Nota
México, Guatemala y Venezuela fueron países donde residió Martí. Además de Cuba, conoció en visitas otras Antillas: Jamaica, Haití y Santo Domingo; y en apurados viajes a Centroamérica, Costa Rica, Honduras y Panamá. En una ocasión pensó establecerse en el Perú, y aun tuvo la oportunidad de viajar a Buenos Aires, pero se resignó a vivir en Nueva York por que así convenía al revolucionario y al periodista
En su juicio sobre Andrés Bello hizo Martí esta afirmación que revela la escala de valores de su fervoroso americanismo: «Al elegir, de entre los grandes de América, los fundadores, lo elijo a él». Su preferencia por «el Virgilio de los americanos», y «el maestro de Repúblicas», como lo llamó, se debía a que el poeta de Caracas había proclamado, con su cantos a la naturaleza y a los pueblos de América, y sus otros escritos, los méritos de ellos y la independencia cultural del continente. Lo que inició Bello con su Alocución a la poesía y su Silva a la agricultura en la zona tórrida culminó en Martí: había dicho en aquélla, a la «divina poesía», desde la nostalgia de su exilio en Londres: «Tiempo es que dejes ya la culta Europa/Que tu nativa rustiquez desama,/Y dirijas el vuelo donde te abre/El mundo de Colón su grande escena»; y como en un eco Martí, al elogiar los versos de su compatriota José Joaquín Palma, insistía en el tema con estas palabras: «Desdeñar el sol patrio, y calentarse al viejo sol de Europa; trocar las palmas por los fresnos, los lirios del Cautillo por la amapola pálida del Darro, vale tanto, ¡oh amigo mío!, tanto como apostatar»; era necesario así refugiarse en lo americano, exaltarlo, para evitar la apostasía
No se puede medir el aprecio de Martí por lo autóctono en función del número de sus Escenas Hispanoamericanas: sus lectores de México, Caracas, y Buenos Aires, entre las otras ciudades que publicaban sus trabajos, preferían, porque era lo lejano y desconocido, el acontecer en la América del Norte, o el de Europa. Pero con las páginas que siguen se descubre, junto al ojo avisado del cronista y el probado acierto del poeta, su gusto y orgullo en preferir y mejorar lo propio. Ya en México se le ve desarrollar la gran prosa que más tarde ha de descubrir la América inglesa a la América latina: los temas y el estilo la anuncian, al hablar de lo hermoso de la ciudad de México, y de lo triste: de «La Alameda», de «Los barrios pobres», y de la «raza olvidada… la población indígena»; al describir sus primeras impresiones del viajero que llega a Guatemala y a Caracas; al evocar «la tierra de esmeralda y plumas», de Centroamérica, y regodearse en la historia y la promesa de sus cinco repúblicas; al referir la «Guerra literaria en Colombia» para ver en triunfo «el espíritu de América»; y al adentrarse, con la reseña de dos libros, en la Argentina, con «La pampa», y en Buenos Aires con los «Tipos y costumbres bonaerenses», y cubrir la ecuación de Sarmiento entre la civilización y la barbarie, que Martí ve como «la pelea local de la carreta contra el ferrocarril», y salvar «las dos fuerzas nacionales» que «son como la sal y la levadura de los pueblos: la originalidad y la poesía».
LA ALAMEDA
Las casillas electorales estaban solas y tristes; la Alameda en cambio distraía con su aspecto animado y seductor. El día tiene con los sucesos de la tierra analogías sensibles: cuando llegan al caer de la tarde las sombras pardas, y con ellas para el día sus horas tristes y veladas, horas opacas, horas grises como los cabellos que anuncian en la cabeza de los hombres las cercanías visibles de la muerte, la Alameda severa y silenciosa convida a soledades y grandeza. A las veces, juegan niños junto a los troncos de los árboles: ¿Serán estos troncos añosos garantía de vida para los que acaban de nacer? Así despierta la mañana a los besos de la noche soñolienta, y los que se adelantan por la tierra dejan a su paso criaturas que comienzan a vivir. Todo lo vivo se abre en seres: parece que la muerte no ha de llegar nunca a ser verdad.
En cosas más frívolas y amenas se piensa en la Alameda los domingos. Palpitan las avenidas con criaturas jóvenes y bellas: a las veces, un domingo consuela de toda una solitaria y triste semana. Vese allí lo que se espera: penden de los ojos de las mujeres las horas más memorables de la vida: distráense allí los propios pensamientos con bellezas de mujer, extrañezas de algunos, vanidades de otros.
Ora pasa una elegante criatura, cuyos ojos claros y profundos convidan a pensar en cosas tenues y celestes; ora una historia dolorosa, envuelta en un gallardo cuerpo de mujer.
Trae aquélla atravesados los cabellos rubios por ancha espada de oro; hay maliciosos que dicen que no es difícil herirla en el corazón. Allá se duele un poeta porque la tierra no lo entiende, cuando fuera tal vez cuerdo oír los lamentos de la tierra porque el poeta no la ha entendido; y de súbito múltiples hijos de la amorosa ciencia madre, aparecen en plática amigable, cierta alta y altiva señora con cierto simpático homeópata novel. Andan allí revueltos dolores y purezas, no extraños en la vida aquéllos, antes ley buena y común; y éstas, hijas naturales de la virgen y pudorosa tierra americana.
Es puro todo lo que nace. El nuevo continente no ha tenido todavía tiempo de corromperse demasiado.
Tocó bien el domingo la música del Tecpana. La Alameda es buena los domingos: se empeña ella en que no haya tiempo para pensar en cosas tristes.
Revista Universal, 29 de junio de 1875.
EL COLEGIO DE ABOGADOS
La noche del sábado ha dejado en nuestro ánimo una memoria complacida y agradable. El Colegio de Abogados inauguró solemnemente sus clases orales: elocuencia, distinción, bella música, todo ayudaba a hacer brillante aquella noche hermosa y para el Colegio de Abogados más que otra alguna memorable.
Versos de Justo Sierra, música de Delgado y de Ituarte, palabras de Lerdo, Méndez y Martínez de la Torre; cumplido el acto de progreso; iniciada una vía del saber; alzada cátedra pública a la enseñanza del derecho y del deber: todo esto unido, y sentido esto en todos, hubo en la sesión inaugural del hermoso colegio que con la nueva obra entra ahora en camino de solidez y de bien público.
Deben tener los hombres conciencia plena de sí mismos: como el dominio del monarca necesita el púlpito misterioso del Espíritu Santo -lo irracional buscando apoyo en lo maravilloso- el pueblo de hombres libres ha menester que las cátedras se multipliquen y difundan, y sobre ellos tienda sus alas el Espíritu Santo del derecho, la paloma blanca de la libertad y la justicia.
Un pueblo no es una masa de criaturas miserables y regidas: no tiene el derecho de ser respetado hasta que no tenga la conciencia de ser regente: edúquense en los hombres los conceptos de independencia y propia dignidad: es el organismo humano compendio del organismo nacional: así no habrá luego menester estímulo para la defensa de la dignidad y de la independencia de la patria.
Un pueblo no es independiente cuando ha sacudido las cadenas de sus amos; empieza a serlo cuando se ha arrancado de su ser los vicios de la vencida esclavitud, y para patria y vivir nuevos, alza e informa conceptos de vida radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado, a las memorias de debilidad y de lisonja que las dominaciones despóticas usan como elementos de dominio sobre los pueblos esclavos.
Tienden las clases orales a un altísimo fin: las Repúblicas se hacen de hombres: ser hombre es en la tierra dificilísima y pocas veces lograda carrera.
El señor Lerdo inauguró la sesión.
No habló allí el Presidente de la República; no era la primera dignidad de la Nación lo que ocupaba la tribuna: era el hombre sencillo y modesto que hablaba al Colegio de Abogados en nombre de todos los nobles principios y todas las sólidas ideas que calienta una alta inteligencia democrática.[…]
Y leyó luego versos Justo Sierra.
Todo en él es hermoso y análogo; su figura es severa y robusta, como son valientes, altos, bellos y enérgicos sus versos.
Leyó sencillamente; él sabe que la sencillez es la grandeza.
La poesía de Justo tuvo un mérito raro. Era aquélla la fiesta de la razón y del derecho, la fiesta serena de la inteligencia, no la del vuelo soberbio de la loca y vigorosa imaginación. Y sus versos, altamente poéticos, fueron, sin embargo, naturales en aquella fiesta tranquila, en que todo arranque vulgar hubiera contrastado sensiblemente; y toda poesía frívola hubiera roto aquel conjunto hermoso de serenidad y de razón.
Es que la frente de este hombre se calienta en el sol de la raza virgen; es que Justo Sierra pertenece a la generación nueva de poetas; es que como a los bardos modernos, la fantasía no le sirve más que para engrandecer y hermosear la razón.
La poesía no es el canto débil de la naturaleza plástica; ésta es la poesía de los pueblos esclavos y cobardes.
La poesía de las naciones libres, la de los pueblos dueños, la de nuestra tierra americana, es la que desentraña y ahonda en el hombre las razones de la vida, en la tierra los gérmenes del ser.
Lo pequeño adora; lo grande arranca y busca.
¿Quién no sabe que es Justo Sierra honra de la patria mexicana? Necio fuera aquí ya todo comentario mío.
Revista Universal, 25 de mayo de 1875
ARTESANOS E INDÍGENAS
Es hermoso fenómeno el que se observa ahora en las clases obreras. Por su propia fuerza se levantan de la abyección descuidada al trabajo redentor e inteligente: eran antes instrumentos trabajadores: ahora son hombres que se conocen y se estiman, Porque se estiman, adelantan. Porque se mueven en una esfera estrecha, quieren ensancharla. Porque empiezan a tener conciencia de sí mismos, están justamente enorgullecidos del adelanto que en cada uno de ellos se verifica.
Muchas veces recordar a un caído que es hombre basta para levantarlo. Se le despiertan fuerzas dormidas: surge a la revelación y quiere ser digno de sí.
Así nuestros obreros se levantan de masa guiada a clase consciente: saben ahora lo que son, y de ellos mismos les viene su influencia salvadora. Un concepto ha bastado para la transformación: el concepto de la personalidad propia. Se han adivinado hombres: trabajan para serlo. El estímulo los mantiene; los ocupa el trabajo; la honradez los salvará.
Sorprende a quien antes la veía, nuestra transformada clase de artesanos. Aseados hasta la pulcritud, laboriosos y sensatos, parece a quien los observa como que están satisfechos de sí mismos. Es que se ennoblecen rápidamente: es que han hallado en sí la dignidad humana, y se ven redimidos por ella, y de ella están ufanos, y no quieren perderla.
La altivez es útil: todo hombre debe ser altivo.
Irritan estas criaturas serviles, estos hombres bestias que nos llaman amo y nos veneran: es la esclavitud que los degrada: es que esos hombres mueren sin haber vivido: es que esos hombres avergüenzan de la especia humana. Nada lastima tanto como un ser servil; parece que mancha; parece que hace constantemente daño. La dignidad propia se levanta contra la falta de dignidad ajena; quisiérase crear, transformar, producirse en los demás; quisiérase dar de sí mismo para que los serviles fueran iguales a nosotros.
Avergüenza un hombre débil: duele, duele mucho la certidumbre del hombre-bestia.
Pululan por las calles; quiebran en la extensión que su cuerpo indolente cubre, las raíces que comienzan a brotar; echados sobre la tierra, no la dejan producir; satisfacen el apetito; desconocen las noblezas de la voluntad. Corren como los brutos; no saben andar como los hombres; hacen la obra del animal: el hombre no despierta en ellos.
Y esto es un pueblo entero; ésta es una raza olvidada; ésta es la sin ventura población indígena de México.
El hombre está dormido y el país duerme sobre él. La raza está esperando y nadie salva a la raza. La esclavitud la degradó, y los libres los ven esclavos todavía: esclavos de sí mismos, con la libertad en la atmósfera y en ellos; esclavos tradicionales, como si una sentencia rudísima pesara sobre ellos perpetuamente.
La libertad no es placer propio: es deber extenderla a los demás: el esclavo desdora al dueño: da vergüenza ser dueño de otro.
¿Quién despierta a ese pueblo sin ventura? ¿Quién reanima a ese espíritu aletargado? No está muerto: está dormido. No rehúye, espera. El tomará la mano que le tiendan; él se ennoblece con el conocimiento de sí mismo, y esa raza, llena de sentimientos primitivos, de natural bondad, de entendimiento fácil, traerá a un pueblo nuevo una existencia nueva, con todo el adelanto que ofrece la moderna vida, con la pureza de afectos y de miras, el vigoroso empuje, la aplicación creadora de los que conservan el hombre verdadero en la satisfacción de sus apetitos, el cumplimiento de sus necesidades, y la soledad de una existencia escondida y tranquila.
El hombre nuevo vendría a la tierra preparado: no habría perdido con el contacto de las generaciones las primitivas fuerzas. Pero álcesele, redímasele, explíquesele: sea verdad que son: un pueblo libre no puede alimentar a un pueblo esclavo: el siervo avergüenza al dueño: lleguen a hombres los que han nacido para serlo: anímense los tristes al calor de la patria y del trabajo: sea verdad lo que en hora de compasión escribió alguien:
!Hombre primero, bestia de cultivo!
!Trabajador después: primero vivo!
Revista Universal, 10 de julio de 1875
LOS BARRIOS POBRES
Fuerza es apartar los ojos de las bellezas que ofrecen los libros de poetas; fuerza es también demorar lo que de algún libro de ciencia recientemente publicado pudiera decirse para ocupar, si no el ánimo, el espanto en considerar el estado tristísimo de la insalubre y abandonada ciudad de México.
Cosa extraña parece que haya poetas en nuestro imperturbable municipio: es poeta algo como alma limpia y blanca, y pudiera imaginarse que por esencia rechaza cuanto de infecto, desaseado o repugnante le rodea. Agapito Silva publica en el Porvenir «Pensamientos Poéticos»: y ¿cómo puede pensar poesía en esta atmósfera inficionada y mefítica? Y Eduardo Zárate ¿cómo no se espanta de que las alas puras de su musa, gallardamente abiertas en el libro de poetas americanos que ha publicado en París José Domingo Cortés, se arrastren y se enloden por esta cenagosa superficie de las calles míseras de México? El limpio pensamiento ha menester de una atmósfera limpia: siéntese el espíritu delicado mal con todo lo que en sí lleva grosería de forma o concepción. Y yendo de individuales entidades al impasible municipio, bien hubiera razón para hablarle el lenguaje rudo y exigente del derecho. No van al ayuntamiento los ediles para hacer gracia a la ciudad de la calma de sus magníficas personas. Porque el ayuntamiento es una especie de prueba de hombres públicos; porque el manejo de fondos impone deber de hacer de ellos aplicación útil, visible y clarísima; porque la torpeza no es ya un derecho en quien ha tenido concepto suficiente de sí mismo para aspirar a un cargo popular; porque al ayuntamiento está encomendado el medio de hacer respirable la atmósfera densa y perniciosa de México, está la corporación municipal muy obligada a velar por los intereses primarios de que se hizo cargo, tanto más cuanto que ha de cuidar especialmente de que no se diga abandonan el cumplimiento de la misión por lo infructífero y gratuito del empleo.
Una ciudad pide a sus munícipes algo más que la vanagloria fútil de llamarse ediles suyos; pídeles con imperio pulcritud y aseo; pídeles para los paseos, elegancia; para los lugares de tránsito, vía fácil; y para las calles apartadas y pobres, no descuido grave que aumente las desdichas de tanta criatura miserable, sino empeño tenaz e insistente, por lo mismo que de este bien que se hace no ha de resultar provecho alguno, y porque no es lícito a quien estime su buen nombre aceptar encargo cuya misión alta no cumple, y cuya trascendencia no alcanza ni entiende.
No es clamor vano y fútil el que la prensa eleva, ni es bueno que el ayuntamiento desdiga a los que le recuerdan su deber. Es que en los barrios pobres, en que la muerte vestida de miseria está siempre sentada en los umbrales de las casas, la muerte toma ahora forma nueva; se exhalan miasmas mortíferos de la capa verdosa que cubre cenagosas extensiones de agua; respírase como cuando el aire pesa mucho, o cuando falta mucho aire, y este pobre pueblo nuestro, tan débil ya por su hambre, su pereza y sus vicios, todavía sufre más con los estragos de esa muerte vagabunda, que vive errante y amenazadora en todas las pesadas ondulaciones de la atmósfera.
No es que la prensa se querella por hábito o manía; es que mueren más los pobres por el descuido incomprensible del ayuntamiento. No es ésta cuestión fácil que puede desatender el municipio: es cuestión de vida, gravísima, inmediata, urgente, tanto más precisa en su acusación cuanto que pudiera decirse que se la desoye, porque de oírla no habría el municipio provecho alguno. Pues, ¿por qué tardan tanto los munícipes en hacer el bien, cuando es hacerlo deber suyo, y cuando, para cumplirlo en su parte principal, si no les sobra y abunda, no es menos cierto que no les escasea? Si por la calzada de Buenavista han de pasar los carros que importan o extraen objetos en México, ¿ha de ser la calzada vía inservible, en la que incesantemente se ocupa multitud de hombres en hacer andar los carros detenidos o caídos? Si es el camino único, ¿cómo desatiende el ayuntamiento el único camino? ¿Por qué, en el centro de la ciudad, donde los aires puros no corren fácilmente, repugnan a los ojos y estorban la respiración y se aspiran elementos dañosos en los miasmas que se desprenden de las extensiones de agua estancada, cubiertas por una capa verdosa de sustancias corrompidas? Daña tener que ocuparse en esto, como daña a la reputación del ayuntamiento no haberse ocupado en ello ya. No es que hace la corporación municipal favor gratuito con reparar las calles, cuidar los paseos, y favorecer empeñosamente las condiciones higiénicas de la ciudad; es que para esto fueron los miembros de la corporación ensalzados al puesto que ocupan; es que hacen el doble mal del que no cumple su deber, e impide con su presencia en el municipio que lo cumplan otros, más inteligentes o más concienzudos que los munícipes actuales.
Revista Universal, septiembre de 1875
Guatemala es a la vez el nombre de una República y de una gran ciudad. En las numerosas iglesias, en las casas macizas, en las ventanas enrejadas como para ocultar las mujeres a la vista del transeúnte, en el gran número de devotas vestidas de negro que todas las mañanas van, al amanecer, con el rosario en la mano, a rezar al Señor, oír la misa y recibir los consejos del sacerdote; en el amplio zaguán, el vestíbulo de las viejas casas, pavimentado con huesos de animales que forman en el dintel extrañas curvas; en ese ambiente de devoción que sopla por la ciudad se ve todavía la vieja tierra española clavada tenazmente en el corazón del nuevo mundo. Pero, destruido lo viejo, el país revive. La Naturaleza, cansada de su pereza, trabaja de prisa. Esos pueblos se despiertan, cayendo y levantándose penosamente, como los que han dado demasiado; pero una vez despiertos, quieren, poniendo manos a la obra, vengar esa vergüenza de haber dormido mientras todo el mundo estaba laborando. Y como que ésa es una tierra en la que no hay más que romperla con el arado para ver salir los frutos, es hermoso el ver como ese país vuelve a la vida, y sus caminos antes solitarios están llenos de gentes que van y vienen; y sus montañas oyen restallar la fusta del mulero, y sus puertos ven salir y entrar numerosos frutos; cuando uno recuerda todavía los tiempos en que el más rico fruto que salía del país eran las buenas y amarillas onzas españolas que los padres jesuitas enviaban, según se cuenta en las casas más respetables, ocultas en libras de chocolate a sus hermanos de Europa.[…]
Campanarios puntiagudos: eso es lo primero que impresiona la vista del forastero, lo mismo si llega montado en una mula por el lado del Atlántico y divisa la ciudad al salir de una montaña, bordeando un río al fondo de un gran valle; o bien si llega con el cuerpo magullado, cansado, cubierto de polvo, en una ruidosa diligencia desde el lado del Pacífico, por el camino de Escuintla: este último viaje no sería tan duro para nosotros, si el cochero, el carruaje y hasta los caballos fuesen americanos. Se ve una gran ciudad blanca, majestuosa, soberbia. Envueltos en la niebla, los campanarios, irguiéndose por doquiera, se asemejan a los grandes mástiles de un puñado de navíos, clavados en la tierra seca. Al acercarse, se perciben las calles rectas que delinean a la ciudad como si fueran las simétricas líneas de un tablero de damas. Al disiparse la niebla, se adivina en la clara atmósfera que la rodea una ciudad tranquila. Grupos de árboles brillan entre las blancas casas, como esmeraldas entre ópalos. Cuando al fin se pisan las calles mal pavimentadas, se ve que está uno en una de las ciudades más primitivas, más tranquilas del mundo. Ni una sola casa revela incuria ni miseria. Las calles son anchas, con buenas aceras, inflexiblemente rectas. Las casas parecen, según dijo un escritor del país, enanos con sombrero. Inmensos techos contribuyen a hacer parecer más cortas las pesadas paredes, verdaderos muros, del único piso de cada casa, adornadas con una hilera de altas ventanas. En algunos lugares, en las casas ilustres, un pequeño apartamento provisto de un gran balcón de piedra, descansa sobre el ancho vestíbulo de la colosal puerta. El tamaño enorme de esas casas es asombroso; habría en cada una de ellas suficiente espacio para alojar, en tiempo de guerra, a trescientos soldados: hoy se construyen casas menos amplias, se emplea menos hierro en las ventanas, se embellecen las aceras con árboles, pero la construcción original, guatemalteca del todo, sigue siendo igual. Y han tenido razón en hacerlo así. Esa bella ciudad de Guatemala no ha tenido un solo siglo de descanso desde que fue fundada. Los españoles, que despreciaban el peligro, la levantaron al pie de un volcán apagado, que, al despertar un buen día, inundó con agua hirviendo el campo y la ciudad, y ahogó lo mismo al pobre soldado que a la encopetada dama, una mujer fuerte, célebre en la historia, la Gobernadora Beatriz de la Cueva. En esa tierra tan bella la naturaleza parece haber querido hacer la vida más atractiva allí donde la muerte está más cercana. Aquel que ha corrido el peligro vuelve a buscarlo de nuevo, bien por el placer de desafiarlo, o bien por la invencible influencia de la Muerte. A los pies de dos grandes volcanes, el volcán de Fuego y el volcán de Agua, manantiales deslumbrantes cual collares de brillantes al reflejo del sol, murmuraban entre las flores; el cielo era tan puro como frescas eran las aguas: respirar allí era, y es aún, vivir. Los pulmones dañados por los excesos, el corazón mordido por el dolor, la cabeza destrozada por los esfuerzos de la mente se fortifican junto a esas terribles montañas. Fue allí donde se levantó por segunda vez la ciudad. La paz de los bosques embellecía aquella morada de los hombres; casas monacales, amplias y severas, cobijaban a las almas, apartándolas de los ruidos del mundo; la Naturaleza reía contenta alrededor de sus felices hijos. Un buen día el trueno retumbó bajo la tierra; la tierra abrió sus bocas de par en par, mostrando por anchas heridas sus entrañas de oro; la montaña sacudió sus potentes caderas, y las iglesias, y las casas, y los más bellos edificios cayeron en ruinas. Los hierros se quebraron, los techos se hundieron sobre los hombres; de las casas solo quedaron las paredes. Hoy la yedra trepa sobre las negruzcas murallas, sobre las cúpulas rajadas de las iglesias vacías. Algunos millares de supervivientes, extraviados en la ciudad, se pasean por ella, como ánimas en pena entre las ruinas. Esa hermosa ciudad que fue fuerte como Burgos, atractiva como Sevilla, graciosa como Toledo, no es hoy más que un montón de piedras mohosas alegremente salpicadas de flores, esas flores brillantes que nacen a los pies de los volcanes, alrededor de algunas casas solitarias, llevan al transeúnte, que flanquea sus silenciosos muros, hasta la triste Alameda cuyos árboles de grandes ramas parecen estar llorando: esa ciudad se llama la Antigua.[…]
Mas no es el contraste poético del viejo mundo social y el nuevo mundo de la Naturaleza lo que impresiona al forastero, no es el sol benigno que brilla suavemente sobre esas casas que, por muy recientes que sean, tienen, por su construcción especial, un aspecto ruinoso; no es el recto trazado de las calles, la abundancia de iglesias, la exquisita limpieza de las casas lo que sorprende más, es la alegría, el bienestar, la envidiable comodidad que se nota por doquiera.[…]
Hay luchas internas, problemas económicos serios, sordas quejas contra la dirección de los asuntos públicos, pero todo el mundo trabaja, posee algo, aspira y parece sentirse feliz. Una tierra excesivamente rica abastece las necesidades de una población corta y sobria. Un verdadero delirio de posesión se ha apoderado de las gentes. Todo aquel que no sea dueño de una casa o de una hacienda, se cree un desventurado. Se ceden con gusto a los extranjeros las riquezas procedentes de la importación de los frutos industriales: los del país parecen estar pensando con los fisiócratas que la tierra es la fuente real y única de la riqueza. Los hijos, cualesquiera que sea la posición de sus familias, piden a sus padres un terreno en sus fincas y se van, cuando concluyen su carrera de Derecho o de Medicina, a criar puercos, sembrar zacate, la yerba con que alimentan a los animales, cultivar el café, estudiar, con los americanos y los cubanos que viven en el país, el cultivo de la caña de azúcar. La enfermiza ociosidad originada por una educación puramente literaria, roba al trabajo útil algunos mozos jóvenes: las máculas que el progreso deja a su paso, la usura, la empleomanía, roen a la ciudad, pero el movimiento unánime en busca de la riqueza honrada es, por suerte, incontrastable. Como que la vida política es casi imposible, puesto que los intereses del poder son hostiles al ejercicio de las libertades públicas, la vida material se aprovecha de esa imposibilidad: debido a eso, resulta que la suerte prepara y fortifica los caracteres, por los cuidados de la creación y la conservación de la riqueza: es así como se consolidará ese carácter americano, ligero e inquieto por naturaleza, en esas tierras ricas y floridas. Esto es una ley: donde la Naturaleza tiene flores, el cerebro las tiene también.
En la Universidad se enseñaba, hace algunos años, la filosofía en latín, en las mismas aulas en que hoy se enseña en español el libre examen. La juventud lee con cariño a esos gloriosos románticos que son los clásicos de nuestra época: Michelet, Pelletan, Quinet. Una volteriana sonrisa anima los frescos labios de los jóvenes de las cinco Repúblicas hermanas, que envían a sus hijos a estudiar en la Universidad de Guatemala, la única que hay en América Central. Los guatemaltecos, como todos los pueblos inteligentes que han vivido en la esclavitud, han desarrollado su talento satírico. Y como todo aquello que Voltaire fustigó duramente, viejo mundo de los sacerdotes, vive todavía en Guatemala, su aguda ironía y sus porrazos regocijan aún a los estudiantes guatemaltecos: el anciano de Fernay reina entre ellos, como reinó en París el día famoso de su apoteosis. El espíritu crítico que precede siempre a los grandes trabajos sociales, anima en esas regiones a la naciente generación. En aquel país se necesita rehacer la Naturaleza, desfigurada por los prejuicios. La educación consistía, desgraciadamente, en esas tierras, en desterrar de las almas las fuerzas que nos hacen vivir: la dignidad, la libertad, el valor.
Pero, a Dios gracias, los hombres se sacuden vigorosamente los hombros y dejan caer el manto de cadenas con que los había cubierto durante tanto tiempo. Aquí concluye nuestro primer paseo. Si nos quieren hacer el honor de continuar con nosotros esa interesante visita, se verá de lo que vive ese rico pueblo.
Para ir a Caracas, la capital de la República, la Jerusalén de los sudamericanos, la cuna del continente libre, donde Andrés Bello, un Virgilio, estudió, donde Bolívar, un Júpiter, nació, donde crecen a la vez el mirto de los poetas y el laurel de los guerreros, donde se ha pensado todo lo que es grande y se ha sufrido todo lo que es terrible; donde la Libertad, de tanto haber luchado allí, se envuelve en un manto teñido en su propia sangre, hay que penetrar en el seno de esos colosos, costear abismos, cabalgar sobre sus crestas, trepar a los picos, saludar de cerca a las nubes. Al principio del camino, en la Guaira, al tomar la diligencia, el vehículo en que se hace el viaje, quisiera uno despojarse de todos sus trajes, tan rudo es el calor; y a mitad del trayecto buscamos los del vecino por no bastarnos con los nuestros: el frío comienza. ¡Y qué hermosa carretera! Es una pista sobre precipicios: se respira un aire bueno durante el trayecto, el sabroso aire del peligro. No hay más que mirar hacia abajo: el vértigo se apodera de nosotros. Ahora, con una rapidez febril propia de los cuentos de hadas, y que honra a la inteligencia y a la actividad del país, se está construyendo un ferrocarril tortuoso y audaz, que taladrará cual un juguete de acero esa mole de montañas. Será algo así como el mango de un abanico chino, sobre el cual vendrán a reunirse los diversos ferrocarriles, ya estudiados y trazados, que se extenderán como flechas agudas, desmontando a las perezosas selvas, sacudiendo a las ciudades dormidas, por todas las regiones del país.
Venezuela es un país rico más allá de los límites naturales. Las montañas tienen vetas de oro, y de plata, y de hierro. La tierra, cual si fuera una doncella, despierta a la menor mirada de amor. La Sociedad Agrícola de Francia acaba de publicar un libro en el que se demuestra que no hay en la tierra un país tan bien dotado para establecer en él toda clase de cultivos. Se pueden allí sembrar patatas y tabaco, té, cacao, y café; la encina crece junto a la palmera. Hasta se ve en la misma pucha el jazmín del Malabar y la rosa Malmaison, y en la misma cesta la pera y el banano. Hay todos los climas, todas las alturas, todas las especies de agua; orillas de mar, orillas de río, llanuras, montañas; la zona fría, la zona templada, la zona tórrida. Los ríos son grandes como el Mississippi; el suelo, fértil como las laderas de un volcán.[…]
En la ciudad, una vida rara semipatriarcal, semiparisiense, espera a los forasteros. Las comidas que en ella se sirven, exceptuando algunos platos del país, las sillas para sentarse, los trajes que se usan, los libros que se leen, todo es europeo. La alta literatura, la gran filosofía, las convulsiones humanas, les son del todo familiares. En su inteligencia como en su suelo, cualquier semilla que se riegue fructifica abundantemente. Son como grandes espejos que reflejan la imagen aumentándola: verdaderas arpas eolias, sonoras a todos los ruidos. Sólo que se desdeña el estudio de las cuestiones esenciales de la patria; se sueña con soluciones extranjeras para problemas originales; se quieren aplicar sentimientos absolutamente genuinos, fórmulas políticas y económicas nacidas de elementos completamente diferentes. Allí se conocen admirablemente las interioridades de Víctor Hugo, los chistes de Proudhon, las hazañas de los Rougon Macquart y Naná. En materia de República, después que imitaron a los Estados Unidos, quieren imitar a Suiza: van a ser gobernados desde febrero próximo por un Consejo Federal nombrado por los Estados. En literatura, tienen delirio por los españoles y los franceses. Aunque nadie habla la lengua india del país, todo el mundo traduce a Gautier, admira a Janin, conoce de memoria a Chateaubriand, a Quinet, a Lamartine. Resulta, pues, una inconformidad absoluta entre la educación de la clase dirigente y las necesidades reales y urgentes del pueblo que ha de ser dirigido. Las soluciones complicadas y sofísticas a que se llega en los pueblos antiguos, nutridos de viejas serpientes, de odios feudales, de impaciencias justas y terribles; las transacciones de una forma brillante, pero de una base frágil, por medio de las cuales se prepara para el siglo próximo el desenlace de problemas espantosos, o pueden ser las leyes de la vida para un país constituido excepcionalmente, habitado por razas originales cuya propia mezcla ofrece caracteres de singularidad, donde se sufre por la resistencia de las clases laboriosas, como se sufre en el extranjero por su esparcimiento: donde se sufre por la falta de población, como se sufre en el extranjero, por su exceso. Las soluciones socialistas, nacidas de los males europeos, no tienen nada que curar en la selva del Amazonas, donde se adora todavía a las divinidades salvajes. Es allí donde hay que estudiar, en el libro de la Naturaleza, junto a esas míseras chozas. Un país agrícola necesita una educación agrícola. El estudio exclusivo de la literatura crea en las inteligencias elementos morbosos, y puebla la mente de entidades falsas. Un pueblo nuevo necesita pasiones sanas: los amores enfermizos, las ideas convencionales, el mundo abstracto e imaginario que nace del abandono total de la inteligencia por los estudios literarios, producen una generación enclenque e impura, mal preparada para el gobierno fructífero del país, apasionada por las bellezas, por los deseos y las agitaciones de un orden personal y poético, que no puede ayudar al desarrollo serio, constante y uniforme de las fuerzas prácticas de un pueblo.
Otro mal contribuye a malversar las extraordinarias fuerzas intelectuales de la República. En los hombres hay una necesidad innata de lujo: es casi una condición física, impuesta por la abundancia de la Naturaleza que los rodea; llevados, además, por el desarrollo febril de su inteligencia, a las más altas esferas de apetencia, la pobreza resulta para ellos un dolor amargo e insoportable. No creen que la vida sea, como es, el arte difícil de escalar una montaña, sino el arte brillante de volar, de un solo impulso, desde la base hasta la cima. El don de la inteligencia les parece un derecho a la holgazanería: se entregan, pues, a los placeres costosos del lujo intelectual, en lugar de mirar a la tierra, trabajarla afanosamente, arrancarle sus secretos, explotar sus maravillas, y acumular su fortuna por medio del ahorro diario, al igual que como por el constante goteo se forma la estalactita. Se tienden sobre la tierra, impidiéndole abrirse, y sueñan. Pero viene el amor, el amor de una mujer distinguida, el amor sudamericano, rápido como la llama, imperativo y dominador, exigente y morboso. Hay que casarse, poner casa lujosa, vestir bien a los hijos, vivir al uso de las gentes ricas, gastar, en resumen, mucho dinero. ¿Dónde ganarlo en un país pobre? Y se habla entonces, y se escribe, para el Gobierno que paga, o para las revoluciones que prometen; se ponen a los pies de los amos, que odian a los talentos viriles y gozan destruyendo los caracteres, venciendo a la virtud, refrenando a la inteligencia.[…]
Hay una semana que es en Caracas como una exhibición de riqueza: la Semana Santa. Mientras dura, se advierten prodigalidades insensatas. Todo el mundo está en la calle. Todos los trabajos se suspenden. Se da uno por entero al placer de ver y ser visto. Es una exhibición de riqueza, una verdadera batalla entre las familias, un desbordamiento de lujo. Se pasea desde la mañana a la tarde. El Señor moribundo es el pretexto, pero no se piensa sino en cantar en la iglesia, donde los coros están formados por las gentes jóvenes más notables de la ciudad; en maravillar a los curiosos, en vencer a sus rivales. Son los alegres vestidos nuevos, arrastrando por las calles sus colas grises, rojas o azules, donde se exige a los hombres reunidos a la puerta de los templos tributo a la belleza, donde las larvas que van a ser mariposas sacuden las alas, y con movimientos adorables de muñecas animadas, se pasean en su primer traje de mujercitas. Como paisaje no hay nada más bello. Los vestidos, de color vivo, al sol de la mañana parecen flores que caminan, mecidas por el aire amable en la larga calle. El aire, siempre húmedo y sabroso, está cargado de perfumes del día que nace, de la iglesia que se abre, de mujeres que se pasean. Y los pies de las mujeres son tan pequeños, que toda una familia podría posarse sobre una de nuestras manos. No son criaturas humanas, sino nubes que sonríen. Estrellas pasajeras, sueños que vagan: son ligeras e inasibles y esbeltas como los sueños. La caraqueña es una mujer notable. El marido, para satisfacer las necesidades del hogar, o su amor insaciable de belleza, puede poner en subasta su dignidad política, porque están peligrosamente orgullosos de su dignidad personal; pero nada estremece la sólida virtud de la mujer, una virtud natural, encantadora, indolente, elegante: una virtud que se inspira dulcemente, sin exageraciones de cuáqueros, sin severidades de monja. Estas mujeres poseen el don de detener a los hombres audaces con una sonrisa. Se habla con ellas ante las ventanas abiertas. Se siente uno embelesado, y pleno de fuerza, y borracho de una dulce bebida: las volvemos a encontrar en las calles, en el teatro, en el paseo: ellas nos saludan cortés pero fríamente. Vuestra jarra de flores cae por tierra. El bello Don Juan se aburriría soberanamente en Caracas. No existe allí la Doña Inés, porque la inteligencia superior de las mujeres constituye una salvaguarda contra las seducciones de los Tenorios.[…]
Se sabe de todo en la ciudad, y se habla admirablemente de todo: la imaginación es allí como un hada doméstica: la Poesía riega de flores las cunas de los recién nacidos; la Belleza besa los labios de las mujeres de esta tierra. Pero los hombres no tienen suficiente independencia personal y suficiente conocimiento de las verdaderas necesidades de su patria, para hacerla un país rico, feliz y fuerte. Una multitud de apóstoles trabaja en silencio por el mejoramiento del país; una necesidad de ciencia práctica comienza a reemplazar la excesiva producción poética. Hay que atender y saludar a los buenos luchadores que construyeron su primera línea férrea, que estudian nuestras costumbres, esparcen a manos llenas la instrucción pública, y llaman con voz leal a las riquezas extranjeras que deben hacer fructificar las riquezas naturales.
Como en andas de flores se levanta, colgada de granadillas e hipomeas, la tierra de esmeralda y plumas, donde, al espejo de sus lagos y al incensario de sus volcanes, crecen en el combate y en la fatiga, según lo manda la Naturaleza, las cinco repúblicas de Centroamérica, como un solo hogar. Por aquellos ríos han apagado la sed, en la cuenca de una hoja, muchos viadores de la libertad; de aquellos arriates ha tomado mucha flor para el pasajero doloroso la niña de la casa; para la vida y la poesía ha sacado fuerzas mucho peregrino de aquel aire purificado por el fuego; de debajo de un apagavelas salen, desperezándose y tundiéndose, cinco países cuyo parentesco será más poderoso que la pócima de ira con que les alborotó las venas el conquistador; ¡aquí venimos, en nombre de todos los agradecidos, a ceñir con una guirnalda de corazones las banderas que no se han manchado con más sangre que aquella que es ley que se derrame, por la ferocidad inevitable de la vida, en los bautizos de la libertad!
Por entre las ruinas de los gigantes desaparecidos surgieron, bellos y pintados como los pájaros, los pueblos de indios nuevos que tejían y tañían, y levantaban con gracia heroica sus atalayas de carrizos, y narraban bajo la sombra de los árboles la leyenda del mundo, cuando centellearon en la creación los espíritus celestes, y a la voz de ¡tierra! surgió el Universo de la nada, con el hombre que fue primero arcilla, y luego tronco duro, y luego árbol ramoso; con la mujer de caña, y luego los cuatro hombres de carne y pensamiento, a cuya cabeza se sentaron las cuatro mujeres, coronadas de plumas de garza. Hoy era el mercado de tejidos y diademas, y pórfidos y oros, y birretes y tobilleras del plumón más fino, y pitos y atabales; la boda era mañana, con danzas y convites, y las casas blancas festoneadas de orquídeas olorosas; o era que el rey pasaba, con su manto de pluma azul y la corona refulgente, cargado a hombros de nobles, en su silla de oro y pedrería; o vitoreaba la multitud a los caballeros del torneo que a punta de flecha mantenían por el aire la mazorca de maíz; o volvían a sus hogares aterrados, porque venía el zutujil a sangre y fuego, el cazador que traía al cinto como un iris la pluma del quetzal, el atjije canoso, abrazado a los manuscritos de las leyendas, el coro de la escuela desbandada. El zutujil prendía a la tierra luego, para que no anduviesen sobre ella los invasores. Vino el rubio de España, con el trueno en las manos; cayó con su aliado el cachiquel sobre las ciudades que el quiché alzó contra el chuzo y la flecha; y cuando pasó la nube de humo, resplandecía el sol indiferente en la caña y la pluma de las hecatombes.
Se bebió entonces, al sol de Pacaya, el vino de Valladolid, entre barajas y votos; y apuró el cacao de Soconusco, en los casucones levantados sobre indios, el deán que ensartaba con la tizona al alguacil que lo venía a prender. La calle era del oidor, de gorra y garnacha, o del encomendero desdentado, de casco y gamuza, o del presidente que echaba a desvergüenzas al buen obispo que le venía a pedir la ley para la indiada, sin más coraza que su lanilla de dominico, ni más miedo que el de no ser bastante brioso. A flechazos recibían aquellos cristianos a los obispos que no les firmaban los crímenes con la religión; tuteaban al rey, en cuanto les tocasen las encomiendas aquellos vasallos; y monseñor se gastaba la renta de la Catedral en festejos a los que salían a matar lacandones. San Francisco peleaba con Santo Domingo; el cabildo se le empinaba a la Audiencia; los encomenderos cansaban el mar con sus quejas al emperador; un Hernando cosía a puñaladas al obispo y con la daga ensangrentada escribía en el aire su proclamación de príncipe. Hasta que los competidores se avinieron en el mando y no hubo ya más Casas ni más Marroquines, sino que vivía en los palacios, con el nombre de la familia escrito en el zaguán con huesos, la prole de los conquistadores y las doce damas; y era la vida candil y procesiones, como aquélla del certamen de la Universidad, sobre la «Contienda Amorosa de Italia, Francia y España»; cuando iban delante los atabaleros, y luego en mulas los estudiantes e hidalgos, y los doctores y la clerecía, y luego un señorón de portaestandarte, con el tema muy floreado entre pinturas, y luego criados de librea, y luego soldados, a tiempo que entraba en la ciudad la hilera de indios, con la frente ya hecha al mecapal de la bestia de carga, y el ministril se llevaba preso a un criollo, porque leía el Quijote.[…]
Se movió el mundo; vivió Carlos III; entró en la Capitanía la Enciclopedia, bajo una capa española; y de la mesa de un canónigo andaluz salió la juventud del señorío a ganar a la independencia la voluntad del general español; ¡y aún hoy es día de gala en Centroamérica, de gozo puro y sublime, aquel día de septiembre! Pudo más que la corazonada del primer cariño el interés de las localidades apartadas por la policía astuta de la colonia; pudo más lo real del país, hecho al gobierno familiar, que lo ideal que le querían poner, con más ardor que pericia, los innovadores desconcertados; pudieron unos idear canales y garantías, mientras mandaban otros cerrar las costas y espantaban de un bufido al buen sevillano que quiso enseñar álgebra; pudieron las Repúblicas, unidas por un artificio generoso, volver a la localidad de que no supo sacarlas la conquista, que sólo hubiera podido hallar excusa en el cumplimiento de esa ley histórica; pueden aún, con la mira en el Sol, padecer en la faena de ir acomodando a un pueblo novicio, criado en dos conquistas, las leyes acabadas de la libertad, o sacar de su misma composición, de modo que se la asegure, la ley aborigen que lo aquiete y levante; puede ser como levadura, por lo fervorosa, una de las Repúblicas, y otra como un jardín, por el cultivo de la tierra y de las mentes, y otra como academia de política y trabajo, y otra como una casa de familia, con el retrato del abuelo orlado de ópalos, y otra como universidad entre plantíos, que pone a reposar sobre el arado el tirso y el capelo; pero de la majestad y rebelión de su naturaleza de volcanes, del hábito de crítica aguzado en la larga esclavitud y de la lección aprendida en la prueba franca y dolorosa de hombres y sistemas, viene a aquellas Repúblicas un señorío mental, más verdadero que visible y más eficaz que ostentoso, por el que todas se reconocen y unen, y en donde entra por parte tan viva lo más fecundo de la fantasía, que pudiera un avezado a imágenes comparar aquella serena mente de Centroamérica a una casa solar, de portón de alto escudo, por cuyos balcones colgasen, pintorescas y amables, las enredaderas.[…]
Allí por cuestas floridas, con el pecho lleno de un gozo de creación, se sube, como coronado, a los volcanes, desde donde se ve caer la tierra en declives cambiantes sobre la playa de la mar; allí, en cráteres orlados del jardín silvestre, chispean, sigilosas, las lagunas; allí, en la boca deshecha del Volcán de Fuego, revolotea la mariposa azul; y corren por las faldas, entre guijas de colores y anémonas y tréboles que lucen como lapislázuli y coral, ríos de un agua tan clara como la prosa de Marure, y con tal música en su curso, que parecen estrofas de los hermanos Diéguez. Así, en el goce continuo de aquel mundo ordenado y hermoso, nace, a despecho de las turbulencias de la vida, la felicidad que hace al hombre bueno, y es, como la desgracia, una fuerza decisiva en la literatura. Así, entre sus jazmines del Cabo y su clavel de olor, sueltas las trenzas y el corazón prendado, crece sensata y fiel la esposa del país, con un juicio risueño que impera sin descoco, y unos cariños como plumón de ave. Así, ayudada por su misma dilación, que la salva de los tanteos decadentes y místicos del pensamiento nuevo que asoma ya sobre los hombres, va Centroamérica disponiéndose a acomodarse a su hora, con la fuerza venida del estudio de lo natural, a la época de mayor religión y literatura verdadera que por la tierra toda levanta, con potencia de himno, el conocimiento racional y amoroso de la Naturaleza. Por la enseñanza que de ellos recibe América, en virtud de su apego saludable a lo original y propio; por el valor con que han encarado sus problemas y la frecuencia con que los han abonado con su sangre; por la largueza con que dan agua y pan al peregrino, permitidme, vosotros que os gloriáis con la representación de aquellos nobles países, que los salude en nombre de la América, cuya fe indígena proclaman y mantienen, ¡en nombre de la libertad, cuyo estandarte acribillado alzan por sobre sus cabezas! ¡en nombre de los peregrinos agradecidos!
GUERRA LITERARIA
Llegan los libros despacio de Colombia; lo que es de sentir, porque en Colombia se escriben buenos libros. Anda allá la literatura, como la mente nacional, partida en dos bandos; y los unos, con indígena brío, éntranse anhelantes por todo lo moderno y escriben con la vehemencia de la tierra las cosas de la Naturaleza, de la Historia, de su espíritu y de la patria, teniendo por delito y contradicción culpable a la ley de Dios el constreñir, como pie de dama china, en moldes de bronce viejo, el pensamiento; y otros, movidos a veces del miedo saludable y generosa repulsión que los abusos de la libertad inspiran, júntanse a levantar valla al espíritu humano y a la gente humilde, con los que ven con ira el crecimiento del hombre llano que, como que viene de la Naturaleza, tiene mano segura y hombro fuerte, y los saca del goce y poderío que por años sin cuento estuvo en ciertas familias vinculado. Porque oligarquía hubo en nuestros países, y ella fue la que alentó y dirigió nuestra revolución de independencia; pero no para su provecho, sino para el público; y no para tener en cepo y grillos el alma luminosa, sino para imprimir con Nariño los «derechos del hombre». ¡Y ahora está aconteciendo que los hijos de aquellos próceres gloriosos no hallan otra manera de honrarlos más que la de ingerir de nuevo en su patria los serviles respetos y vergonzosas doctrinas que echaron abajo, acompañadas de sus cabezas, sus progenitores! Traiciones tiene la Historia, y parricidios; y ésta, que entre muchas gente menguada de América priva ahora, ésta es una. Prevenirse no está de más, si se quiere salvar el espíritu de América, y se le tiene en algo, y se sabe lo que vale; porque Catilina, lleno de falsos honores y contento de ellos, está a las puertas de Roma. Nombramientos y cortesías de allende están sacando a nuestra gente ilustre de su camino natural y honrado. ¡Bueno es que, como los españoles de España, admiremos la Alhambra, sin traer por eso otra vez los moros!
Siempre campeó, por lo original, inquieta y sincera, la lengua colombiana; y de sus irreverencias y desmoldes precisamente viene aquel sabor de graciosa verdad de la historia de Lucas Fernández de Piedrahita, y aquella sentenciosa travesura y fresco donaire de Rodríguez Fresle, amorosa consunción y abrasante vehemencia de la cuasi divina Madre del Castillo. Con Mutis, de Cádiz, y Rodríguez, de Cuba, vinieron a la lengua de Colombia precisión científica y grata cortesanía; y al amor de ellos, que fue sano y sencillo, se juntaron a leer y prepararse a la obra aquellos hermosos evangelistas de 1810, que comenzaron por serlo de la libertad de su patria, pero que no hubieran tenido fuerzas para conseguirla a no haberlo sido de la libertad humana; así se les vio brillar e inspirar amor y respeto dondequiera que fueron. Una nueva grandeza, distinta de la griega y romana, resplandece, como ancho globo de oro, en los discursos y acciones de los Torres y Zeas, Garcías del Río y Pombos; y es lo singular, que, llena su mente y oraciones de las hazañas de los héroes antiguos, establecían sin sentirlo con las palabras mismas con que los evocaban y loaban, un tipo de gloria desinteresado y nuevo, no limitada, como la de Grecia y Roma, a invadir o a rechazar al invasor, ni reducida, como la cristiana que vino después, a morir sonriendo entre los dientes de las fieras, roto ya el cuerpo en harapos sangrientos, por el goce y salvación de la propia alma. Fue la de nuestros varones de 1810 una grandeza amplia y sublime, que vino de expresar con toda la pompa y luz de América, y con un desprendimiento que más parecía de la juventud de un continente que de juventud de hombres, las pujantes ideas humanitarias que alzaron en sus alas de bronce encendidas sobre el mundo, como un sol arrebatado a su cautiverio, el siglo de redención en que vivimos trastornado todo él, y nervioso y convulso, por no poder tardar menos de un siglo el espíritu humano en mudar de casa. No por la soberbia gloria antigua de obedecer a la virtud obraron nuestros grandes varones; ni por el deseo egoísta de caer, temblando de gozo, en los brazos de Dios, como los mártires cristianos; sino por el enérgico y generoso dolor de ver abatido el decoro, estremecido y acorralado el espíritu y sofrenado en su divino y libre vuelo el pensamiento humano. Por su gloria habían trabajado generalmente los héroes; y los nuestros, por la ajena. ¿No fuera gozo ver que tal espíritu animaba siempre los libros y papeles colombianos? Porque es de hijos poner, y no quitar, a la virtud y hacienda que les vinieron de sus padres; y no tienen el derecho de gloriarse con los nombres, actos y vida ilustre de sus antepasados, aquellos descendientes que no los perpetúen en su espíritu y acciones; es alevosía ampararse de su gloria, para ir minando la gigantesca obra que alzaron. Honrar en el nombre lo que en la esencia se abomina y combate, es como apretar en amistad un hombre al pecho y clavarle un puñal en el costado. Los que se oponen al ejercicio de las facultades del hombre no son los hijos de los que dieron su vida por ayudar a libertarlo.
La América, julio de 1884.
LA PAMPA
El gaucho viene, a caballo tendido, por la llanura, mirando atrás de sí, como quien desconfía. Su caballo batallador, enhiestas las orejas y vigilantes los ojos, saca del pecho membrudo, en un arranque de galope, las manos de cañas afiladas. El poncho, cogido sobre la arzonera, flota al aire, dorado y azul. El gaucho es de los que nacen a horcajadas; con la rodilla guía a su compañero, más que con la rienda; trae calzones azules y camisa blanca; al cuello lleva un pañuelo rojo; el sombrerete de ala floja va bien sujeto, por el barboquejo, a la cara lampiña. Esa es la portada del libro argentino que ha publicado en París el francés Alfredo Abelot, con el nombre de La Pampa.
No es libro vergonzante, impreso en papel turbio, con láminas prerrafaelistas, sino de lo más rico que sale de las prensas, con páginas que convidan a leer y dibujos blandos y delicados, donde se ve, en su ternura y ferocidad, la vida de la pampa, de la planicie imponente y melancólica, coronada al Norte por la palma moriche y frondosa higuera del Brasil y la calzada al Sur por los montes tétricos de la Patagonia. Allí la vida intensa bajo el techo del cielo, con el recado por montura y posada y el horizonte sin más ondulaciones que las del lomo de los avestruces. Allí la pulpería, el club del desierto, con sus velorios y sus rimas, sus carreros y sus cantos, su ginebra y su conversación, su alboroto y su comercio. Allí, en los yerbales profundos, la «boleada», la caza a caballo, con el arma de las bolas; el «baqueo», siguiendo la pista del indio temible por la piedra y el agua; la pelea de la «partida» de soldados y el gaucho malo, el gaucho alzado contra la justicia, que se corre a ellos, se quita de encima las balas a punta de cuchillo. Allí el indio jinete, que cría a sus hijos para el exterminio del blanco invasor, y la tropilla que le rinde la vida y la hacienda, o lo echa sobre sus «toldos» a balazos. Allí, expirando ya a los pies de la locomotora, la vida primitiva y la época.
En setecientas leguas de soledad, a las puertas de las ciudades universitarias, vive aún, con la tradición confusa de lo indio y lo español, una casta natural y fiera, nacida de los castillos y la indiada, hecha al caballo y a la sangre, que bajó lanza en cuja, a la población, a desmontar de sus cátedras al «cajetilla» que, con el agrimensor y el botavacas, la ha vencido. La Cautiva, de Esteban Echeverría, y el Celiar, de Magariños Cervantes, cuentan en verso la vida de aquellos centauros, los ataques de la «china» y el «payador» a la grupa del potro, las muertes que deben aquellos caballeros del cuchillo, de alma leonina y de apostura real. Rafael Obligado la cuenta en sus versos de colores. La cantó el gran Sarmiento en su Civilización y Barbarie, libro de fundador, donde se narran los combates de Aldao, el fraile terrible, y del «tigre» Facundo Quiroga. Ahora Abelot pinta la pampa que se va, el último velorio, la última pulpería, el último gaucho alzado, poncho al brazo y hoja al sol; el mate bebido al alba en cuclillas, antes de ir a la carrera, de juntar la caballada de la tropa, de arrancar, en sus bestias amigas, a la boleada palpitante. «Pampa» es el caballo que el tigre mismo no logra acobardar; «pampa» es el perro que de una dentellada le quiebra el muslo en la pluma al avestruz; la india vanidosa, al mes de verse en la finura de las ciudades, con collar de cuentas y pañolón carmesí, no quiere ser «pampa»; «¡luluhuú!» grita desnudo en su caballo, arremetiendo sobre los guanacos, con las bolas al vuelo por encima de la cabeza, el indio de la «pampa». Allí está el poema donde el hombre alborea, como en las edades vírgenes; mata a fuerza de brazo al león que le niega su morada; copia en la piel, a punta de puñal, los árboles, los combates y las nubes; canta de noche, al son de las estrellas, el triste y el cielito; marca de un tajo la cara del que le ofende o le disputa el puesto, y cae de rodillas ante la civilización, roto el jarrete por la reja del arado. ¿A qué leer a Homero en griego, cuando anda vivo, con la guitarra al hombro, por el desierto americano?
El Sudamericano, 20 de mayo de 1890
TIPOS Y COSTUMBRES BONAERENSES
Nunca en veinte años cambió una ciudad tanto como Buenos Aires. Se sacó del costado el puñal de la tradición: el tirano, ahíto por el peso de la sangre, cayó en tierra; tapiaron, para no abrirlo jamás, el zaguán de la universidad retórica; la blusa del trabajador reemplazó a la toga excesiva e infausta; los pueblos, con el arado en las manos, despertaron a la ciudad en que «se dormía la siesta y la comida era barata». Los desterrados, y los que como tales vivieron en su tierra mientras duró el oprobio, mientras salía triunfante en el conflicto «la civilización» sobre «la barbarie», mientras la ciudad literaria y anémica padeció bajo el rural codicioso y robusto, lucharon con calor después de la victoria; pero fue menos para mantener sus privilegios que para abrir de par en par las puertas de su patria a los necesitados, a los creadores, a los enérgicos del mundo. Sarmiento sentó a la mesa universal a su país, y lo puso a jugar con modelos de escuelas, de máquinas norteamericanas, de ferrocarriles. Mitre, que había estado de joven en la tierra de los cóndores, se hizo como una familia de los pueblos de la humanidad, y contó sus orígenes y sus transformaciones, como cosa de familia; Gutiérrez, para no ser traidor, no quiso ser académico. Convidaron al universo, que padece de plétora, y lo trajeron sin miedo a su casa, porque los hijos de Rivadavia y de Alberdi saben juntar el valor y la prudencia. Los campos les entregaron, y no las libertades. Maestros, maestros ingenieros, negociantes, artesanos, artistas, exploradores, labradores, todo vino a barcadas, adonde se vive en libertad en tierra virgen, adonde los cruzados no van en busca de un sepulcro, y los hombres se forjan por sí propios sus coronas. Al guijarro sucedió el asfalto; a la lechada, el granito; a las arrias, arrias de ferrocarriles; a la lógica de las escuelas, la lógica superior y la enseñanza ordenada de la vida. Por las plazas repletas, donde pululan los grupos, tropiezan los negociantes, se saludan los banqueros, donde los hombres nuevos hablan animados de las ferrovías, de las colonias, de los descubrimientos, de las concesiones, de los teatros, de las carreras, pasan gruñendo, con cuello de corbatín y bastón de puño de oro, dos letrados enjutos: «¡Oh amigo, el tiempo aquel en que el panadero de a caballo nos traía a la casa el pan en serones!»
Pero aquélla no fue capa de quita y pon, que se usa un día y se deja al otro; sino determinación de crear, con sus manos delicadas de universitarios, un pueblo donde se juntasen, bajo la presidencia latina, las fuerzas vivas del mundo. Y se han juntado, y confundido con las del país, pero sin invadirlo ni desfigurarlo, ni quitar al alma arrogante de las pampas el sentimiento y novedad con que embellece la civilización industrial súbita, y contiene la codicia y el egoísmo que crea la riqueza, con daño de la patria. Porque no vale quitar unas piedras y traer otras, ni sustituir una nación estancada con una nación prostituida, ni sacarse el corazón y ponerse otro de retazos, con una aurícula francesa y un ventrículo inglés, por donde corra a regaños, con sus glóbulos de sueño, la sangre española; sino que es la caldera de la tierra, y con sus carbones se han de hervir los allegados extranjeros, de modo que tomen el sabor del país, y no le hurten más de lo que le den, ni le mermen las dos fuerzas nacionales que a todas las demás completan y coronan, y son como la sal y la levadura de los pueblos: la originalidad y la poesía.
De lo juicioso y real de esa mezcla con naciones afines, y la pasión de nuestra raza por la belleza y por la idea, se ha creado, para que todo sea maravilla, a la vez que el país nuevo, la literatura que lo refleja y ennoblece, y suele tardar siglos en las naciones de casta más lenta. A la razón científica y señorío londinense se unen en la expresión argentina la sobriedad del francés y la soltura del español, e impera, sobre todo, en la prensa como en el poema, una airosa y resuelta majestad, en que se avienen, por singular fortuna, allegando en la hora decisiva lo indígena y lo exótico, el vehemente deseo de emular a las naciones famosas y la altivez épica de quien nace y se cría junto al mar y la pampa que lo iguala, sin que el mismo espinazo andino lo sobrecoja ni admire, porque su primer capitán pasó los Andes.
Fue primero la lengua revuelta y excesiva, como en la primera confusión tenía que ser, más cuando era, en la pelea local de la carreta contra el ferrocarril, timbre de honor y patente de hombre aquel modo de hablar, y símbolo del advenimiento de la patria, sin miedos ni tutelas, al coro del mundo. Con los pueblos vinieron sus lenguas, pero ninguna de ellas pudo más que la nativa española, sino que le trajo las calidades que le faltan como lengua moderna, el italiano la sutileza, el inglés lo industrial y científico, el alemán lo compuesto y razonado, el francés la concisión y la elegancia. Y surgió en la Argentina, con la irregularidad y atrevimiento que vienen de la fuerza, ese mismo castellano que no huele a pellejo por obligación ni está sin saber salir de Santa Teresa y el Gran Tacaño, y ya se habla en España por los hombres nuevos, aunque sin el desembarazo y riqueza con que lo manejan en América sus verdaderos creadores. Mas no el castellano de crónica, adamado y pintoresco, que en espera de lances mayores, y por obra de la armonía y color de América, se escribe felizmente, con ligereza de pluma y matices de azulejo, en los países que no han entrado aún de lleno en la brega universal; sino otro que le lleva ventaja, aunque no se le vea ante el peine y el rizador, como que va poniéndole causas a todo lo que dice, y nombres a todo lo que ha menester, y es franco, directo, breve, potente, vivo, sin que se note que prospera en él el vicio de que al principio lo acusaron, que fue el de caer de la jerga arcaica, a que se ha de hacer la cruz, en la jerga científica. Y a esta literatura pertenece, como hijo sano y legítimo, por la franqueza y vida de la pasión, por lo numeroso y rápido de los cuadros, por la luz americana de los colores, por la fuerza argentina del pensamiento, el libro de Tipos y costumbres bonaerenses, de Juan A. Piaggio.[…]
La ciudad palpita en él; y él dice, como el romano: «¡Mi ciudad!» Con ella se levanta, desde que iba de niño, antes de la clase de sus maestros italianos, a coger violetas por los alrededores, a echar los primeros suspiros detrás del «sol de suburbio, de natural bondadoso, que de todo se admira; muy sana y alegre; de pollera oscura y de botitas altas». Ve vivir a los pobres, querellando y cantando, tendiendo la ropa, de baile y de escuela, en el hervidero de los «conventillos». Va por los barrios, «callejeando», y a eso de las diez, «en la paz sublime de una noche de verano bonaerense», noblemente ocupado de poblar de castillos el aire; y parece que se ve venir por la soledad al «grédano», al napolitano que cojea y toca en el órgano la Marianita, al «hermano» de chambergo y mascada, y chaquetilla y pantalón flojo, al «viejo» que le viene a hablar de que «no le da la viaba» a un extranjero, a un «feligrés», porque «tiene una hija de mi flor el gringo»; y silban, y se van juntos «de farra», después de dar al «grédano» cinco «centavarios». De tarde, al caer el sol, ¡cuántas cosas tristes le cuentan los pianos de las casas pobres, las casas de viuda, con las persianas bajas, con la fachada de colorín a medio descascarar, con los tiestos de flores que se ven en el patio por el portón a medio abrirse, como la hermana soltera de la casa, la hermana del suicida que pudo ser hombre, y se metió de empleado! Sí, tiene muy buenas sociedades Buenos Aires: la de Damas de Beneficencia, la de Huérfanos, la de Mendigos; pero ¿por qué no pone una casa de canijo y de limpieza para los pobres de espíritu, para los que no tienen fuerza con que cargar su pena, ni valor con que arrancársela; para los que no mudan de vestido, ni se cortan el pelo, ni levantan del suelo los ojos, ni comen sino de limosna; para el pobre «atorrante»? Y allá, donde Buenos Aires brilla, donde a los gritos del rematador pasan de mano en mano, chorreando el oro, los solares, las barriadas, las colonias, las contratas, los caminos; allá, en las grandes plazas y en las calles suntuosas, sale el «chacarero», sombrero en mano, de casa del abogado, «con sus botas gruesas»; pasa el procurador, cuelliparado y narigudo, con la cartera al pecho y el bastón negro; viene y va el corredor de tierras, solapeando a cuantos ve, clavándolos contra la esquina, metiéndoles el plano por los bolsillos, vivo como el ratón, fino como la naranja, rapaz como el águila; anda a paso veloz el «hombre de negocios», de niñas mochas, de cigarro en boquilla, carirrojo y barbudo, con el reloj y las botas fuertes, y en el meñique el brillante. «El mono, el mono humano», vende periódicos. Los petimetres de la calle de la Florida «esperan en hilera a las bellas, hasta entrada la noche». La porteña, hermosa e independiente, pasa con su aire real, como que «Dios la hizo con esmero e inspiración». Los semihombres, los pretendientes, entran en palacio, «blandos y pulcros».
Y luego pinta a Buenos Aires cuando el carnaval lo enloquece, y pasean juntos, ante las puertas de los bancos, de los tribunales, de los teatros, de los clubs, de los cien diarios, los chicuelos, de diablos y monos; las comparsas, con guitarra y tamboril; los carruajes de jóvenes ricas, que van rechazando el asalto con el agua de sus pomos de olor; y como que «nuestra ley es amplia, y generosa nuestra tierra, y nuestro corazón lleno de amor», ¡bien vaya carro tosco del inmigrante de ayer, con toda la familia a la mesa: «el italiano empinando la damajuana; la mujer dando el pecho al niño; la hija mayor condimentando la ensalada; riñendo los hermanitos; y el carricoche como el país, en marcha!» La plaza de Lorea, la del Retiro, la de la Victoria, todo es banderas, y flores, y luz, y batalla de aguas olorosas; los clubs, bailes de espaldas nacarinas; el Politeama, cancanes, entre pastoriles y locos, «él como palomo y zumbón, ella, como corcho que boga; a poco, en una vuelta de carrera, él, puesto como sobre palangana, le arroja sal, y la pernera, la chazadora, se acerca, levanta el lomo, corre erguida y da el golpe; es como rayo: no se ve, y apenas se siente el gusto cuando ya está paseando asendereada como clueca que levanta tierra». Allá, entre los más pobres, es el «batuque», con tarantela de organillo, ellos de sombrero puesto, ellas de aros de oro, y «el pelo liso del aceite de almendras».
El Partido Liberal, 3 de octubre de 1889