ejercicio constante de su virtud. ¡El apóstol, que lo sea a costa suya! ¡ni puede decir la verdad a los hombres quien les recibe la carne y el vino! De tabaquero comenzó el destierro quien en riqueza y secretaría vivió en la patria. De tabaquero cultivó su lengua, y escribió documentos memorables. De tabaquero levantó a sus hijos. Y ni descubrió él que los hombres se desposeyesen de una sola virtud, o se limpiaran de una sola culpa, por estar en un empleo en vez de otro; ni el obrero cubano, que no ve en su mesa una barrera que lo aparte del mundo, ni un bochorno que lo haga menos que él, cesó de admirarle el alma bravía al culto Ramón Valle. Al caer en la tierra ajena del cementerio de Woodlawn, con los ritos de la hermandad masónica en que vio él como la patria misma, por ser la patria imposible sin el trato libre e indulgente de los que han de vivir en ella como hermanos, no cayó solo, ni entre pechos fríos, sino rodeado de cabezas descubiertas.

 

Patria, 3 de abril de 1892..

PEDRO GÓMEZ

Él es el firme anciano que, ya en canas, torció el camino del caballo, y lo metió en el monte libre; él es el que, como premio o remordimiento, o como retaguardia fraternal, está junto a los que le visitan, con recados de patria, su pueblo tampeño, en Tampa; él fue quien echó al cielo primero, en el pino más alto que halló, su bandera cubana: él escribe con el abandono y la fuerza de los apóstoles. Y él quiere decir, acá mismo en Patria, que no tiene «por digna la anexión de Cuba a los Estados Unidos, venga de donde viniere, ni después de la independencia, ni antes de ella». Y si tal fatalidad pudiera ser, aunque sea después que yo deje de existir, le pediré al Todopoderoso que se levante un torbellino que consuma la mar y la tierra del seno mexicano».

¿Y ha de dejarse en pena a aquel anciano generoso? No verá él en Patria jamás, ni el consejo de ligar a Cuba, peculiar y débil, con un pueblo diverso, formidable y agresivo que no nos tiene por igual suyo, y nos niega las condiciones de igualdad, ni el enojo innecesario contra los cubanos y españoles que, por credulidad supina, o fantasmagoría de progreso, o deslumbramiento de la mera apariencia, o poco lastre de ciencia política, opinaran en su libre buena fe, que un pueblo desdeñado, de composición enojosa para el país con que se habría de unir, vivirá más seguro en la dependencia de un pueblo que se tiene por su superior, y lo quiere para fuente de azúcares y pontón estratégico que en el orden posible de sus elementos productores propios, garantizados por su propio buen uso, que pondría de valla el respeto universal a la codicia de los vecinos. A las estatuas de polvo, Pedro Gómez, no hay que ponerles el dedo, sino dejarlas caer. Ni hay que empeñarse en demostrar que a un pueblo de problemas menores, y cuya solución es de facilidad relativa, no le conviene, a la hora en que mudan de teatro las cóleras del mundo, y se vienen al teatro más libre de América, entrar en liga con un pueblo de problemas mayores, cuyo seno empiezan ya a desgarrar, por culpa de su arrogancia e imprevisión, las iras todas acumuladas por los siglos en las naciones europeas. ¿Quién, por huir de un espantapájaros, se echará en un horno encendido? Pero en Patria, y en buena república, es justo acatar sinceramente el derecho de los hombres a expresar y mantener su opinión y amar como a padres a los ancianos que tiemblan de pensar que pueda caer la tierra porque sangraron en manos burdas y desdeñosas, que hagan botones con los huesos de nuestros muertos.

 

Patria, 27 de agosto de 1892..

JOAQUÍN TEJADA

Pocas dichas hay como la de hallar mérito superior en un hombre que ha nacido en nuestra tierra, porque el placer de amar el mérito es más vivo cuando nos viene de quien padece de nuestra propia humillación, y con su valer nos la levanta y redime. Es como si de súbito creciese la fuerza de nuestro derecho, y más cuando no es el valer segundón o imitado de los que andan sumisos tras lo ajeno, o subiéndose por cuanta altura hallan al paso, para que se les oiga la voz rastrera, o cepillando cualquier faldón luciente sino poder honrado, que con eficaz realidad y entrañas de hombre, compone obras pensadas y sentidas de belleza. El mundo es patético, y el artista mejor no es quien lo cuelga y recama, de modo que sólo se le vea el raso y el oro, y pinta amable el pecado oneroso, y mueve a fe inmoral en el lujo y la dicha, sino quien usa el don de componer, con la palabra o los colores, de modo que se vea la pena del mundo, y quede el hombre movido a su remedio. Mientras haya un antro, no hay derecho al sol. Joaquín Tejada, el pintor nuevo de Cuba, si va a Barcelona, no pinta ocios o tentaciones, que son sutil lisonja al vicio, pródigo con quien lo cosquillea y excusa, sino la gente triste de la ciudad, de blusa o capa ruin, o de pañuelo y cesta, que en el azar de un sorteo busca alivio a su vida áspera y ansiosa; de Cuba pinta a un negro, roto y avinado, o a otro de África, cano y nudoso, y de ojos como iracundos y proféticos; y si copia un paisaje criollo, de la naturaleza abandonada es, con la luz rica perdida en el jardín deshecho, y la casa desierta y miserable. En New York está ahora de paso Joaquín Tejada, y quien las ve no olvida, por lo menos, sus tres telas mayores. Uno es el cuadro, de beldad desolada. de las Bocas del Toro; otro, el negro, de pecho abierto, rostro apretado y sombrero de yarey; otro, es la obra mayor: «La lista de la Lotería». En él está, humanitario y robusto, el pintor nuevo de Cuba. Y desde hoy se puede ya decir:: su nombre será gloria.

Por el aire fresco y libre, por el color ameno y natural, por la soltura y propósito de los detalles, con ser todos de mérito saliente, menos notable el vasto cuadro que por la piedad y sentido de las figuras, en que el artista adivino pone la historia toda, agitada o sumisa, y el carácter típico de cada variedad social, y por la gracia y levedad de la obra entera y la elegancia con que, sobre una esquina cubierta de elocuentes carteles, agrupa los personajes vulgares. El grupo curioso ve los billetes en la lista de la pared. El mozo de cordel, con cuerdas por los muslos, nervudos y caídos del trabajo, y el chaleco alón, y la barretina por la espalda, tiene el dedo rígido sobre su número feliz; a la modista se le ve la lozanía por las ropas dóciles, y salud del cabello, enroscado a la nuca; el estudiante es lampiño y de cepa catalana, que desea y arriba; el empleado pálido empina el triste hongo; a la cadera del blusón tiene la mano el aprendiz reverente; conversan las arrugas hondas del viejo de la blusa azul; cuelga el cesante de capa y chistera; al mocetón de espaldas se le adivina la mano viril que rebusca por el bolsillo el billete; la bondad del trabajo rebosa el alma madraza de la española pobre, en la cuarentona de pañuelo y cesta que oye al vejete parlanchín; un porfiado valenciano, de alpargata y montera, se lleva indiferente a la otra parte del cuadro su carro de lechero. En los carteles de la pared, a medio desgarrar, como para que no recarguen el cuadro que completan, está la vida entera barcelonesa: la junta electoral, la cita del orfeón, la asamblea de obreros, denuncia de los crímenes sociales; la calle silenciosa dobla, en vuelta ligera, por el fondo. Y dice el lienzo todo que el trabajo da salud, que la mujer es hermosa y consuela, que la humanidad codicia y hierve.

Por el dibujo pudo errar el primer cuadro de quien como Tejada sabía poco de colores hace aún tres años, y no sólo es todo él fin juicioso en «La Lista de la Lotería», sino que tiene el mérito sumo: que es el de enseñar, por la sagaz percepción del laboreo de las almas en la carne, la vida interior, burda o graciosa, del personaje a quien el suelto contorno deja pleno carácter y movimiento. En la tentación del color pudo caer, que es siempre excesivo, en letras y pintura, durante la juventud; pero él tiene ya la suave tristeza del hombre pensador, que ve a la vida sus velos y nubes, y a la ciudad ese vaho turbio que atenúa el escándalo de los matices vivos. En lo que debió pecar Tejada, por su sinceridad misma, fue en el abandono que los artistas incompletos confunden con el vigor y el albedrío, y goza hoy de fama grande y perecedera, que pudo tentar por el aplauso unánime, y ser la forma de expresión de los pintores de la realidad, a quien viene el arte con el respeto y amor de ella, y el don de ver la belleza en los desdichados y en los mansos; pero el pintor nuevo de Cuba mostró mérito sobresaliente en la difícil moderación con que realzó por el trabajo acabado, sus figuras intencionadas y verdaderas, y dio a una obra urbana y de asunto común el interés triunfante de la gracia. Sacar de sí el mensaje natural es la obra del artista, y ver con sus propios ojos, que es fuerza a que aun los hombres de sumo valer suelen llegar tarde en la vida, por lo falso y ajeno de la educación artificial con que los vendan, y a que Joaquín Tejada ha llegado temprano. Y de otro peligro se salvó Tejada ya, y es el de la inmodestia, compañera segura del mérito inferior, que en él no aparece, porque es como quien peca con vivir y tiene a la vez la fe creadora y la saludable duda de cuanto hace. Ámese, puesto que ama al hombre, al artista nuevo de Cuba, al que padece de la pena humana y no tiene pinceles para los vanos y culpables de la tierra, sino para los adoloridos y creadores.

 

Patria, 8 de diciembre de 1894.

EUSEBIO GUITERAS

En su casa de patriarca humilde, al pie de la iglesia adonde iba a buscar de continuo, con la fe de la imaginación, el consuelo y reposo que escasean en la vida, ha muerto, lejos de su patria, el matancero amado, el maestro Eusebio Guiteras. En sus libros hemos aprendido los cubanos a leer; la misma página serena de ellos, y su letra esparcida, era como una muestra de su alma ordenada y límpida; sus versos sencillos, de nuestros pájaros y de nuestras flores, y sus cuentos sanos, de la casa y la niñez criollas, fueron, para mucho hijo de Cuba, la primera literatura y fantasía. En Cuba tenía él perpetuamente el pensamiento, siempre triste; y había algo de amoroso en sus modales, un tanto altivos en la mansedumbre, cuando recordaba los tiempos prósperos del colegio de la Empresa, donde él ayudó a criar a tan buena juventud, o se evocaba a los Suzartes y Peolis y Mendives, que fueron tan amigos suyos, o decía él de la amistad piadosa de Raimundo Cabrera y de Gabriel Millet, que con la visita y los regalos criollos pusieron en su vejez un rayo de sol, o con la mano apagada iba volviendo las hojas de aquel álbum de autógrafos que guarda escondidas páginas de Plácido y de Milanés, y cartas y firmas de lo mas honrado y fundador de Cuba. ¡Ah! ¡qué culpa tan grande es la de no amar, y mimar, a nuestros ancianos!

 

Patria fue a ver a Eusebio Guiteras, hace pocos meses. Y era él aún, el maestro de la leyenda, con algo de eslavo en el arrogante cuerpo, las canas de la barba y el cabello realzando el rostro hermoso, el traje austero y fino, por corbata la cinta de seda negra, y de calzado los zapatos bajos. Un Cristo en la pared desnuda era en el cuarto lo que más se veía, y la Virgen de Guido. En la mesa, de caoba bruñida, todo estaba como para empezar a trabajar, sin papel holgante ni libro vagabundo, y a la derecha de la cartera esperaba una vieja crónica de México la mano penosa del fiel traductor; trabajaba, en silencio, hasta los últimos días de su vida. En la severa sala, junto a su cuarto de escribir, los dos grabados, y muy buenos, de la chimenea, eran de Quintana el uno y el otro de Las Casas. Pero lo que como su joya enseñó él, y con las manos trémulas levantó hasta la luz, para que se le viera mejor, fue una paleta en que estaba pintado un paisaje de Cuba: un paisaje que le envió de regalo Raimundo Cabrera. ¡Oh, qué bien hace el que consuela a los ancianos¡

Ya ha caído, como una ánfora de plata en que se extingue el perfume. Se durmió, con las dos manos al pecho. Una familia ilustre, de hombres capaces y buenos, de mujeres fieles y cultas, llora en la casa vacía. Ya no irá por las mañanas Eusebio Guiteras, como dicen que iba, a ver a la luz del sol el paisaje cubano. Ya, al alzar la cortina, blanca siempre, no verá las enredaderas de su portal, ni las hojas de otoño, ni la nieve. Su pueblo le debió luz y virtud, y lo tiene en el corazón, donde no se sientan los cansados ni los hombres de odio, donde se sientan los padres. ¡Feliz quien, antes de que se cerrasen aquellos nobles ojos, pudo ver brillar en ellos una vez más la luz de Cuba, y reanimó, con el agradecimiento de la patria, el corazón desterrado del anciano!

 

Patria, 28 de diciembre de 1893.

Carlos Manuel de Céspedes, «Padre de la Patria», monumento de 1954 en la Plaza de Armas, de La Habana, con la estatua del escultor Sergio López Mesa.

 

 

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