NOTA
Al llegar Martí a Nueva York, en 1880, prometió en uno de su artículos del periódico The Hour: «Estudiaré el pueblo más original, desde su cuna, en la escuela; en su desarrollo, en la familia; en sus placeres, en el teatro, en los clubs, en la calle Catorce, y en las grandes y pequeñas reuniones familiares… Veré bondadosas caras de hombres, desafiantes caras de mujeres y los más caprichosos y poco recomendables gustos, todas las grandezas de la libertad y todas las miserias de los prejuicios». Y cumplió su promesa, y así complacía a sus lectores en la América española, ávidos de noticias sobre los milagros del progreso norteamericano, y sobre las costumbres y gustos de los hombres y mujeres que lo habían hecho posible, y del sistema político que lo amparaba. En vísperas de iniciarse la guerra de Cuba, publicó en Patria un artículo titulado «La verdad sobre los Estados Unidos» en el que resume la labor que se había propuesto catorce años antes; dijo del país: «Ni se deben exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se han de esconder sus faltas o pregonarlas como virtudes… Lo malo se ha de aborrecer, aunque sea nuestro; y aun cuando no lo sea. Lo bueno no se ha de desamar sólo porque no sea nuestro… Conviene, y aun urge, poner delante de nuestra América la verdad toda americana, de lo sajón como de lo latino, a fin de que la fe excesiva en la virtud ajena no nos debilite…»; y recomendaba para curar la «yanquimanía», como allí califica a la exagerada admiración por la América inglesa, el conocerla de primera mano, como él había hecho.
Los quince años que vivió Martí en Nueva York pertenecen a lo que en una de sus novelas Mark Twain llamó, en 1874, la «Gilded Age», con el sentido exacto del vocablo, de que la época no tenía más que un baño de oro, un barniz que la hacía brillar, pero que en cuanto se gastaba la superficie aparecía la ruin materia que la formaba. En 1880 Andrew Carnegie había consolidado el monopolio del acero, y Vanderbilt el de los ferrocarriles; y Rockefeller estaba en camino de afirmar el suyo sobre el petróleo mientras que J. P. Morgan extendía su control sobre la banca; y en la formación de esas fortunas se habían generalizado prácticas abusivas con los obreros y se ignoraban las necesidades del proletariado. Entre 1880 y 1890 hubo unas dos mil huelgas en las que participaron más de seis millones de trabajadores, muy pocas de las cuales mejoraron sus condiciones de vida. Por su parte, otros vieron en la época, como en Triumphant Democracy Andrew Carnegie, en 1886, el más admirable progreso material, político e intelectual en la historia de la humanidad: el oro no era una capa superficial que la cubría, sino, toda ella, metal precioso. Lo cierto, sin embargo, es que se encontraban juntas la riqueza y la miseria, la cultura y la ignorancia, la corrupción y la pureza, la caridad y el crimen.
Se ha dicho, sin razón, para situar a Martí camino de doctrinas en que nunca estuvo, ni hubiera estado de vivir más, que con sus años de residencia en los Estados Unidos se le fue despertando la conciencia social, por lo que sus juicios se hicieron más severos, y las soluciones que proponía más radicales; y no fue así: el cambio fue del país, no de Martí: la sociedad americana, a medida de su crecimiento, se hizo más injusta e insensible, y la vigilancia y el reproche de Martí se hicieron, en consecuencia, más agudos y apremiantes; también porque, en extraña reacción a lo que él veía, pudo comprobar que muchos hispanoamericanos estaban ciegos ante el peligro y sordos ante las advertencias que aparecían en sus escritos. Fue testigo del conflicto entre «Capitalistas y obreros», de la miseria en «Los barrios pobres de Nueva York» y vio estallar «La guerra social de Chicago»; pero ninguna de las culpas que denunciaba con noble ira le impedía el elogio de lo que creyó ejemplar junto a ellas: el amor a la libertad, la práctica del sistema democrático, del individualismo y de la tolerancia, como se advierte en sus crónicas sobre las fiestas de la Constitución en Filadelfia, de la Estatua de la Libertad, y «La fuerza del voto».
Completan esta colección de Escenas Norteamericanas otros trabajos que muestran su entusiasmo, interés o sorpresa ante distintos acontecimientos y costumbres de la época. Se alternan así, en las páginas que siguen, con igual vigor, el elogio y la censura, pero lo que es constante en ellas, en el aplauso y en la condena, es la voluntad de estilo, el logro de una prosa única, trabajada artísticamente, prosa impresionista en cuanto que no se conforma con la realidad sino que presenta el espectáculo maravilloso que esa realidad genera en el escritor.
EL ENTIERRO DEL PRESIDENTE GARFIELD
Cuando se es testigo de las grandes explosiones de amor de la humanidad, se siente orgullo de ser hombre: así como, cuando se es testigo de sus postraciones o su furia, da vergüenza serlo. La muerte es útil: la virtud es útil: la desgracia es necesaria y reparadora, por cuanto despierta en los corazones que la presencian nobles impulsos de aliviarla. Y la tierra va camino de ventura, porque ya las coronas de los reyes descansan sobre el féretro de los trabajadores. El siglo último fue el del derrumbe del mundo antiguo: éste es el de la elaboración del mundo nuevo. He ahí si no, trémulos y conmovidos a todos los humanos, y enlutados los tronos, y entornados los palacios de los monarcas, y arrodillada la nación más numerosa de la tierra, ante un ataúd humilde, en que descansan las palmas del martirio, sobre un hombre que se compró sus libros de griego con el producto de las maderas que cepillaba, y ha muerto, dueño de una de las famas más límpidas del orbe, bajo la rotonda del Capitolio de Washington.
Garfield ha muerto.
Murió el 19 de septiembre antes que mediase la sombría noche; y desde entonces, no han cesado la admiración, las muestras de ternura, de veneración y de congoja. La ciudad, las ciudades todas de la Unión están colgadas de negro; y las almas. Un mártir es como padre y como hermano de los hombres en cuyo beneficio muere: así están todos en esta tierra, como si hubiesen perdido a su padre o a su hermano.
A este hombre lo ha matado un elemento oculto, que obra poderosamente contra las fuerzas de construcción, entre las fuerzas de destrucción de la humanidad: un elemento rencoroso, inteligente e implacable: el odio a la virtud.[…]
De la orilla del mar llévanlo a Washington, la capital histórica y dramática. De Washington, la ciudad de sus glorias, fue a Cleveland, la ciudad de sus faenas, de sus comienzos, de sus luchas de pastor y de maestro, de sus amistades candorosas, de su recuerdos más tristes y más dulces. Y en Cleveland, ante la nación suspensa, recogida en sus hogares, arrodillada en los templos: ante cien mil testigos, idos de todas partes de esta conturbada tierra; a la hora en que alzaban por él preces la madre Inglaterra y el lejano Egipto, y Francia y Alemania oraban a una, y la reina inglesa humillada de hinojos, rezaba por el muerto con sus hijos; en Cleveland, ante las banderas plegadas y los tambores vestidos de negro, y las águilas nacionales abatidas, bajó a la tierra el hombre que la ha honrado, fortalecido, amado y mejorado.
Pusiéronle en un carro todo arreado de duelo, donde doce soldados daban guardia, y como vigilando por su mártir, artesonaban el techo en colgantes festones las banderas. El tren, por no interrumpir aquel glorioso sueño, se movió lentamente, y cruzó los prados, costeó el mar ancho, se perdió en el luengo espacio, en tanto que, como familias privadas de su jefe, volvían los moradores de Long Branch a sus desiertas casas, y en aquella que vio morir al hombre bueno, se apagaron los últimos ruidos de la vida, se echaban sobre los aposentos vacíos las tristes llaves y, cual si llorasen la catástrofe terrible, los parquecillos de césped del contorno, antes tan verdes, resplandecientes y galanos, ahora azotados por tantas plantas ansiosas, quedáronse amarillos, y como turbios, despedazados, pálidos y secos.
Corrió el tren hasta Washington entre murallas de gente: en Princeton, donde los jóvenes de los colegios habían cubierto el camino del tren de recién cortadas rosas, aquellas manos infantiles arrojaban guirnaldas y coronas al carro funerario. En Filadelfia, al asomar el lúgubre cortejo, descubriéronse decenas de millares de hombres: hacía llorar el colosal silencio. En Wilmington, avalanchas compactas impidieron el paso de la locomotora que se movía penosamente por entre ellas. En Washington, la ciudad estaba empedrada de gentes y colgada de ellas; avenidas y plazas, balcones y ventanas, aceras y techos, todo, desde la estación, totalmente cubierta de paños negros, hasta el Capitolio, aderezado con severo lujo, rebosaba seres humanos. No hubo en tres horas en Washington una cabeza cubierta. En hombros de artilleros, y cercado de un cuerpo escogido de tropas de la Unión, fue el féretro hasta el carruaje que lo condujo a la Casa nacional, tirado por seis caballos arnesados de duelo. Ni un brusco ruido, ni palabras importunas, ni un murmullo siquiera, alteraba aquella paz solemne, sino ahogados sollozos. Y los que estaban contenidos en los pechos, por respeto o timidez, hallaron libre suelta, y las lágrimas asomaron a todos los ojos, cuando al llegar al pie de la rotonda la vasta procesión, al tocar aquellos peldaños resplandecientes de la escalera de triunfo, al cruzar el féretro ante la estatua del honrado Washington, rompió la banda en sones melancólicos, y entonó un aire hermoso, triste y caro a todo corazón americano: «¡Más cerca, mi Dios, de ti!»
Los jardines del tránsito habían sido segados, y las ramas más frescas de los árboles, para honrar al muerto. En las estaciones en que se detenía, se detenía sobre rosas. Desiertos quedaban los pueblos, y sus habitantes llenaban el camino. Iba en el tren fúnebre la esposa fidelísima; con los restos de su esposo vino de Long Branch, en solemne hora, hurtándose a los ojos extraños; cerró tras sí las puertas de la rotonda del Capitolio, y habló a solas con su esposo muerto; y con él iba a Cleveland, a Cleveland, la ciudad de los funerales. ¡Largo, tristísimo e imponente viaje! La noche, negra; el campo, vasto; fragante el aire; el tren veloz; y el hombre, muerto. Silbaba la locomotora en la campiña; las brisas en los árboles rumoraban; y corrían los arroyos en la naturaleza, junto a aquel en quien había cesado ya de correr el arroyo de la vida. Sonaban en la medianoche, las campanas de iglesias y de escuelas, grave, lúgubremente. En la pradera solitaria, y valle ameno, veíanse a la tibia luz de la aurora, grupos de campesinos que aguardaban el paso del tren, con la cabeza descubierta; labradorcillos con el rostro mustio; labradoras que en tributo al muerto, le ofrecían el reposo nocturno.
En Cleveland, en tanto, era día la noche, y todo anhelo y rivalidad por recibir al glorioso huésped. La quieta, la religiosa, la modesta Cleveland, erigía, con singular presteza en su mejor plaza un admirable monumento. ¿Mas dónde había ella de alojar a los cien mil espectadores? ¿Con qué provisiones había de alimentarlos ella? Las casas privadas se trocaron en hoteles; las empresas de los ferrocarriles alquilaron los asientos de los carros; se juzgó cama buena un montón de césped, o una silla piadosa; resonaban por todas partes en la ciudad redobles de tambores; lucían las diputaciones militares del país sus pintorescos uniformes; ondeaban al aire las plumas de los cascos; las manos de las damas elaboraban hermosas coronas; de siemprevivas y laureles estaban regadas las alfombras de las casas y las calles. Campamento era el pueblo.[…]
El dolor alimenta, el dolor purifica, el dolor nutre. El caudal de los pueblos son sus héroes. Los hombres son pequeños maguas que chocan y se quiebran, y de los vasos rotos surge esencia de amor que alienta al vivo. La tierra, gigantesca y maravillosa, con sus bravos que caen, sus malvados que hieren, sus altos que asombran, sus tenacidades que repugnan, sus fuerzas que adelantan, y sus fuerzas que resisten, sus pasiones que vuelan, y sus apetitos que devoran; la tierra, pintoresco circo inmenso de espléndida batalla, en que riñen con su escudo de oro los siervos de la carne, y con su pecho abierto los siervos de la luz; la tierra es una lid tempestuosa, en que los hombres, como ápices de brillantes y chispas fúlgidas, saltan, revolotean, lucen y perecen; la tierra es un mortal combate cuerpo a cuerpo, ira a ira, diente a diente, entre la ley de amor y la ley de odio. Ha vencido esta vez la ley de amor.
La Opinión Nacional, 19 de octubre de 1881.
En los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte. Si hay o no en ellos falta de raíces profundas; si son más duraderos en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que los que ata el común interés; si esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos; si la ausencia del espíritu femenil, origen del sentido artístico y complemento del ser nacional, endurece y corrompe el corazón de ese pueblo pasmoso, eso lo dirán los tiempos.
Hoy por hoy, es lo cierto que nunca muchedumbre más feliz, más jocunda, más bien equipada, más compacta, más jovial y frenética ha vivido en tan útil labor en pueblo alguno de la tierra, ni ha originado y gozado más fortuna, ni ha cubierto los ríos y los mares de mayor número de empavesados y alegres vapores, ni se ha extendido con más bullicioso orden e ingenua alegría por blandas costas, gigantescos muelles y paseos brillantes y fantásticos.
Los periódicos norteamericanos vienen llenos de descripciones hiperbólicas de las bellezas originales y singulares atractivos de uno de esos lugares de verano, rebosante de gente, sembrado de suntuosos hoteles, cruzado de un ferrocarril aéreo, matizado de jardines, de kioscos, de pequeños teatros, de cervecerías, de circos, de tiendas de campaña, de masas de carruajes, de asambleas pintorescas, de casillas ambulantes, de vendutas, de fuentes.
Los periódicos franceses se hacen eco de esta fama.
De los lugares más lejanos de la Unión Americana van legiones de intrépidas damas y de galantes campesinos a admirar los paisajes espléndidos, la impar riqueza, la variedad cegadora, el empuje hercúleo, el aspecto sorprendente de Coney Island, esa isla ya famosa, montón de tierra abandonado hace cuatro años, y hoy lugar amplio de reposo, de amparo y de recreo para un centenar de miles de neoyorquinos que acuden a las dichosas playas diariamente.
Pero lo que asombra allí no es este modo de bañarse, ni los rostros cadavéricos de las criaturitas, ni los tocados caprichosos y vestidos incomprensibles de aquellas damiselas, notadas por su prodigalidad, su extravagancia, y su exagerada disposición a la alegría; ni los coloquios de enamorados, ni las casillas de baños, ni las óperas cantadas sobre mesas de café, vestidos de Edgardo y de Romeo, y de Lucía y de Julieta; ni las muecas y gritos de los negros minstrels, que no deben ser ¡ay! como los minstrels de Escocia; ni la playa majestuosa, ni el sol blando y sereno; lo que asombra allí es, el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad humana, esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso, esos comedores que, vistos de lejos, parecen ejércitos en alto, esos caminos que a dos millas de distancia no son caminos, sino largas alfombras de cabezas; ese vertimiento diario de un pueblo portentoso en una playa portentosa; esa movilidad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí.
Otros pueblos, y nosotros entre ellos, vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria; y cuando asimos, con el placer con que se ase un águila, el grado del ideal que perseguíamos, nuevo afán nos inquieta, nueva ambición nos espolea, nueva aspiración nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde mariposa libre, como desafiándonos a seguirla y encadenándonos a su revuelto vuelo.
No así aquellos espíritus tranquilos, turbados sólo por el ansia de la posesión de una fortuna. Se tienden los ojos por aquellas playas reverberantes; se entra y sale por aquellos corredores, vastos como pampas; se asciende a los picos de aquellas colosales casas, altas como montes; sentados en silla cómoda, al borde de la mar, llenan los paseantes sus pulmones de aquel aire potente y benigno; mas es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu.
Pero ¡qué ir y venir! ¡qué correr del dinero! ¡qué facilidades para todo goce! ¡qué absoluta ausencia de toda tristeza o pobreza visibles! Todo está al aire libre: los grupos bulliciosos; los vastos comedores; ese original amor de los norteamericanos, en que no entra casi ninguno de los elementos que constituyen el pudoroso, tierno y elevado amor de nuestras tierras; el teatro, la fotografía, la casilla de baños; todo está al aire libre. Unos se pesan, porque para los norteamericanos es materia de gozo positivo, o de dolor real, pesar libra más o libra menos; otros, a cambio de 50 céntimos, reciben de manos de una alemana fornida un sobre en que está escrita su buena fortuna; otros, con incomprensible deleite, beben sendos vasos largos y estrechos como obuses, de desagradables aguas minerales.[…]
Los menos ricos, comen cangrejos y ostras sobre la playa, o pasteles y carnes en aquellas mesas gratis que ofrecen ciertos grandes hoteles para estas comidas; los adinerados dilapidan sumas cuantiosas en infusiones de fucsina, que les dan por vino; y en macizos y extraños manjares que rechazaría sin duda nuestro paladar pagado de lo artístico y ligero.
Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase.
Y este dispendio, este bullicio, esta muchedumbre, este hormiguero asombroso, duran desde junio a octubre, desde la mañana hasta la alta noche, sin intervalo, sin interrupción, sin cambio alguno.
De noche, ¡cuánta hermosura! Es verdad que a un pensador asombra tanta mujer casada sin marido; tanta madre que con el pequeñuelo al hombro pasea a la margen húmeda del mar, cuidadosa de su placer, y no de que aquel aire demasiado penetrante ha de herir la flaca naturaleza de la criatura; tanta dama que deja abandonado en los hoteles a su chicuelo, en brazos de una áspera irlandesa, y al volver de su largo paseo, ni coge en brazos, ni besa en los labios, ni satisface el hambre a su lloroso niño.[…]
Las luces eléctricas que inundan de una claridad acariciadora y mágica las plazuelas de los hoteles, los jardines ingleses, los lugares de conciertos, la playa misma en que pudieran contarse a aquella luz vivísima los granos de arena parecen desde lejos como espíritus superiores inquietos, como espíritus risueños y diabólicos que traveseasen por entre las enfermizas luces de gas, los hilos de faroles rojos, el globo chino, la lámpara veneciana. Como en día pleno, se leen por todas partes periódicos, programas, anuncios, cartas. Es un pueblo de astros; y así las orquestas, los bailes, el vocerío, el ruido de olas, el ruido de hombres, el coro de risas, los halagos del aire, los altos pregones, los trenes veloces, los carruajes ligeros, hasta que llegadas ya las horas de la vuelta, como monstruo que vaciase toda su entraña en las fauces hambrientas de otro monstruo, aquella muchedumbre colosal, estrujada y compacta, se agolpa a las entradas de los trenes que repletos de ella, gimen, como cansados de su peso, en su carrera por la soledad que van salvando, y ceden luego su revuelta carga a los vapores gigantescos, animados por arpas y violines que llevan a los muelles y riegan a los cansados paseantes, en aquellos mil carros y mil vías que atraviesan, como venas de hierro, la dormida Nueva York.
La Pluma, 3 de diciembre de 1881.
Nueva York es en estos días ciudad ocupadísima: es fiesta de ricos y de pobres, y de mayores y pequeños. Son días de finezas entre los amantes, de efusión entre los amigos, de regocijo, susto y esperanza en los niños. La madrecita pobre ha esperado a las Pascuas para hacer a su hija el traje nuevo de invierno, con que saldrá el domingo pascual, como cabritillo en día de sol, y a triscar por las calles populosas. ¡Rubíes hay de alto precio en las acaudaladas joyerías, mas no vale ninguno lo que valen esas gotas de sangre que acoralan los dedos afanados de la madrecita buena! Los jefes de familia vuelven a sus casas sonriendo con malicia como que llevan ocultos en los amplios bolsillos del abrigo, los presentes para la esposa y los hijuelos. La abuela generosa vuelve toda azorada de las tiendas, porque no sabe cómo podrán entrar a la casa, sin ser vistos de los vigilantes niños, los regalos misteriosos que vienen estrechos al que los carga. Los lucientes carros en que los grandes bazares envían a la vivienda de los compradores los objetos comprados, cruzan con estrépito y prisa las calles animadas, entre racimos de pequeñuelos concupiscentes que ven absortos y malhumorados aquellas riquezas que no son para ellos, o se agolpan a la verja de hierro, en torno de la madre que en vano los acalla, para ver bajar del carro bienvenido la caja de las maravillas. ¡Ay, qué tristes los que ven pasar el carro! ¡Oh, qué aurora en los ojos de los que lo reciben! Conciértanse las vecinas para ir a las tiendas y elegir regalos; pone el empleado del mercader aparte la soldada de la semana, para comprar con ella presente lujoso a su prometida o amiga; dispone en su mesa el dueño de la casa los asientos de sus amigos más queridos; cuelgan los padres en las horas de la noche, por no ser vistos de los hijos candorosos, de bujías de colores y bolsillos de dulces, y brillantes juguetes, el árbol de Christmas; recuentan de antemano las doncellas vanidosas cuántos galanes vendrán a saludarlas en las alegres pascuas y cuántos saludarán a su vecina. Doblan los periódicos sus páginas, y las acompañan de láminas hermosas, llenas de nevadas campiñas, de revoltosos venados, de barbudos viejos, de chimeneas abiertas, de calcetines próvidos: los símbolos de Christmas. Aderezan los pastores el órgano sonoro de sus templos. Y dispónense a baile suntuoso los magnates de la metrópoli, y los alegres, que son otros magnates. La alegría es collar de joyas, manto de rica púrpura, manojo de cascabeles. Y la tristeza ¡pálida viuda! Así son en Nueva York las Pascuas de diciembre.[…]
No son las Christmas del yanqui como las Pascuas del hidalgo. Ni es la cena sino mero accidente de este regocijado jubileo. Las Christmas, son las fiestas del dar y del recibir; de hacer donativos al pariente pobre; de ostentar sobra de dinero; de buscarlo para ostentarlo; de visitar a los conocidos; de enviar, con ramos de flores, artísticas tarjetas de dibujos pascuales, de engastar en el pie del ramillete fragante, serpenteantes cables de oro, que se usan en este invierno como anillos. Las Christmas son las fiestas de niñas casaderas, que acaparan en ellas presentes de relacionados y conocidos, se dan con júbilo al placer desenfrenado de la compra, prenden flores al traje de máscara que lucirán en el baile de la noche, y aguardan, en la cohorte de amigos que ha de venir a desearles pascua alegre, a aquel de entre ellos con quien es más alegre la Pascua, y la amistad más deleitosa. Las Christmas son las fiestas de los padres que ven, como nidal de tórtolas gozosas, agruparse en torno a la mesa de los regalos, la niña esbelta, el varón apresurado, la crianza balbuciente, y olvidan las desventuras de la tierra en aquel gozo ingenuo y celeste compañía. Las Christmas son la fiesta amada de los pequeñuelos, cuyos deseos de todo el año van siendo encomendados a este día solemnísimo, en que se entrará el buen viejo Santa Claus por la chimenea de la casa, se calentará del frío del viaje junto a las brasas rojas que se consumen en la estufa, y dejará en el calcetín maravilloso que cada niño pone a la cabecera de su cama, su caja de presentes. Y luego, subirá chimenea arriba, se calará su turbante recio, se mesará la barba blanca, se echará sobre el rostro la capucha para ampararse de la nieve, tomará la rienda de los ligeros venados que arrastran su trineo, y echará a andar por los aires, a los alegres sones de las colleras de campanillas, hasta la chimenea del niño vecino. A Santa Claus, que es el buen Santo Nicolás, ruegan los niños todo el mes de diciembre; y le prometen conducirse bien, como a la Lela Marien, que es la dulcísima Virgen, ofrecen en casos graves las gallardas moras; y le escriben cartas, y le incluyen la lista de los presentes que desean; y piden a sus padres que le envíen un telegrama, para que la respuesta venga pronto. Y Santa Claus es muy bueno, ¡y siempre responde! ¡Oh, calcetín prodigiosísimo! Los niños quieren esta noche tener pies tamaños, como los de los gigantes de Perrault. Nada despierta como el deseo, y al alba ya están despiertos. ¡Qué resonar de clarines! ¡Qué redoblar de tambores! De aquel calcetín salen, como de un cuerno de la abundancia: ¡vestidos completos, arreos marciales, botines de seda, muchedumbre de confites, gorras de piel de foca, estuches de carpintería, bastones, relojes, juguetes, hermosísimos libros! ¡Qué reír! ¡Qué vocear! ¡Qué darse celos! ¡Qué ser felices! ¡Oh, tiempos de dulce engaño, en que los padres próvidos cuidan, a costa de ahogar los suyos, de la satisfacción de nuestros deseos! ¡Qué bueno es llorar a mares, si podemos traer con nuestro llanto una sonrisa a los labios del hijo pequeñuelo! No hay como vivir para los otros, lo que da suave orgullo y fortaleza.
Tiffany es poderosísimo joyero. Museo es su casa, no tienda: exhibe en un piso maravillas de cerámica, y en otro, castos mármoles y ricos bronces, y en otro tal cúmulo de costosa prendería, que no parecen aquellos mostradores propiedad de mercader privado, sino tesoro de monarca persa. Ira y piedad levanta el puñado de gentes ávidas que rodea siempre el mostrador de los diamantes. Parecen esclavas, prosternadas ante un señor. Una esclava es más dolorosa de ver que un esclavo. ¡Cuánto deseo! ¡Cuánta sonrisa forzada! ¡Cuánta tristeza! ¡Oh, si miraran de esa manera en el alma de sus hijos: qué hermosos diamantes hallarían![…]
¡Qué multitudes! ¡Son bosques humanos! ¡Qué tiendas! No fue más animado, ni tuvo más compradores, un mercado de Tiro. Afluyen en las calles, como ríos, procesiones de paseantes: el buhonero pregona sus baratijas: amparado de la lluvia, que no detiene a los compradores, por fuertes botas, gabán fuerte y gorra de hule, el guardia de policía alza en su brazo robusto su bastoncillo corto, a cuya señal detiene los fornidos corceles el cochero de casa poderosa, y enfrena sus caballos pesados el carretero que lleva su carro rojo lleno de altos cajones; y el férreo irlandés que conduce con su montuosa mano el vagón del tranvía, para de súbito los brutos espumantes y nerviosos, en tanto que el guardia dirige el paso de aquel núcleo de transeúntes de una acera a otra, tras el cual, a otra señal del corto bastoncillo, emprenden su bulliciosa marcha, vagón, carro y carruaje. Todo el día es comprar y vender. Museos son las aceras, las manos fuentes de oro, las gentes, locos ávidos. Y de noche, entre los rizos rubios de los niños, revuelan sobre la cándida almohada, sueñecillos azules.
¿Qué suceso ha de alcanzar importancia en estos días de tantas lágrimas calladas de las madrecitas para cuyos hijos no entrará el buen Santa Claus por la ruinosa chimenea, y de tantos delicados gozos para el padre que llevará a su prole una casa en miniatura, por cuyas puertas y balcones han de verse, en salones liliputienses, libros, juguetes y ricas prendas de vestidos? ¿En qué acontecimiento ha de ponerse mente atenta, en estos días en que domina a los hombres ansia de hogar y goces puros, y descansan las plumas y las malas pasiones, y como palomar en día de estío, abren las alas las pasiones buenas?[…]
Y los hebreos celebran su Chanucka; y los hijos de los peregrinos el desembarco de los mensajeros de la libertad, que un día once de diciembre llegaron a las playas de la misteriosa América hace doscientos sesenta y un años. De su religión, los hebreos como los polacos, hacen patria. ¡Otros la hacen de un amor, y muerto él, van por la tierra como desterrados! ¡Otros la hacen de un sueño! Aquella lengua raizal, como fue hecha y hablada en tiempos raíces, de que han venido luego estos pueblos de ahora, como frondosísimo ramaje, es conservada con pasión, cual joya de familia, en la casa de los judíos. Para ellos, la indiferencia religiosa, no es delito de incredulidad, sino de traición. Dejar solo el templo en los días de fiesta, es desertar de las banderas de la patria; y ¡de la patria puede tal vez desertarse, mas nunca en su desventura![…]
Los hijos de los peregrinos tuvieron también su fiesta: mas ¡ay! que ya no son humildes, ni pisan las nieves del Cabo Cod con borceguíes de trabajadores, sino que se ajustan al pie rudo la bota marcial, y ven de un lado al Canadá, y del otro a México. Así decía, a la faz del Presidente de los Estados Unidos, que se sentaba a la cabeza del banquete y es miembro de la asociación celebradora, un caballero senador que dijo, por otra parte, con justicia, que le movía a cólera y desprecio, el hombre menguado que por pereza o ignorancia se negaba a tomar parte activa en los asuntos de su pueblo. Decía así el senador Hawley: «Y cuando hayamos tomado a Canadá y a México, y reinemos sin rivales sobre el continente, ¿qué especie de civilización vendremos a tener en lo futuro?» ¡Una, terrible a fe: la de Cartago!
La Opinión Nacional, 6 de enero de 1882
Estamos en plena lucha de capitalistas y obreros. Para los primeros son el crédito en los bancos, las esperas de los acreedores, los plazos de los vendedores, las cuentas de fin de año. Para el obrero es la cuenta diaria, la necesidad urgente e inaplazable, la mujer y el hijo que comen por la tarde lo que el pobre trabajó para ellos por la mañana. Y el capitalista holgado constriñe al pobre obrero a trabajar a precio ruin.
Los que viven suntuosamente, merced a colosales especulaciones, azuzan al Congreso, a fin de mantener siempre repletas las arcas del Tesoro, a no mermar las contribuciones exorbitantes que afligen los frutos y tráficos en toda la nación. De este exceso de contribuciones, a poco que las cosechas mermen, o que algún producto escasee, viene exceso de precios. Para el capitalista, unos cuantos céntimos en libra en las cosas de comer, son apenas una cifra en la balanza anual. Para el obrero, esos centavos acarrean, en su existencia de centavos, la privación inmediata de artículos elementales e imprescindibles. El obrero pide salario que le dé modo de vestir y comer. El capitalista se lo niega.
Otras veces, movido del conocimiento del excesivo provecho que reporta al capitalista un trabajo que mantiene al obrero en pobreza excesiva, rebélase este último, en demanda de un salario que le permita ahorrar la suma necesaria para aplicar por sí sus aptitudes o mantenerse en los días de su vejez.
Pero ya estas rebeliones no son hechos aislados. Las asociaciones obreras, infructuosas en Europa y desfiguradas a manos de sus mismos creadores, por haberse propuesto, a la vez que remedios sociales justos, remedios políticos violentos e injustos, son fructuosas en Norteamérica, porque sólo se han propuesto remediar por modos pacíficos y legales los males visibles y remediables de los obreros.
Ya no hay ciudad que no tenga tantas asociaciones como gremios. Ya los trabajadores se han reunido en una colosal asociación, que llaman de Caballeros del Trabajo. Ya, por treintenas de miles, como ahora mismo en Pittsburgh, se cruzan de brazos, animosos y firmes, ante los fabricantes de hierro que tenazmente les niegan el aumento de sueldo que demandan. Ya, como hoy en New York, los trenes cesan, los barcos duermen, los frutos se enmontañan en las estaciones de embarque de los ferrocarriles, y el comercio de toda la nación sufre extraordinaria merma, porque los cargadores piden a las empresas ferrocarrileras un salario que les permita comer carne.
Piden 20 centavos por cada hora de faena, y que les aseguren trabajo por dos pesos diarios, porque hombre que va y viene a leguas del lugar de su labor, y come fuera de casa y tiene en casa mujer e hijos, y para trabajar ha de vivir en ciudad costosa, no puede hacer con menos de dos pesos, vida de ciudad.
Las empresas de ferrocarril, teniendo en poco a sus cargadores, negáronse a la demanda, y hace un mes que están faz a faz los dos bandos hostiles.
Toda la ciudad está del lado de los cargadores desatendidos. ¡Con qué entereza están llevando su mes de penuria! ¡Qué gozo da verlos, como ennoblecidos de súbito, por el ejercicio de su dignidad, acudiendo, comedidos y limpios, ya a grandes paradas, en que recorren las calles sigilosa y ordenadamente, ya a reuniones que celebran en medio de las plazas, en los muelles abandonados, en humildes salones! Acá hacen tribuna de un carro que les presta un irlandés fornido; allá, de un montón de cajas; más allá, de una elevación del terreno. Está siendo una interesantísima batalla.
Vese ahora como no es de desdeñar el trabajo más ruin. Esos rodadores de baúles, esos empujadores de sacos, han conmovido y dificultado el comercio de toda la nación. Las empresas ferrocarrileras, teniendo en cuenta la penuria excesiva de las clases pobres, buscaron y hallaron al punto millares de cargadores nuevos. Mas eran italianos, no hechos a esta labor ruda; eran alemanes, sobrado varoniles para siervos; eran judíos fugitivos de Rusia, a quienes sus súbitos y tremendos males privan de ánimo y fuerzas.
Creyóse al principio que, reemplazados los cargadores, o reentrarían en sus puestos por el ruin salario viejo, o quedaría la labor a cargo de los nuevos.
Pero ya era que los novicios no acertaban con la ágil manera de cargar de los rebeldes; ya que centenares de carros aguardaban en vano repletos a las puertas de los colosales almacenes; ya que los mozos ásperos de los barrios perseguían sin descanso a los obreros nuevos que trabajaban, y aún trabajan, como sitiados, en los almacenes, y amparados por gruesos destacamentos de policía. Y ya es, que merced a su cordura y paciencia, abandonan en masa los trabajadores nuevos a sus empleadores, y se unen bravamente a la protesta de los cargadores rebeldes. Todos, hoy, italianos, alemanes y judíos rusos, abrazados fraternalmente por las calles, y acudiendo a reuniones entusiastas en que se hablan a la par todas las lenguas, demandan a las compañías de ferrocarril, que ha poco aumentaron sin pretexto los precios de carga, el nuevo sueldo y la nueva garantía.
Gran suceso es éste en esta lucha. Antes, si los trabajadores del país se declaraban en huelga, acudíase a los italianos, puestos a trabajar por pobre precio. Ahora, rebelados ya los italianos, que entienden que realzando las condiciones del trabajo para otros, las realzan para sí, los empleadores habrán de ceder a las demandas justas de los empleados. Que no es de creer que por demanda injusta se exponga un obrero, que tiene su arca en sus brazos, a dejar en hambre y miseria su casa desolada.
Y así quedan: soberbios los del ferrocarril; confiados y ayudados con buenas sumas de dinero por los obreros de toda la nación, y gentes ricas de buena voluntad, los cargadores. De manera pasmosa se entrelazan e intiman los cuerpos de obreros.
Se agrupan rápidamente, como elementos dispuestos ya al combate. No sólo tiene cada cuerpo fondos propios, sino que se está creando extraordinario fondo general para que sirva de arca permanente a cada cuerpo en huelga. Esto hasta ahora es justicia. Quiera la buena fortuna que luego de satisfecha, no se trueque en celo e ira. Porque en este pueblo de trabajadores, será tremenda una liga ofensiva de los trabajadores. Ya están en ella. El combate será tal que conmueva y remueva el Universo. Estas que hierven, son las leyes nuevas. Esta es en todas partes época de reenquiciamiento y de remolde. El siglo pasado aventó, con ira siniestra y pujante, los elementos de la vida vieja. Estorbado en su paso por las ruinas, que a cada instante, con vida galvánica amenazan y se animan, este siglo, que es de detalle y preparación, acumula los elementos durables de la vida nueva.
La Nación, 13 de septiembre de 1882.
LOS BARRIOS POBRES DE NUEVA YORK
El invierno es un féretro; y las almas, con las primeras luces del verano, se visten de amores, como los parques de ramos de lilas. En los barrios míseros que echan sus gentes sofocadas a las grandes avenidas, trepan por las rodillas de sus madres, como insectos por troncos de árboles, los niñuelos enfermos, esos pobres niñuelos descarnados y exangües que en estas grandes ciudades sin fe y sin sosiego, tienen, como flores de lodo, de mujeres brutales los trabajadores descontentos e iracundos: esos niños, apenas se acerca el sol a la tierra, se empiezan a secar, encoger y desvanecer, como los pantanos en los meses ardientes. Se busca a las fieras en los bosques: buscarlas, y convertirlas, se debe, en las entrañas turbias de estas ciudades opulentas. Los niños que en Nueva York gustan más de pelotas y pistolas que de libros, porque en las escuelas las maestras que no ven en la enseñanza su carrera definitiva, no les enseñan de modo que el estudio los ocupe y enamore, y de las casas, los padres acostumbran feamente empujarlos, como para que no les enojen con sus travesuras y enredos, a las calles; los niños, ¡válganos Dios!, o se detienen en las esquinas, lo que no es del todo mal, a trocar coqueterías con damiselillas pizpiretas de diez o doce años que con mirada y aire de mujer van solas; o se entran a la callada, a escondidas de la policía, en un patio a jugar a la pelota, o salen de las cigarrerías, que por esta maldad debieran ser tapiadas con el cigarrero adentro, ostentando en los labios sin bozo, encendidos pitillos. Y si se va por los barrios pobres, es usual ver cómo en las barbas del gendarme, que suele no ir muy seguro sobre sus pies, unos chicuelos descalzos empinan por turno una botella de cerveza, y hacen burla a un Rinconete de diez años, que pasa ebrio y tambaleando, mal sujeto del brazo por un Cortadillo balbuciente. ¡Válganos Dios, decimos! ¿No estarían mejor los fieles de las iglesias levantando estas almas, y calzando a estos desnudos, y apartando estas botellas de los labios, que oyendo comentarios sobre la bestia del Apocalipsis, y regocijándose en los picotazos que se dan los pastores de los templos rivales del distrito? ¿Quieren levantar templo? Que hagan casas para los pobres. ¿Salvar almas quieren? Pues bájense a este infierno, no con limosnas que envilecen, sino con las artes del ejemplo, puesto que la naturaleza humana, esencialmente buena, apenas ve junto a sí modelo noble, se levanta hasta él.
Envíense conversadores de alma sana por esos barrios bajos; regálenseles periódicos amenos, que no les enojen con pláticas sermoníacas de virtudes catecismales, sino que lleven la virtud invisible envuelta en las cosas que al pueblo interesan, de manera que no vean que está allí, y sospechen que se la quieren imponer, porque entonces no la aceptarán. Se curan las llagas en el pecho, y no se curan esos suburbios en las ciudades. En los Ateneos se habla mucho de progresos insignes, y en los editoriales de los diarios; pero no se ve que se está haciendo en casi todas partes el pan nacional con levadura de tigres. Esto sobre todo es peligroso, en países donde, como en éste, el tigre manda. Así, las repúblicas van a los tiranos. Quien no ayuda a levantar el espíritu de la masa ignorante y enorme, renuncia voluntariamente a su libertad.[…]
El súbito ascenso de los hombres a la igualdad política, ha originado un desequilibrio y trastorno económicos que en todas las partes del mundo se notan; así como la súbita cultura, y la necesidad ardiente de ella, los han puesto en desigualdad con los medios de darles satisfacción; que no crecen con tanta rapidez como los apetitos. En las tierras donde toda la vida se es mozo, y se tiene en más el merecer las miradas de una dama, o la amistad de un hombre, que el aumentar las arcas; y se vive en el amor caluroso de la patria, en la doliente contemplación de sus desdichas, en el pago y la solicitud de los afectos, en los arrobos y ganancias del espíritu, en el espectáculo sano y confortante de una Naturaleza próvida y amiga, no se convierten todas las fuerzas a un solo objeto que las absorbe e hipertrofia; sino que se distraen y balancean; y como que se recibe placer en las amenidades del alma, no se pone toda la voluntad, y la faena, en crearse una riqueza sin la cual es aún posible la ventura.
Pero en estas naciones donde del acumulamiento mismo de hombres vienen soledad y abandono espantosos, donde sólo una porción escasa de los que nacen en el país se sienten prendidos de él por sus padres y abuelos, y por esa interpenetración misteriosa del espíritu del hombre y el del pueblo en que viene a la vida; donde los mismos hijos del país son desterrados, y más que a una patria accidental que no puede tener para ellos ternuras maternales, aman acaso la de sus padres extranjeros que vieron siempre venerada en el hogar, como a una muerta adorada; o caen en el horror de no amar a patria alguna; en este pueblo de niños educados en la regata funesta por la riqueza, en que sin sueño y sin día de fiesta forcejea la nación; y de hombres desvalidos cuya existencia entera, acerba como la duda e inquieta como la náusea, pasa en el combate por asegurarse el bienestar, que para luego en el constante susto de perderlo, o en el vicio censurable de acrecentarlo, en este pueblo revuelto, suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna: ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado: se le ha entrado por todas las entrañas: lo está trastornando, afeando y deformando todo. Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de las gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu.
Tal sería la gran tarea de los hombres previsores de este pueblo; y tal fue, como si le hubiese vivido una estrella en el pecho, la tarea de Emerson: espiritualizarlo. En la naturaleza espiritual, como en la física, como en la histórica, lo grande amenaza lo esencial: se ve en los poetas verbosos, en cuyo hojerío lo ideal se diluye, afloja y evapora; se ve en la rosa centifolia, monumental, mas sin aroma; y en este pueblo arrebatado, que ofrece tal vez el espectáculo más admirable que hayan presentado jamás los hombres sobre la tierra, en este pueblo rebosante se está viendo.
Naturalmente, de tanta fatiga, del deshábito del buen comercio, de la amistad inteligente, del desconocimiento de los placeres delicados y superiores que vienen de la posesión y ejercicios de los afectos, los hombres se van a regocijos acres y locos. Como que con las uñas y con los dientes pelean por asir el premio de oro, tienen placer en lucirlo, y entre el ganarlo y el ostentarlo, se les va por entre los dedos, pueril a veces como la de un niño, la vida. No saben cautivar a la hermosura con las únicas armas que la rinden, y la compran o la toman en alquiler, lo que es tanto como acostar una hidra en el tálamo. La mujer, que abomina siempre a quien la paga, siente odio de sí y cae de un lado y de otro, buscando refugio. Honradas a veces, como en algo se han de complacer, se complacen, con arrobos de enamoramiento y ardores de pasión, en sus joyas y vestidos; por donde en ocasiones es profunda virtud lo que parece un defecto. Se crea un ser nuevo, triste como una llaga: la esposa manceba.
El hogar es un cuarto de hotel, cuyas paredes no son cual aquéllas de nuestras casas, a las que se ama y conversa, como a seres vivos, y de quienes no se aparta el alma sin desgarramiento, tal como el árbol de la tierra en que tiene sus raíces: cuarto de hotel es el hogar, donde el proveedor va a dormir, y a que le vean su lujo, y de donde la mujer, como de una tumba, huye. Las familias se cimientan, de parte del hombre, en una imperfecta necesidad de compañía, o en una exigente atracción física; y del lado de la mujer, en el goce de entrar a disponer de más amplio peculio. Como las ganancias suelen ser extraordinarias, tanto como las pérdidas, la vida llega a ser enfermiza y violenta como la de los jugadores. Un día es un perro que viene de regalo en los brazos del amo ganancioso; un perro amarillo de hocico negro, con collar de plata; otros, los días de pérdida, el perro viene dentro del amo.
La Nación,16 de julio de 1884.
Por tabernas sombrías, salas de pelear y calles obscuras se mueve ese mocerío de espaldas anchas y manos de maza, que vacía de un hombre la vida como de un vaso la cerveza. Mas las ciudades son como los cuerpos, que tienen vísceras nobles, e inmundas vísceras. De otros soldados está lleno el ejército colérico de los trabajadores. Los hay de frente ancha, melena larga y descuidada, color pajizo, y mirada que brilla a los aires del alma en rebeldía, como hoja de Toledo, y son los que dirigen, pululan, anatematizan, publican periódicos, mueven juntas, y hablan. Los hay de frente estrecha, cabello hirsuto, pómulos salientes, encendido color, y mirada que ora reposa, como quien duda, oye distintos vientos, y examina, y ora se inyecta, crece e hincha, como de quien embiste y arremete: son los pacientes y afligidos, que oyen y esperan. Hay entre ellos fanáticos por amor, y fanáticos por odio. De unos no se ve más que el diente. Otros, de voz ungida y apariencia hermosa, son bellos, como los caballeros de la Justicia. En sus campos, el francés no odia al alemán, ni éste al ruso, ni el italiano abomina del austriaco; puesto que a todos los reúne un odio común. ¡De aquí la flaqueza de sus instituciones, y el miedo que inspiran; de aquí que se mantengan lejos de los campos en que se combate por ira, aquéllos que saben que la Justicia misma no dá hijos, sino es el amor quien los engendra! La conquista del porvenir ha de hacerse con las manos blancas. Más cauto fuera el trabajador de los Estados Unidos, si no le vertieran en el oído sus heces de odio los más apenados y coléricos de Europa. Alemanes, franceses y rusos guían estas jornadas. El americano tiende a resolver en sus reuniones el caso concreto: y los de allende, a subirlo al abstracto. En los de acá, el buen sentido, y el haber nacido en cuna libre, dificulta el paso a la cólera. En los de allá, la excita y mueve a estallar, porque la sofoca y la concentra, la esclavitud prolongada. Mas no ha de ser ¡aunque pudiera ser! que la manzana podrida corrompa el cesto sano. ¡No han de ser tan poderosas las excrecencias de la monarquía, que pudran y roan como veneno, el seno de la Libertad!
Ved esta gran sala. Karl Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres. Indigna el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Mas se ha de hallar salida a la indignación, de modo que la bestia cese, sin que se desborde, y espante. Ved esta sala: la preside, rodeado de hojas verdes, el retrato de aquel reformador ardiente, reunidor de hombres de diversos pueblos, y organizador incansable y pujante. La Internacional fue su obra: vienen a honrarlo hombres de todas las naciones. La multitud, que es de bravos braceros, cuya vista enternece y conforta, enseña más músculos que alhajas, y más caras honradas que paños sedosos. El trabajo embellece. Remoza ver a un labriego, a un herrador, o a un marinero. De manejar las fuerzas de la Naturaleza, les viene ser hermosos como ellas.
New York va siendo a modo de vorágine: cuanto en el mundo hierve, en ella cae. Acá sonríen al que huye; allá, le hacen huir. De esta bondad le ha venido a este pueblo esta fuerza. Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero anduvo de prisa, y un tanto en la sombra, sin ver que no nacen viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el hogar, los hijos que no han tenido gestación natural y laboriosa. Aquí están buenos amigos de Karl Marx, que no fue sólo movedor titánico de las cóleras de los trabajadores europeos, sino veedor profundo en la razón de las miserias humanas, y en los destinos de los hombres, y hombre comido del ansia de hacer bien. El veía en todo lo que en sí propio llevaba: rebeldía, camino a lo alto, lucha.
Aquí está un Shevitsch, hombre de diarios: vedlo cómo habla: llegan a él reflejos de aquel tierno y radioso Bakunin: comienza a hablar en inglés; se vuelve a otros en alemán: ¡dah! ¡dah! responden entusiasmados desde sus asientos sus compatriotas cuando les habla en ruso. Son los rusos el látigo de la Reforma: mas no, ¡no son aún estos hombres impacientes y generosos, manchados de ira, los que han de poner cimiento al mundo nuevo: ellos son la espuela, y vienen a punto, como la voz de la conciencia que pudiera dormirse: pero el acero del acicate no sirve bien para martillo fundador.
Aquí está Swinton, anciano a quien las injusticias enardecen, y vio en Karl Marx tamaños de monte y luz de Sócrates. Aquí está el alemán John Most, voceador insistente y poco amable, y encendedor de hogueras, que no lleva en la mano diestra el bálsamo con que ha de curar las heridas que abra su mano siniestra. Tanta gente ha ido a oírles hablar que rebosa en el salón, y da en la calle. Sociedades corales, cantan. Entre tanto hombre, hay muchas mujeres. Repiten en coro, con aplauso, frases de Karl Marx, que cuelgan en cartelones por los muros. Millot, un francés, dice una cosa bella: «La libertad ha caído en Francia muchas veces: pero se ha levantado más hermosa de cada caída». John Most habla palabras fanáticas: «Desde que leí en una prisión sajona los libros de Marx he tomado la espada contra los vampiros humanos». Dice un McGuire: «Regocija ver juntos, ya sin odios, a tantos hombres de todos los pueblos. Todos los trabajadores de la tierra pertenecen ya a una sola nación, y no se querellan entre sí, sino todos juntos contra los que los oprimen. Regocija haber visto, cerca de lo que fue en París Bastilla ominosa, seis mil trabajadores reunidos de Francia y de Inglaterra». Habla un bohemio. Leen carta de Henry George, famoso economista nuevo, amigo de los que padecen, amado por el pueblo, y aquí y en Inglaterra famoso. Y entre salvas de aplausos tonantes, y frenéticos hurras, pónese en pie, en unánime movimiento, la ardiente asamblea, en tanto que leen desde la plataforma en alemán y en inglés dos hombres de frente ancha y mirada de hoja de Toledo, las resoluciones con que la junta magna acaba, en que Karl Marx es llamado el héroe más noble y el pensador más poderoso del mundo del trabajo. Suenan músicas; resuenan coros, pero se nota que no son los de la paz.
La Nación, 13 y 16 de mayo de 1883
LA INAUGURACION DE LA ESTATUA DE LA LIBERTAD
Terrible es, libertad, hablar de ti para el que no te tiene. Una fiera vencida por el domador no dobla la rodilla con más ira. Se conoce la hondura del infierno, y se mira desde ella, en su arrogancia de sol, al hombre vivo. Se muerde el aire, como muerde una hiena el hierro de su jaula. Se retuerce el espíritu en el cuerpo como un envenenado.
Del fango de las calles quisiera hacerse el miserable que vive sin libertad la vestidura que le asienta. Los que te tienen, oh libertad, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte.
Pero levántate ¡oh insecto! que toda la ciudad está llena de águilas. Anda aunque sea a rastras: mira, aunque se te salten los ojos de vergüenza. Escúrrete, como un lacayo abofeteado, entre ese ejército resplandeciente de señores. ¡Anda, aunque sientas que a pedazos se va cayendo la carne de tu cuerpo! ¡Ah! pero si supieran cuánto lloras, te levantarían del suelo, como a un herido de muerte: ¡y tú también sabrías alzar el brazo hacia la eternidad!
Levántate, oh insecto, que la ciudad es una oda. Las almas dan sonidos, como los más acordes instrumentos. Y está oscuro, y no hay sol en el cielo, porque toda la luz está en las almas. Florece en las entrañas de los hombres.
¡Libertad, es tu hora de llegada! El mundo entero te ha traído hasta estas playas, tirando de tu carro de victoria. Aquí estás como el sueño del poeta, grande como el espacio de la tierra al cielo.
Ese ruido es el del triunfo que descansa.
Esa oscuridad no es la del día lluvioso, ni del pardo octubre, sino la del polvo, sombreado por la muerte, que tu carro ha levantado en el camino.[…]
Ayer fue, día 28 de octubre, cuando los Estados Unidos aceptaron solemnemente la Estatua de la Libertad que les ha regalado el pueblo de Francia, en memoria del 4 de Julio de 1776, en que declararon su independencia de Inglaterra, ganada con ayuda de sangre francesa. Estaba áspero el día, el aire ceniciento, lodosas las calles, la llovizna terca; pero pocas veces ha sido tan vivo el júbilo del hombre.
Sentíase un gozo apacible, como si suavizase un bálsamo las almas: las frentes en que no es escasa la luz la enseñaban mejor, y aun de los espíritus opacos surgía, con un arranque de ola, ese delicioso instinto del decoro humano que da esplendor a los rostros más oscuros.
La emoción era gigante. El movimiento tenía algo de cordillera de montañas. En las calles no se veía punto vacío. Los dos ríos parecían tierra firme. Los vapores, vestidos de perla por la bruma, maniobraban rueda a rueda repletos de gente. Gemía bajo su carga de transeúntes el puente de Brooklyn; Nueva York y sus suburbios, como quien está invitado a una boda, se habían levantado temprano. Y en el gentío que a paso alegre llenaba las calles no había cosa más bella, ni los trabajadores olvidados de sus penas, ni las mujeres, ni los niños, que los viejos venidos del campo, con su corbatín y su gabán flotante, a saludar en la estatua que lo conmemora el heroico espíritu de aquel marqués de Lafayette, a quien de mozos salieron a recibir con palmas y con ramos, porque amó a Washington y lo ayudó a hacer su pueblo libre.[…]
Sigamos, sigamos por las calles a la muchedumbre que de todas partes acude y las llena: hoy es el día en que se descubre el monumento que consagra la amistad de Washington y de Lafayette. Todas las lenguas asisten a la ceremonia.
La alegría viene de la gente llana. En los espíritus hay mucha bandera: en las casas poca. Las tribunas de pino embanderadas esperan, en el camino de la procesión, al Presidente de la República, a los delegados de Francia, al cuerpo diplomático, a los gobernadores de Estado, a los generales del ejército.
Aceras, portadas, balcones, aleros, todo se va cuajando de gozoso gentío. Muchos van por los muelles, a esperar la procesión naval, los buques de guerra, la flota de vapores, los remolcadores vocingleros que llevarán a los invitados a la Isla de Bedloe, donde, cubierto aún el rostro con el pabellón francés, espera sobre su pedestal ciclópeo la escultura. Pero los más afluyen al camino de la gran parada.
Acá llega una banda. Allá viene un destacamento de bomberos, con su bomba antigua, montada sobre zancos: visten de calzón negro y blusa roja. Abre paso el gentío a un grupo de franceses, que van locos de gozo. Por allí llega otro grupo: uniforme muy lindo, todo realzado de cordones de oro, gran pantalón de franja, chacó con mucha pluma, mostacho fiero, cuerpo menudo, parla bullente, ojo negrísimo: es una compañía de voluntarios italianos. Por una esquina se divisa el ferrocarril elevado: arriba, el tren repleto: abajo, reparte sus patrullas la policía, bien cerrada en sus levitas azules de botón dorado. A nadie quita la lluvia la sonrisa.[…]
Vedlos: ¡todos revelan una alegría de resucitados! ¿No es este pueblo, a pesar de su rudeza, la casa hospitalaria de los oprimidos? De adentro vienen, fuera de la voluntad, las voces que impelen y aconsejan. Reflejos de bandera hay en los rostros: un dulce amor conmueve las entrañas: un superior sentido de soberanía saca la paz, y aun la belleza, a las facciones; y todos estos infelices, irlandeses, polacos, italianos, bohemios, alemanes, redimidos de la opresión o la miseria, celebran el monumento de la libertad porque en él les parece que se levantan y recobran a sí propios.
¡Vedlos correr, gozosos como náufragos que creen ver una vela salvadora, hacia los muelles desde donde la estatua se divisa! Son los más infelices, los que tienen miedo a las calles populosas y a la gente limpia: cigarreros pálidos, cargadores gibosos, italianas con sus pañuelos de colores: no corren como en las fiestas vulgares, con brutalidad y desorden, sino en masas amigas y sin ira: bajan del este, bajan del oeste, bajan de los callejones apiñados en lo pobre de la ciudad: los novios parecen casados: el marido da el brazo a su mujer: la madre arrastra a sus pequeñuelos: se preguntan, se animan, se agolpan por donde creen que la verán más cerca.[…]
Ruedan en tanto entre los hurras de la multitud las cureñas empavesadas por las calles suntuosas: parecen con sus lenguas de banderas, hablar y saludar los edificios, enfrénanse, piafan y dejan en la playa a sus jinetes los ferrocarriles elevados, que giran sumisos, como aérea y humeante caballería: los vapores, cual cargados de un alma impaciente, ensayan el ala que los ata a la orilla; y allá, a lo lejos, envuelta en humo, como si la saludasen a la vez todos los incensarios de la tierra, se alza la estatua enorme, coronada de nubes como una montaña.[…]
Pequeña como una amapola lucía a los pies de la estatua la ancha tribuna, construida para celebrar la fiesta con pinos frescos y pabellones vírgenes. Los invitados más favorecidos ocupaban la explanada frente a la tribuna. La isla entera parecía un solo ser humano.
¡No se concibe cómo voceó este pueblo, cuando su Presidente, nacido como él de la mesa del trabajo, puso el pie en la lancha de honor para ir a recibir la imagen en que cada hombre se ve como redimido y encumbrado!
Sólo los estremecimientos de la tierra dan idea de explosión semejante.
El clamor de los hombres moría ahogado por el estampido de los cañones: de las calderas de las fábricas y los buques se exhalaba a la vez el vapor preso con un júbilo loco, conmovedor y salvaje: ya parecía el alma india, que pasaba a caballo por el cielo, con su clamor de guerra: ya que, sacudiendo al encorvarse las campanas todas, se arrodillaban las iglesias: ya eran débiles o estridentes, imitados por las chimeneas de los vapores, los cantos del gallo con que se simboliza el triunfo.
Se hizo pueril lo enorme: traveseaba el vapor en las calderas: jugueteaban por la neblina los remolcadores: azuzaba la concurrencia de los vapores a sus músicas: los fogoneros vestidos de oro por el resplandor del fuego, henchían de carbón las máquinas: por entre la nube de humo se veía a los marineros de la armada, de pie sobre las vergas.
En vano pedía silencio desde la tribuna, moviendo su sombrero negro de tres picos, el mayor general de los ejércitos americanos: ni la plegaria misma del sacerdote Storrs, perdida en la confusión, acalló el vocerío: pero Lesseps, Lesseps, con su cabeza de ochenta años desnuda, bajo la lluvia, supo domarlo. Jamás se olvidará aquel espectáculo magnífico. Más que de un paso, de un salto se puso en pie el gran viejo.[…]
Y antes de que se levantara el senador Evarts a ofrecer la estatua al Presidente de los Estados Unidos en nombre de la Comisión americana, la concurrencia, conmovida por Lesseps, quiso saludar a Bartholdi, que con feliz modestia se levantó a dar las gracias al público desde su asiento en la tribuna. Nunca habla el senador Evarts sin noble lenguaje y superior sentido, y es su elocuencia diestra y genuina, que va a las almas porque nace de ellas.
Pero la voz se le apagaba, cuando leía en páginas estrechas el discurso en que pinta, con frase llena de cintas y pompones, la generosidad de Francia.
Y después de Lesseps, parecía una caña abatida: ya en la cabeza no tiene más que frente: apenas puede abrirse paso la inspiración por su rostro enjuto y apergaminado: viste gabán, y lleva el cuello vuelto; le cubría la cabeza un gorro negro.
Y cuando inopinadamente, en medio de su discurso, creyeron llegada la hora de descorrer, como estaba previsto, el pabellón que cubría el rostro de la estatua, la escuadra, la flotilla, la ciudad, rompió en un grito unánime que parecía ir subiendo por el cielo como un escudo de bronce resonante: ¡Pompa asombrosa y majestad sublime!; ¡nunca ante altar alguno, se postró un pueblo con tanta reverencia! ¡los hombres pasmados de su pequeñez, se miraban al pie del pedestal, como si hubieran caído de su propia altura: el cañón a lo lejos retemblaba: en el humo los mástiles se perdían: el grito, fortalecido, cubría el aire: la estatua, allá en las nubes, aparecía como una madre inmensa.
Digno de hablar ante ella pareció a todos el presidente Cleveland. El también tiene estilo de médula, acento sincero, y voz simpática, clara y robusta. Sugiere más que explica. Dijo esas cosas amplias y elevadas que están bien frente a los monumentos. Con una mano tenía asido el borde de la tribuna, y la derecha la hundió en el pecho bajo la solapa de la levita. Mira con ese amable desafío que sienta a los vencedores honrados.[…]
Un obispo en aquel instante surgió en la tribuna, alzó la mano comida por los años, y en el magnífico silencio, puestos en pie a su lado el genio y el poder, bendijo en nombre de Dios la redentora estatua. Entonó la concurrencia, guiada por el obispo, un himno lento y suave, la Doxología mística. De lo alto de la antorcha anunció una señal que había terminado la ceremonia.
Ríos de gente, temerosa de la torva noche, se echaron precipitados, sin respeto a la edad ni a la eminencia, sobre el angosto embarcadero. Pálidamente resonaron las músicas, como si desmayasen la luz de la tarde.
El peso del contento, más que el de los seres humanos, hundía los buques. El humo de los cañonazos envolvía la lancha de honor que llevaba a la ciudad al Presidente. Las aves sorprendidas, en lo alto de la estatua, giraban como medrosas en torno al monte nuevo. Más firmes dentro del pecho sentían los hombres las almas.
Y cuando de la isla convertida ya en altar, arrancaban en la sombra nocturna los últimos vapores, una voz cristalina exhaló una melodía popular, que fue de buque a buque, y mientras en la distancia se destacaban en las coronas de los edificios guirnaldas de luces que enrojecían la bóveda del cielo, un canto a la vez tierno y formidable se tendió al pie de la estatua por el río, y con unción fortificada por la noche, el pueblo entero, apiñado en las popas de los barcos, cantaba con el rostro vuelto a la isla: «¡Adiós, mi único amor!»
La Nación, 1 de enero de 1887.
Se pudren las ciudades; se agrupan sus habitantes en castas endurecidas; se oponen con la continuación del tiempo masas de intereses al desenvolvimiento tranquilo y luminoso del hombre; en la morada misma de la libertad se amontonan de un lado los palacios de balcones de oro, con sus aéreas mujeres y sus caballeros mofletudos y ahítos, y ruedan de otro en el albañal, como las sanguijuelas en su greda pegajosa, los hijos enclenques y deformes de los trabajadores, en quienes por la prisa y el enojo de la hora violenta de la concepción, aparece sin dignidad ni hermosura la naturaleza. Esta contradicción inicua engendra odios que ondean bajo nuestras plantas como la fuerza misteriosa de los terremotos, vientos que caen sobre las ciudades como una colosal ave famélica, ímpetus que arrancan a las naciones de su quicio y las vuelven del revés, para que el aire oree sus raíces. Y cuando ya parece que son leyes fatales de la especie humana la desigualdad y servidumbre; cuando se ve gangrenado por su obra misma el pueblo donde se ha permitido con menos trabas su ejercicio al hombre; cuando se ve producir a la libertad política la misma descomposición, ira y abusos que crea la tiranía más irrespetuosa; cuando se llega a ver vendido por un ciudadano de la República a cambio de un barril de harina o de un par de zapatos el voto con que ha de contribuir a gobernar su pueblo y mejorar su propia condición; cuando parece que va a venirse a tierra al peso de sus vicios, con un escándalo que resonaría por los siglos como resuena el eco por los agujeros de las cavernas, la fábrica más limpia y ostentosa que ha levantado el hombre a sus derechos, ¡he aquí que surge, por la virtud de permanencia y triunfo del espíritu humano, y por la magia de la razón, una fuerza reconstructora, un ejército de creadores, que avienta a los cuatro rumbos los hombres, los métodos y las ideas podridas, y con la luz de la piedad en el corazón y el empuje de la fe en las manos, sacuden las paredes viejas, limpian de escombros el suelo eternamente bello, y levantan en los umbrales de la edad futura las tiendas de la justicia![…]
La libertad política no ha podido servir de consuelo a los que no ven beneficio alguno inmediato en ejercerla, ni conservan siempre su independencia de los empleadores que exigen el voto de los obreros en atención al salario que les pagan, ni tienen en su existencia acerba tiempo para entender, ni ocasión o voluntad de gozar, el placer viril que produce la participación en los negocios de la patria.
Pudiera haber influido suave e indirectamente la libertad política en las masas demasiado afligidas o ignorantes para ejercitarla, si el goce de ella hubiese creado en los Estados Unidos condiciones generales de seguridad y bienestar ignorados en los países donde impera una libertad incompleta o un gobierno tiránico. Pero la libertad política, considerada erróneamente, aún en nuestros días, como remate de las aspiraciones de los pueblos y condición única para su felicidad, no es más que el medio indispensable para procurar sin convulsiones el bienestar social: y siendo tal que sin ella no es apreciable la vida, para asegurar la dicha pública, no basta.
La libertad política, que cría sin duda y asegura la dignidad del hombre, no trajo a su establecimiento; ni crió aquí en su desarrollo, un sistema económico que garantizase a lo menos una forma de distribución equitativa de la riqueza; en que sin llegar a nivelaciones ilusorias e injustas, pudiese el trabajador vivir con decoro y sosiego, educar en honor a su familia, y ahorrar para su ancianidad como el legítimo interés de labor de toda su existencia, una suma bastante para librarlo del hambre, o de ese triste trabajo de los viejos que de veras es una ignominia para cuantos no hemos imaginado aún el modo de evitarlo: ¡los viejos son sagrados! cambiaron en detalles de importancia las leyes civiles con el advenimiento de las libertades públicas, pero no se alteraron las relaciones entre los medios y objetos de posesión y los que habían de disfrutarla. Luego, hubo que tomar la selva del Oeste, que fecundar los desiertos del Centro, que desnudar de árboles los montes para tender sobre ellos los ferrocarriles, que emplear para el sometimiento del país medios que por la importancia del objeto y el costo de lograrlo excluían la pequeña propiedad personal y requerían la acumulación de los recursos y la propiedad de muchos: todo tuvo que ser gigantesco, en acuerdo con los fines pasmosos de esta nueva epopeya, escrita por las locomotoras triunfantes en las entrañas de los cerros, sobre criptas, abismos, llanos y abras, escrita con las balas de los rifles sobre el testuz de los búfalos y el pecho de los indios.[…]
¿Será la libertad inútil? ¿No hay virtud de paz, fuerza de amor, adelanto del hombre en la libertad? ¿Produce la libertad los mismos resultados que el despotismo? ¿Un siglo entero de ejercicio pleno de la razón no labra siquiera alguna mejora en los métodos de progreso de nuestra naturaleza? ¿No hacen menos feroz y más inteligente al hombre los hábitos republicanos?
El hombre, en verdad, no es más, cuando más es, que una fiera educada. Eternamente igual a sí propio, ya siga desnudo a Caín, ya asista con casaca galoneada, a la inauguración de la Estatua de la Libertad, si en lo esencial suyo no cambia, cambia y mejora en el conocimiento de los objetos de la vida y de sus relaciones. Todo el anhelo de la civilización está en volver a la sencillez y justicia de los repartimientos primitivos. Todo el problema social consiste acaso en eliminar los defectos y abusos de relación creados en la época rudimentaria de la acumulación de la especie, en que todavía vivimos, y restablecer en la población acumulada las relaciones puras y justas de las sociedades patriarcales. Pero si en lo esencial no cambia el hombre, no puede ser que produzcan en él igual resultado el despotismo que lo retiene dentro de sí, mordido por su actividad, abochornado por su deshonra, impaciente porque oye de su interior la voz que le dice que falta a su deber humano con no ser por entero quien es y ayudar a los demás a ser, y este otro dulcísimo sistema de la libertad racional del acto y el pensamiento, que no amontona la voluntad presa, ni estruja las sienes con ideas sin salida, sino que tiene al hombre en quietud armoniosa, en el decoro y contento de su ser entero y en el equilibrio saludable entre su actividad y los modos de satisfacerla. No del mismo modo emprenden a correr por el llano los potros sujetos dentro de la cerca que los acostumbrados a pacer libremente. El espíritu desahogado no obra con tanta violencia como el espíritu ahogado. El hombre habituado a ejercitar su fuerza no es tan impaciente, cegable y llevadizo como el que tiene hambre de emplearla. Es esencialmente distinta la disposición amigable y respetuosa de los hombres hechos a su soberanía, de la acción agresiva y turbulenta de los que padecen de sed de ella. El delirio no puede obrar con la hermosura y fecundidad de la salud.
No: no parece que haya sido vano en los Estados Unidos el siglo de República: parece al contrario que será posible, combinando lo interesado de nuestra naturaleza y lo benéfico de las prácticas de la libertad, ir acomodando sobre quicios nuevos sin amalgama de sangre los elementos desiguales y hostiles creados por un sistema que no resulta, después de la prueba, armonioso ni grato a los hombres. Parece que la organización, aconsejada por la inteligencia y servida sin ira por la voluntad, suple con ventaja a la revolución, producto impaciente de la razón mal educada, u ordena la revolución, para el caso en que la provocación inicua la haga imprescindible, de modo que construya cada uno de los actos en que derribe; y no comprometa la suerte pública con los arrebatos de una cólera o los consejos de una venganza a que no tienen derecho los redentores. Parece que el hábito ordenado y constante de la libertad da a los hombres una confianza en su poder que hace innecesaria la violencia.
Obsérvese lo nuevo. Aquí se ofrece ahora un caso original en la vida de los pueblos: están frente a frente los resultados de la educación libre de la República en América, y los de la educación tradicional o intermitente de los pueblos de Europa. Cada uno de estos espíritus pugna por prevalecer, y aconseja medios radicalmente opuestos para llegar al fin que ambos anhelan. La infusión constante de inmigrantes europeos y los violentos hábitos que importan, no ha permitido al espíritu directo de los Estados Unidos desenvolverse en toda la entereza y extensión de su originalidad, que hubiera hecho más patente y decisivo el conflicto, y más pura su enseñanza histórica; mas ya se alcanza a ver que el hábito del éxito y la afirmación de la persona que vienen del ejercicio constante de la libertad política, no bastan a impedir las desigualdades consiguientes a una organización social imperfecta, pero suaviza dentro de ella los espíritus, crean el miramiento y respeto comunes, inspiran repulsión a la violencia innecesaria, y proporcionan los medios precisos para proponer y conseguir en paz las pruebas y cambios que allí donde no hay libertad política efectiva sólo obtienen a medias la cólera y la sangre.
¡Oh, sí! De la libertad como de la virtud, está casi vedado hablar, por ser tantos los que las profanan que quien las ama de veras tiene miedo de ser confundido con ellos: y hasta de mal gusto está ya pareciendo ser honrado! Pero es cierto que la libertad favorece sin peligros la expansión y expresión de las cualidades más nobles del hombre, y más necesarias para la grandeza y paz de los Estados: lo cual debe decirse, por haber muchos que hacen argumento, para demostrar su ineficacia, de su aparente fracaso allí donde no se la ha aplicado con la sinceridad y tolerante espíritu que son su esencia; y porque en los mismos Estados Unidos, por causas nacionales ajenas a ella, han ido endureciéndose los caracteres, y avillanándose y perdiéndose las prácticas cívicas, a tal extremo que los que sólo miran a la superficie pueden asegurar que las costumbres de la República engendran los mismos vicios de las monarquías privilegiadas y ociosas, sin mantener en cambio el ímpetu heroico y la deslumbrante brillantez que suelen éstas inspirar a sus vasallos.
Pero no. En verdad que en los Estados Unidos el afán exclusivo por la riqueza pervierte el carácter, hace a los hombres indiferentes a las cuestiones públicas en que no tienen interés marcado, y no les deja tiempo ni voluntad para cumplir con su parte de deber en la elaboración y gobierno del país, que abandonan a los que hacen oficio de la cosa pública, por ver en ella desocupación desahogada y lucrativa. Mas la justicia irrepresible bulle en el espíritu de los hombres, de alma apostólica, y en los caracteres sencillos, que padecen y ven padecer por la falta de ella; y donde quiera que los hombres se juntan crecen los fariseos y se comen las ciudades, pero por encima de todos ellos, como criatura de eterna luz que ningún suplicio agobia, surgen Jesús y su séquito de pescadores. Aquí han brotado, se han ungido, han abandonado oficios pingües para servir con más desembarazo a los menesterosos, han puesto en orden las razones descompuestas de los desdichados: y ese mismo espíritu de caridad que en los países oprimidos lleva por el calor de su fuerza divina a la batalla, aquí por la fuerza más segura que viene al hombre del empleo constante de su razón, le conduce a buscar la mejora de sus males, la distribución equitativa de los productos del trabajo, por la agresión incontrastable de la palabra justa, por el uso inteligente y terco del voto, gigante que deben criar con apasionado esmero los pueblos que acaso lo desdeñan porque no estudian su poder y no se toman el trabajo de educarlo. Pues bien: después de verlo surgir, temblar, dormir, comerciarse, equivocarse, violarse, venderse, corromperse; después de ver acarnerados los votantes, sitiadas las casillas, volcadas las urnas, falsificados los recuentos, hurtados los más altos oficios, es preciso proclamar, porque es verdad, que el voto es un arma aterradora, incontrastable y solemne; que el voto es el instrumento más eficaz y piadoso que han imaginado para su conducción los hombres.
El Partido Liberal, 4, 5 y 6 de noviembre de 1886.
Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston. Ruina es hoy lo que ayer era flor, y por un lado se miraba en el agua arenosa de sus ríos, surgiendo entre ellos como un cesto de frutas, y por el otro se extendía a lo interior en pueblos lindos, rodeados de bosques de magnolias, y de naranjos Y jardines.
Serían las diez de la noche. Como abejas de oro trabajaban sobre sus cajas de imprimir los buenos hermanos que hacen los periódicos: ponía fin a sus rezos en las iglesias la gente devota, que en Charleston, como país de poca ciencia e imaginación ardiente, es mucha: las puertas se cerraban, y al amor o al reposo pedían fuerzas los que habían de reñir al otro día la batalla de la casa: el aire sofocante y lento no llevaba bien el olor de las rosas, dormía medio Charleston: ¡ni la luz va más aprisa que la desgracia que la esperaba!
Nunca allí se había estremecido la tierra, que en blanda pendiente se inclina hacia el mar: sobre suelo de lluvias, que es el de la planicie de la costa, se extiende el pueblo; jamás hubo cerca volcanes ni volcanillos, columnas de humo, levantamientos ni solfataras: de aromas eran las únicas columnas, aromas de los naranjos perennemente cubiertos de flores blancas. Ni del mar venían tampoco sobre sus costas de agua baja, que amarillea con la arena de la cuenca, esas olas robustas que echa sobre la orilla, oscuras como fauces, el Océano cuando su asiento se desequilibra, quiebra o levanta, y sube de lo hondo la tremenda fuerza que hincha y encorva la ola y la despide como un monte hambriento contra la playa.
En esa paz señora de las ciudades del Mediodía empezaba a irse la noche, cuando se oyó un ruido que era apenas como el de un cuerpo pesado que empujan de prisa.
Decirlo es verlo. Se hinchó el sonido: lámparas y ventanas retemblaron. Rodaba ya bajo tierra pavorosa artillería: sus letras sobre las cajas dejaron caer los impresores, con sus casullas huían los clérigos, sin ropas se lanzaban a las calles las mujeres olvidadas de sus hijos: corrían los hombres desalados por entre las paredes bamboleantes: ¿quién asía por el cinto a la ciudad, y la sacudía en el aire, con mano terrible, y la descoyuntaba?
Los suelos ondulaban; los muros se partían; las casas se mecían de un lado a otro: la gente casi desnuda besaba la tierra: ¡Oh, Señor! ¡Oh mi hermoso Señor! decían llorando las voces sofocadas: ¡abajo, un pórtico entero!: huía el valor del pecho y el pensamiento se turbaba: ya se apaga, ya tiembla menos, ya cesa: ¡el polvo de las casas caídas subía por encima de los árboles y de los techos de las casas!
Los padres desesperados aprovechan la tregua para volver por sus criaturas: con sus manos aparta las ruinas de su puerta propia una madre joven de grande belleza: hermanos y maridos llevan a rastras, o en brazos a mujeres desmayadas: un infeliz que se echó de una ventana anda sobre su vientre dando gritos horrendos, con los brazos y las piernas rotas: una anciana es acometida de un temblor, y muere: otra, a quien mata el miedo, agoniza abandonada en un espasmo: las luces de gas débiles, que apenas se distinguen en el aire espeso, alumbran la población desatentada, que corre de un lado a otro, orando, llamando a grandes voces a Jesús, sacudiendo los brazos en alto. Y de pronto en la sombra se yerguen, bañando de esplendor rojo la escena, altos incendios que mueven pesadamente sus anchas llamas.
Se nota en todas las caras, a la súbita luz, que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros, en torno de otros se le ve que vaga, cual buscando su asiento ciega y aturdida. Ya las llamas son palio, y el incendio sube; pero, ¿quién cuenta en palabras lo que vio entonces? Se oye venir de nuevo el ruido sordo: giran las gentes, como estudiando la mejor salida; rompen a huir en todas direcciones: la ola de abajo crece y serpentea; cada cual cree que tiene encima a un tigre.
Unos caen de rodillas: otros se echan de bruces: viejos señores pasan en brazos de sus criados fieles: se abre en grietas la tierra: ondean los muros como un lienzo al viento: topan en lo alto las cornisas de los edificios que se dan el frente: el horror de las bestias aumenta el de las gentes: los caballos que no han podido desuncirse de sus carros los vuelcan de un lado a otro con las sacudidas de sus flancos: uno dobla las patas delanteras: otros husmean el suelo: a otro, a la luz de las llamas se le ven los ojos rojos y el cuerpo temblante como caña en tormenta: ¿qué tambor espantoso llama en las entrañas de la tierra a la batalla?
Entonces, cuando cesó la ola segunda, cuando ya estaban las almas preñadas de miedo, cuando de bajo los escombros salían, como si tuvieran brazos, los gritos ahogados de los moribundos, cuando hubo que atar a tierra como a elefantes bravíos a los caballos trémulos, cuando los muros habían arrastrado al caer los hilos y los postes del telégrafo, cuando los heridos se desembarazaban de los ladrillos y maderos que les cortaron la fuga, cuando vislumbraron en la sombra con la vista maravillosa del amor sus casas rotas las pobres mujeres, cuando el espanto dejó encendida la imaginación tempestuosa de los negros, entonces empezó a levantarse por sobre aquella alfombra de cuerpos postrados un clamor que parecía venir de honduras jamás explotadas, que se alzaba temblando por el aire con alas que lo hendían como si fueran flechas. Se cernía aquel grito sobre las cabezas, y parecía que llovían lágrimas.[…]
Grande fue la angustia de la ciudad en los dos días primeros. Nadie volvía a las casas. No había comercio ni mercado. Un temblor sucedía a otro, aunque cada vez menos violentos. La ciudad era un jubileo religioso; y los blancos arrogantes, cuando arreciaba el temor, unían su voz humildemente a los himnos improvisados de los negros frenéticos: ¡muchas pobres negritas cogían del vestido a las blancas que pasaban, y les pedían llorando que las llevasen con ella, que así el hábito llega a convertir en bondad y a dar poesía a los mismos crímenes, ¡así esas criaturas, concebidas en la miseria por padres a quienes la esclavitud heló el espíritu, aún reconocen poder sobrenatural a la casta que lo poseyó sobre sus padres!: ¡así es de buena y humilde esa raza que sólo los malvados desfiguran o desdeñan! ¡pues su mayor vergüenza es nuestra más grande obligación de perdonarla!
Caravanas de negros salían al campo en busca de mejoras, para volver a poco aterrados de lo que veían. En veinte millas a lo interior el suelo estaba por todas partes agujereado y abierto: había grietas de dos pies de ancho a que no se hallaba fondo: de multitud de pozos nuevos salía una arena fina y blanca mezclada con agua, o arena sólo, que se apilaba a los bordes del pozo como en los hormigueros, o agua y lodo azulado, o montoncillos de lodo que llevaban encima otros de arena, como si bajo la capa de la tierra estuviese el lodo primero y la arena más a lo hondo. El agua nueva sabía a azufre y hierro.
Un tanque de cien acres se secó de súbito en el primer temblor, y estaba lleno de peces muertos. Una esclusa se había roto, y sus aguas se lo llevaron todo delante de sí.
Los ferrocarriles no podían llegar a Charleston, porque los rieles habían salido de quicio, y estallado, o culebreaban sobre sus durmientes suspendidos.
Una locomotora venía en carrera triunfante a la hora del primer temblor, y dio un salto, y sacudiendo tras de sí como un rosario a los vagones lanzados del carril, se echó de bruces con su maquinista muerto en la hendidura en que se abrió el camino. Otra a poca distancia seguía silbando alegremente, la alzó en peso el terremoto, y la echó a un tanque cercano, donde está bajo cuarenta pies de agua.
¡Así, sencillamente, tragando hombres y arrebatando sus casas como arrebata hojas el viento, cumplió su ley de formación el suelo, con la majestad que conviene a los actos de creación y dolor de la naturaleza!
¡El hombre herido procura secarse la sangre que le cubre a torrentes los ojos, y se busca la espada en el cinto para combatir al enemigo eterno, y sigue danzando al viento en su camino de átomo, subiendo siempre, como guerrero que escala, por el rayo del sol!
Ya Charleston revive, cuando aún no ha acabado su agonía, ni se ha aquietado el suelo bajo sus casas bamboleantes.
Los parientes y amigos de los difuntos, hallan que el trabajo rehace en el alma las raíces que le arranca la muerte. Vuelven los negros humildes, caído el fuego que en la hora del espanto les llameó en los ojos, a sus quehaceres mansos y su larga prole. Las jóvenes valientes sacuden en los pórticos repuestos el polvo de las rosas.
Y ríen todavía en la plaza pública, a los dos lados de su madre alegre, los dos gemelos que en la hora misma de la desolación nacieron bajo una tienda azul.
La Nación, 14 y 15 de octubre de 1886.
LAS FIESTAS DE LA CONSTITUCIÓN
Los pueblos crecen en estas grandes fiestas; y aun los míseros que aspiran a la libertad, sin hallarle sabor en tierra ajena, sentían como un grato frío de aurora, como un dichoso temblor de héroe, cuando a la limpia luz de la mañana, fue la ciudad saliendo de la noche, vestida de banderas. Bella es siempre, y más si se la mira desde la torre de su nueva Casa Pública, destacando su masa alegre de edificios rojos, ceñidos por el claro y manso río, sobre el cielo de fijo azul que cobra majestad mayor de aquellas esmeradas y próvidas llanuras; pero la ciudad de mármol y ladrillo tenía en estas fiestas aquel realce de gracia que da el inefable orgullo de las bodas; y los hombres, que ni ante los muertos sofocan sus enemistades, se olvidaron de ellas para conmemorar la forma de gobierno a que deben su ventura, lo que no han hecho acaso por egoísmo, sino por el placer divino con que saludan los humanos, torvos aún y confusos, cuanto adelanta y consagra su persona. Las casas hablaban: lindas cuáqueras prendían al amanecer las últimas guirnaldas y colgaduras y los que primero se echaron a las calles, fueron los viejos. La vida tiene horas de oro, en que parece que el sol sale en el alma y, como ejército que asalta, escala y bulle la gloria por las venas. Se rompe en risa y llanto, y con la fuerza del pecho se abatiría una fortaleza.
Hace cien años, vio Filadelfia, vestida entonces de calzón de pana, vestón de seda y chupa de tirilla, las mismas iras, discordias y querellas que los latinos ignorantes, enfermos de destemplada admiración tienen por patrimonio exclusivo de su raza. Por cada hebilla de zapato había una opinión hostil en la junta convocada por el Congreso inerme, a fin de reunir bajo un gobierno de poderes reales los trece Estados distantes y celosos que por amor excesivo a su soberanía anulaban con su rebelión o indiferencia las medidas nacionales que en vano dictaba el Congreso de la Federación, sin fuerzas por los artículos de 1781 para hacer cumplir lo que recomendaba. Era la burla pública el Congreso. Cada Estado, rico y populoso como Virginia o raquítico e insignificante como Rhode Island, tenía un voto. La nación era de aire, y los Estados se negaban, so pretexto de pobreza, a pagarle su cuota. No había modo de que los Estados acatasen las leyes enfermizas que acordaba el Congreso para trabar por un comercio equitativo las antiguas colonias, desunidas por los celos y los productos rivales. La Nueva Inglaterra, que levantaba ya sus industrias, desobedecía las leyes que pudieran favorecer la agricultura del Sur. El Sur agrícola quería el comercio libre con Europa, con daño del Este marino, que apetecía para sí todo el tráfico de agua. No había moneda común, que unos querían y rechazaban otros. Por sí no podía vivir ningún Estado; pero, engolosinados con su soberanía inútil, se negaban a fijar por la ley la unión indispensable a su existencia. La única forma visible de la nación era el Congreso, que servía sólo para demostrar su ineficacia. Los grandes, que como siempre eran pocos, recomendaban a sus conciudadanos con angustia la conveniencia de poner término con un gobierno nacional vivo, a aquellas disensiones recientes que amenazaban la Unión sin fortalecer a los Estados, ni aprovechar más que a los politicuelos criminales que cultivan con pompa sagrada las pasiones. Cada Estado tenía un dueño de almas, a quien importaba más ser caudillo en su conuco que figura secundaria en una gran República. Los caracteres prominentes, deslucidos a veces por rivalidades indignas, coincidían, por la inevitable fraternidad de la grandeza, en el deseo de fomentar un pueblo glorioso, antes de que los intereses en apariencia hostiles se sobrepusieran a las virtudes.[…]
Allí se habían reunido, unos en casaca de paño negro o verde, otros de calzón de terciopelo y cuello y puños de encaje, los próceres, los letrados, los comerciantes, los mercaderes que los Estados, descontentos del descrédito e impotencia del gobierno federal, enviaban para discurrir el modo de robustecer la Unión sin que perdieran la soberanía sus partes. Allí esclavistas y abolicionistas: allí criadores de arroz, armadores y manufactureros: allí nacionalistas y provincialistas: allí oradores típicos y organizadores prácticos. Allí el impetuoso Hamilton en quien la elegancia contenía el valor y la gracia el genio, sagaz, incansable, de talentos múltiples; cauto en obrar y hablar; hijo de escocés y francesa; precoz, como nacido en zona cálida; fundador de la hacienda; hombre de arriba, de brillo y de pompa; acusado de desear la monarquía; no limpio de culpa; muerto luego de un balazo. Allí Madison, valioso asesor; muy metido en letras; cargado de historia; ponente preclaro y persuasivo; de juicio tan seguro que le brillaba lo original por entre montes de retórica ridícula; capaz de odiar a Washington. Allí Martin, de fama fugaz como su palabrería, célebre entonces y seguro de vanos aplausos: llenaba horas, arrebataba al vulgo, remedaba la grande elocuencia: prorrumpía en estudiados apóstrofes: era servido por las pasiones a que seguía: después de hablar él, todos se preguntaban: «¿qué ha dicho?»
Allí Morris, Gourverneur Morris, cuya mente no tuvo niñez; conocedor sutil de los móviles de los hombres; piloto frío y feliz en los debates; creador de fórmulas dichosas; consejero de reyes y de repúblicas; fino en vestidos, empréstitos y madrigales. Allí Patterson, díscolo y fecundo; defensor de Estados y pleitos pequeños; proyectil que los enemigos natos de lo grande hallaban siempre a mano; compuesto para dividir, como todos los que son incapaces de fundar; abogado terco del plan de New Jersey de la soberanía absoluta de los Estados. Allí Randolph, dramático y vistoso, más pronto a perorar que a meditar, desposeído del carácter, que hubiera dado belleza permanente a sus bravos impulsos; defensor ágil del plan de gobierno nacional enérgico, el plan de Virginia; desdichado ministro. Allí Gorham, riquísimo comerciante, hombre hecho a sacar argumentos de la realidad, enemigo colérico de la esclavitud, con la que se negó, como Rufus King, a acuerdos ni pactos: «Lo que ha de ser mañana, sea ahora. ¿Qué República es ésta, llevada en hombros de esclavos como la ‘meschianza’ de los ingleses, donde iban los negros con argollas al cuello?» Allí los fraseadores profundos, los componedores de mente judicial: Ellsworth y Rutledge, que con Gorham, Randolph y James Wilson bosquejaron la Constitución: Roger Sherman, zapatero al principio y luego abogado, juez, firmante de la Declaración de Derechos, de la de Independencia, de los artículos de la Confederación: Johnson, famoso universitario, con honores de afuera, de los ingleses mismos: James Wilson, que aprendió en Daguesseau y Montesquieu, y en cuyo brazo se apoyaba Franklin.
Es moda nueva, de barniz, suponer que los accidentes de educación y clima pueden alterar la esencia de los hombres, iguales en todas partes, salvo lo que les pone o lo que no les ha puesto la vida acumulada de las generaciones. El maíz habla como la carne. El rubio odia, engaña y cacarea como el trigueño. El norteamericano se apasiona, se exalta, se rebela, se aturde, se corrompe lo mismo que el hispanoamericano. ¡Viérasele en la Convención! Cada cual traía un plan. Este llamaba demagogo a aquél. Aquél llamaba monárquico a éste. De trece Estados, tres se negaron a venir. De tres delegados de Nueva York, dos abandonaron la Convención enfurecidos. Un Estado no tenía con qué pagar el viático a sus delegados: «¡Tiranos!» decían los Estados pequeños a los grandes: «¡Nos rebelaremos contra la Unión!»-«¡Rebélense!»-«¡Antes que ceder al plan de Virginia nos someteremos a un déspota extranjero!» Los discursos se decían por centenares: Madison solo pronunció 198. El desorden llegó a ser tal, y con tal ira terminaban las sesiones, que Franklin, menos cordialmente respetado de lo que se debiera, propuso abrir el día con una plegaria. Había momentos en que se temía una riña general. Evitábanla enviando a una junta escogida las cuestiones candentes. Ante la junta, los intereses se balanceaban; las frases se estiraban y encogían; las heridas del deseo se curaban con halagos a la vanidad. Cuando la ira volvía a estallar: «¡Válgame Dios!» decía Franklin; se encerraba un domingo a preparar un discurso prudente lleno de apólogos sagaces, y lo que aquietaba y convencía no era el discurso mismo, sino que el anciano hubiese puesto tanta alma en él que ya al leerlo le faltaba la voz, y dejándose caer en un sillón, lo dio a leer a Wilson. Los discursos eran, después de esto, moderados y tímidos. En vano, cansados de la justicia como los griegos, se burlaban algunos parricidas de los «grandes nombres».
Aquel debate, natural en las condiciones políticas que lo producían, dio fruto vivo por su misma fuerza. No ha de temerse la sinceridad; sólo es tremendo lo oculto.[…]
Pero la fiesta mayor fue el día de la procesión de las industrias. Nueve horas tardó en pasar. Allí se veía el Siglo, en su cuna y en su término. No todo lo que se tiene por nuevo lo es, ni en ciencias, ni en industrias, ni en literatura, ni en política; pero jamás, como que jamás la libertad fue tan verdadera, adelantaron tanto los hombres en cien años. Delante, en colosal pintura, iba una imagen de la República enseñando con una mano con qué instrumento se trabajaba hace un siglo, y con la otra los instrumentos de ahora. Carro tras carro seguía, lleno de arados con nombres pomposos, en que los fabricantes aprovechaban la fiesta patria como anuncio: «el rey del Oeste», «el orgullo del Este», «el Soberano». Detrás de un labriego, que va esparciendo las semillas que toma de un saco, pasa una sembradora, arrancando vítores, y un caballo de vapor, orgulloso y humeante. En un carro van los impresores juntando letras, ajustándolas en las formas, hirviendo tipos, mientras que un duende vestido de encarnado, el diablo del impresor, el mandadero de la imprenta, a un tiempo ayuda a todos, traspapela, empastela, sufre coscorronazos, huye y salta. En una mula va un negro con el trigo para el molino, como se iba antes, y detrás van montes de barriles de harina de hoy; una sierra de ayer que aserraba apenas ciento cincuenta pies al día, trae a la zaga una silbante máquina, que va aserrando a razón de tres mil pies por hora. Iban botes de canal, iban casas enteras, iba la casa donde se hospedó Washington, durante la guerra, de Valley Forge. Un águila de oro llevaba en el lomo muchos caballeros de casco y rodela, con la loriga abierta, y el casco sobre las piernas o a los pies. Detrás de los carros de los niños indios de la escuela de Carlyle, escribiendo, dibujando, cosiendo, ensamblando, iban, en símbolo de los indios de antes, un grupo de pawníes pintados de guerra, montados en sus ponies. Un negro, desnudo de cintura arriba como cuando la esclavitud, sembraba algodón delante del carruaje donde se ostentaban los negros más prósperos de la ciudad en nobles industrias. ¡Cuarenta caballos arrastraban una locomotora, no más bella que ellos! Y vacío, porque no hay nadie que pueda ocuparlo con justicia, cerraba la procesión el coche dorado de Washington.
El Partido Liberal, 1887.
Ni el miedo a las justicias sociales, ni la simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis, ni al que las narra. Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores. No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa. Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros de sus sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro anarquistas que sentenció Chicago a la horca, y el que por no morir en ella hizo estallar en su propio cuerpo una bomba de dinamita que llevaba oculta en los rizos espesos de su cabello de joven, su selvoso cabello castaño.
Acusados de autores o cómplices de la muerte espantable de uno de los policías que intimó la dispersión del concurso reunido para protestar contra la muerte de seis obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única fábrica que trabajaba a pesar de la huelga: acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte a seis más y abrió en otros cincuenta heridas graves, el juez, conforme al veredicto del jurado, condenó a uno de los reos a quince años de penitenciaria y a pena de horca a siete.
Jamás, desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown murió como criminal por intentar solo en Harper’s Ferry lo que como corona de gloria intentó luego la nación precipitada por su bravura, hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso.
La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía esenciales a su mantenimiento.[…]
Amedrentada la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen, junto con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que les embotó el juicio.[…]
Cegados por la generosidad, ofuscados por la vanidad, ebrios por la popularidad, adementados por la constante ofensa, por su impotencia aparente en las luchas del sufragio, por la esperanza de poder constituir en una comarca naciente su pueblo ideal, las cabezas vivas de esta masa colérica, educadas en tierras donde el voto apenas nace, no se salen de lo presente, no osan parecer débiles ante los que les siguen, no ven que el único obstáculo en este pueblo libre para un cambio social sinceramente deseado está en la falta de acuerdo de los que lo solicitan, no creen, cansados ya de sufrir, y con la visión del falansterio universal en la mente, que por la paz pueda llegarse jamás en el mundo a hacer triunfar la justicia.
Júzganse como bestias acorraladas. Todo lo que va creciendo les parece que crece contra ellos. «Mi hija trabaja quince horas para ganar quince centavos». «No he tenido trabajo este invierno porque pertenezco a una junta de obreros».
El juez los sentencia.
La policía, con el orgullo de la levita de paño y la autoridad, temible en el hombre inculto, los aporrea y asesina.
Tienen frío y hambre, viven en casas hediondas.
¡América es, pues, lo mismo que Europa!
No comprenden que ellos son mera rueda del engrane social, y hay que cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje. El jabalí perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca el redaño.
Cree el obrero tener derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a cierta holgura y limpieza para su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que engendra, a una parte más equitativa en los productos del trabajo de que es factor indispensable, alguna hora de sol en que ayudar a su mujer a sembrar un rosal en el patio de la casa, a algún rincón para vivir que no sea un tugurio fétido donde, como en las ciudades de Nueva York, no se puede entrar sin bascas. Y cada vez que en alguna forma esto pedían en Chicago los obreros, combinábanse los capitalistas, castigábanlos negándoles el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanles encima la policía, ganosa siempre de cebar sus porras en cabezas de gente mal vestida; mataba la policía a veces a algún osado que le resistía con piedras, o a algún niño; reducíanlos al fin por hambre a volver a su trabajo, con el alma torva, con la miseria enconada, con el decoro ofendido, rumiando venganza.
Escuchados sólo por sus escasos sectarios, año sobre año venían reuniéndose los anarquistas, organizados en grupos, en cada uno de los cuales había una sección armada. En sus tres periódicos, de diverso matiz, abogaban públicamente por la revolución social; declaraban, en nombre de la humanidad, la guerra a la sociedad existente; decidían la ineficacia de procurar una conversión radical por medios pacíficos, y recomendaban el uso de la dinamita, como el arma santa del desheredado, y los modos de prepararla.[…]
Entonces vino la primavera, amiga de los pobres; y sin el miedo del frío, con la fuerza que da la luz, con la esperanza de cubrir con los ahorros del invierno las primeras hambres, decidió un millón de obreros, repartidos por toda la república, demandar a las fábricas que, en cumplimiento de la ley desobedecida, no excediese el trabajo de las ocho horas legales. ¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche; véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y lívidas las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol!
En Chicago, adolorido y colérico, segura de la resistencia que provocaba con sus alardes, alistado el fusil de motín, la policía, y, no con la calma de la ley, sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo.
Los obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su derecho, volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a los que magullados por la porra o atravesados por la bala policial, resolvieron, con la mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque hierro a hierro.
Llegó marzo. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de los Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las fábricas. El cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajaran, mugían desatendidos en los corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban, en el silencio terrible, los elevadores de granos que como hilera de gigantes vigilan el río. Pero en aquella sorda calma, como el oriflama triunfante del poder industrial que vence al fin en todas las contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas por obreros a quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus hermanos, un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se acurrucaba sobre el cielo azul.[…]
Se reunieron en número de cincuenta mil, con sus mujeres y sus hijos, a oír a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no estaba la tribuna, como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de sus recodos, por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado del convite impreso las palabras: «Trabajadores, a las armas», habló de la injuria con cáustica elocuencia, mas no de modo que sus oyentes perdieran el sentido, sino tratando con singular moderación de fortalecer sus ánimos para las reformas necesarias: «¿Es esto Alemania, o Rusia, o España?» decía Spies. Parsons, en los instantes mismos en que el corregidor presenciaba la junta sin interrumpirla, declamó, sujeto por la ocasión grave y lo vasto del concurso, uno de sus editoriales cien veces impunemente publicados. Y en el instante en que Fielden preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo acabar en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, nótase que la multitud se arremolina; que la policía, con fuerza de ciento ochenta, viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna: intima la dispersión; no cejan pronto los trabajadores; «¿qué hemos hecho contra la paz?» dice Fielden saltando del carro; rompe la policía el fuego.
Y entonces se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, unos sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire. Repuesta la policía, con valor sobrehumano, salta por sobre sus compañeros a bala graneada contra los trabajadores que le resisten: «¡huimos sin disparar un tiro!» dicen unos; «apenas intentamos resistir», dicen otros; «nos recibieron a fuego raso», dice la policía. Y pocos instantes después no había en el recodo funesto más que camillas, pólvora y humo. Por zaguanes y sótanos escondían otra vez los obreros a sus muertos. De los policías, uno muere en la plaza: otro, que lleva la mano entera metida en la herida, la saca para mandar a su mujer su último aliento; otro, que sigue a pie, va agujereado de pies a cabeza; y los pedazos de la bomba de dinamita, al rasar la carne, la habían rebanado como un cincel.[…]
La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso, pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre la mesa de almorzar, la imagen de los policías despedazados por la bomba; describe sus hogares desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas viudas. ¿Qué hace ese viejo gobernador, que no confirma la sentencia? ¡Quién nos defenderá mañana, cuando se alce el monstruo obrero, si la policía ve que el perdón de sus enemigos los anima a reincidir en el crimen! ¡Qué ingratitud para con la policía, no matar a esos hombres! «¡No!», grita un jefe de la policía, a Nina Van Zandt, que va con su madre a pedirle una firma de clemencia sin poder hablar del llanto. ¡Y ni una mano recoge de la pobre criatura el memorial que uno por uno, mortalmente pálida, les va presentando![…]
Salen de sus celdas al pasadizo angosto: ¿Bien? «¡Bien!»: Se dan la mano, sonríen, crecen. «¡Vamos!» El médico les había dado estimulantes: a Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia, a cada uno en su celda; les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas: les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero: les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca: ¡abajo la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del cadalso como en un teatro! Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado de cada reo, marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente: Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa: las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los que lo oyen les entra en las carnes: «La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora». Fischer dice, mientras atiende el corchete a Engel: «¡Este es el momento más feliz de mi vida!» «¡Hurra por la anarquía!» dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. «¡Hombres y mujeres de mi querida América…» empieza a decir Parsons. Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.[…]
De la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba ser de barba espesa, y de corazón grave agriado: «¡Yo no vengo a acusar ni a ese verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias a Dios en sus templos porque han muerto en la horca estos hombres, sino a los trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más nobles amigos!» La noche, y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto, dispersaron los concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y afligidos, perdíanse en la misma negra sombra: como de olas de mar venía de lejos el ruido de la muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el Arbeiter Zeitung de la noche, que al entrar en la ciudad recibió el gentío ávido: «¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin el mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!»
La Nación, 1º de enero de 1888.
De trajes vistosos era el río un día después y masa humana la Quinta Avenida, en el paseo de Domingo de Pascuas. El millonario se deja en calma pisar los talones por el tendero judío: leguas cubre la gente, que va toda de estreno, los hombres de corbata lila y clavel rojo, de gabán claro y sombrero que chispea, las mujeres con toda la gloria y pasamanería, vestidas con la chaqueta graciosa del Directorio, de botones como ruedas y adornos de Cachemira, cuando no de oro y plata. Perla y verde son los colores en boga, con gorros como de húsar, o sombreros a que sólo las conchas hacen falta, para ir bien con la capa peregrina. A la una se junta con el de las aceras, el gentío de seda y flores que cantaba los himnos en las iglesias protestantes, y oía en la catedral la misa de Cherubini. Ya es ahogo el paseo, y los coches se llevan a las jóvenes desmayadas. Los vestidos cargados van levantando envidias, saludando a medias a los trajes lisos, ostentando su precio. Sobre los guantes llevan brazaletes, y a la cintura cadenas de plata, con muchos pomos y dijes. Se ve que va desapareciendo el ojo azul, y que el ojo hebreo invade. Abunda la mujer gruesa. Hay pocas altas.
Pero en la avenida de al lado es donde se alegra el corazón, en la Sexta Avenida: ¿qué importa que los galanes lleven un poco exagerada la elegancia, los botines de charol con polaina amarilla, los cuadros del pantalón como para jugar al ajedrez, el chaqué muy ceñido por la cintura y con las solapas como hojas de flor, y el guante sacando los dedos colorados por entre la solapa y el chaleco? ¿Qué importa que a sus mujeres les parezca poco toda la riqueza de la tienda, y carguen túnica morada sobre saya roja, o traje violeta y mantón negro y amarillo? Los padres de estos petimetres y maravillosas, de estos mozos que se dan con el sombrero en la cintura para saludar y de estas beldades de labios gruesos, de cara negra, de pelo lanudo, eran los que hace veinticinco años, con la cotonada tinta en sangre y la piel cebreada por los latigazos, sembraban a la vez en la tierra el arroz y las lágrimas, y llenaban temblando los cestos de algodón. Miles de negros prósperos viven en los alrededores de la Sexta Avenida. Aman sin miedo; levantan familias y fortunas; debaten y publican; cambian su tipo físico con el cambio del alma: da gusto ver cómo saludan a sus viejos, cómo llevan los viejos la barba y la levita, con qué extremos de cortesía se despiden en las esquinas las enamoradas y los galanes: comentan el sermón de su pastor, los sucesos de la logia, las ganancias de sus abogados, el triunfo del estudiante negro, a quien acaba de dar primer premio la Escuela de Medicina: todos los sombreros se levantan a la vez, al aparecer un coche rico, para saludar a uno de sus médicos que pasa.
Y a esa misma hora, en las llanuras desiertas, los colonos ávidos de la tierra india, esperando el mediodía del lunes para invadir la nueva Canaán, la morada antigua del pobre seminole, el país de la leche y de la miel, limpian sus rifles, oran o alborotan, y no se oye en aquella frontera viva, sujeta sólo por la tropa vigilante, más que el grito de saludo del miserable que empieza a ser dueño, del especulador que ve espumas de oro, del pícaro que saca su ganancia del vicio y de la muerte. ¿Quién llegará primero? ¿Quién pondrá la primera estaca en los solares de la calle principal? ¿Quién tomará posesión con los tacones de su bota de los rincones fértiles? Leguas de carros; turbas de jinetes; descargas a cielo abierto; cantos y rogativas; tabernas y casas de poliandria; un ataúd, y detrás una mujer y un niño; por los cuatro confines rodean la tierra libre los colonos; se oye como un alarido: «¡Oklahoma! ¡Oklahoma!»[…]
Bajan de los caminos más remotos, pueblos de inmigrantes, en montones, en hileras, en cabalgatas, en nubes. De entre cuatro masas vivas, sin más valla que las ancas de la tropa montada, se levanta la tierra silenciosa, nueva, verde, con sus yerbales y sus cerros. Por entre las ancas miran ojos que arden. Así se ha poblado acá la soledad, y se ha levantado la maravilla de los Estados Unidos.
Y en los días cercanos al de la entrada libre, como cuando se muda una nación, eran campamento en marcha las leguas del contorno, sin miedo al sol ni a la noche, ni a la muerte, ni a la lluvia. De los bordes de la tierra famosa han ido echando sobre ella ferrocarriles, y se han erguido en sus fronteras poblaciones rivales, última estación de las caravanas que vienen de lejos; de las cuadrillas de jinetes que traen en los dientes la baraja, la pistola al disparar, y la bribona a la grupa; de las romerías de soldados licenciados, de campesinos, de viejos, de viudas.
Arkansas City ha arrancado los toldos de sus casas para hacer literas a los inmigrantes, tiene mellados los serruchos de tanto cortar bancos y mesas de primera hora, no encuentra leche que vender a las peregrinas que salen a buscarla del carro donde el marido cuida los enseres de la felicidad, la tienda, la estufa, el arado, las estacas que han de decir que ellos llegaron primero, y nadie les toque su terruño; setenta y cinco vagones tiene Arkansas City entre cercas para llevar a Guthrie el gentío que bulle en las calles, pide limosna, echa el licor por los ojos, hace compras para revender, calcula la ganancia en los cambios de mano de la tierra. En otra población, en Oklahoma City, se vende ya a dos pesos el acre que aún no se tiene, contando con que va por delante el jinete que lo ha de ocupar, el jinete hábil y asesino. En Pureen la noche es día, no hay hombre sin mujer, andan sueltos mil vaqueros tejanos, se oyen pistoletazos y carcajadas roncas: ¡ah, si esos casadotes de las carretas se les ponen en el camino! ¡para el que tenga el mejor rifle ha de ser la mejor tierra! «¡Si me ponen un niño delante, Enriqueta, te lo traigo de beefsteak!» Y duermen sobre sus náuseas.[…]
Y a las doce, al otro día, todo el mundo en pie, todo el mundo en silencio, cuarenta mil seres humanos en silencio. Los de a caballo, tendidos sobre el cuello. Los de carro, de pie en el pescante, cogidas las riendas. Los de animales infelices, atrás, para que no los atropellen. Se oye el latigazo con que el caballo espanta la mariposa que le molesta. Suena el clarín, se pliega la caballería, y por los cuatro confines a la vez se derrama, estribo a estribo, rueda a rueda, sin injuriarse, sin hablarse, con los ojos fijos en el cielo seco, aquel torrente de hombres. Por Tejas, los jinetes desbocados, disparando los rifles, de pie sobre los estribos, vitoreando con frenesí, azotando el caballo con los sombreros. De enfrente los ponies, los ponies de Pureen, pegados anca a anca, sin ceder uno el puesto, sin sacarse una cabeza. De Kansas, a escape, los carros poderosos, rebotados y tronando, mordiéndole la cola a los jinetes. Páranse, desuncen los caballos, dejan el carro con la mujer, ensillan, y de un salto le sacan a los jinetes la delantera. Riéganse por el valle.
Se pierden detrás de los cerros, reaparecen, se vuelven a perder, echan pie a tierra tres a un tiempo sobre el mismo acre, y se encaran, con muerte en los ojos. Otro enfrena de súbito su animal, se apea, y clava en el suelo su cuchillo. Los carros van parándose, y vaciando en la pradera, donde el padre pone las estacas, la carga escondida, la mujer y los hijos. No bajan, se descuelgan. Se revuelcan los hijos en el yerbal, los caballos relinchan y enroscan la cola, la madre da voces de un lado para otro, con los brazos en alto. No se quiere ir de un acre el que vino después; y el rival le descarga en la cara el fusil, sigue estacando, da con el pie al muerto que cae en la línea. No se ven los de a caballo, dispersos por el horizonte. Sigue entrando el torrente.[…]
Llegan: se echan por las ventanas: ruedan unos sobre los otros: caen juntos hombres y mujeres: ¡a la oficina, a tomar turno! ¡al campo, a tomar posesión! Pero los primeros en llegar hallan con asombro la ciudad medida, trazada, ocupada, cien inscripciones en la oficina, hombres que desbrozan la tierra, con el rifle a la espalda y el puñal al cinto. Corre el grito de traición. ¡La tropa ha engañado! ¡La tropa ha permitido que se escondiesen sus amigos en los matorrales! ¡Estos son los delegados del juez, que no pueden tomar tierra, y la han tomado! «De debajo de la tierra empezó a salir la gente a las doce en punto», dicen en la oficina. ¡A lo que queda! ¡Unos traen un letrero que dice: «Banco de Guthrie», y lo clavan a dos millas de la estación, cuando venían a clavarlo enfrente. Otro se echa de bruces sobre un lote, para ocuparlo con mejor derecho que el que sólo está de pie sobre él. Uno vende en cinco pesos un lote de esquina. ¿Pero cómo, en veinticinco minutos, hay esquinas, hay avenidas, hay calles, hay plazas? Se susurra, se sabe: hubo traición. Los favorecidos, los del matorral, los que «salieron de debajo de la tierra», los que entraron so capa de delegados del juez y empleados del ferrocarril, celebraron su junta a las diez, cuando no había por la ley tierra donde juntarse, y demarcaron la ciudad, trazaron las calles y solares, se repartieron las primicias de los lotes, cubrieron a las dos en punto el libro de Registros con sus inscripciones privilegiadas. Los abogados de levita y revólver, andan solicitando pleitos. «¿Para qué, para que se queden los abogados con la tierra?»
Los banqueros van ofreciendo anticipos a los ocupantes con hipoteca de su posesión. Vienen los de la pradera, en el caballo que se cae de rodillas, a declarar su título. En hilera, de dos en dos, se apiñan a la puerta los que se inscriben, antes de salir, para que conste su demanda y sea suya una de las secciones libres. Ese es un modo de obtener la tierra, y otros el más seguro y expuesto, es ocuparla, dar prenda de ocupación, estacar, desbrozar, cercar, plantar el carro y la tienda. «¡Al banco de Oklahoma!» dice en una tienda grande. «¡Al primer hotel de Guthrie!» «¡Aquí se venden rifles!» «¡Agua, a real el vaso!» «¡Pan, a peso la libra!» Tiendas por todas partes, con banderolas, con letreros, con mesas de tusar, con banjos y violines a la puerta. «¡El Herald de Oklahoma con la cita para las elecciones del Ayuntamiento!» A las cuatro es la junta, y asisten diez mil hombres. A las cinco, el Herald de Oklahoma da un alcance, con la lista de los electos.
Pasean por la multitud los hombres-anuncios, con nombres de carpinteros, de ferreteros, de agrimensores a la espalda. En el piso no se ve la tierra, de las tarjetas de anuncios. Cuando cierra la noche, la estación roja del ferrocarril es una ciudad viva. Cuarenta mil criaturas duermen en el desierto. Un rumor, como de oleaje, viene de la pradera.
Las sombras negras de los que pasan se dibujan, al resplandor de los fuegos, en las tiendas. En la oficina de registrar, no se apaga la luz. Resuena toda la noche el golpe del martillo.
La Opinión Pública, 1889.
Es mañana de otoño, clara y alegre. El sol amable calienta y conforta. Agólpase la gente a la puerta del tranvía del puente de Brooklyn: que ya corre el tranvía y toda la ciudad quiere ir por él.
Suben a saltos la escalera de granito y repletan de masa humana los andenes. ¡Parece como que se ha entrado en casa de gigantes y que se ve ir y venir por todas parles a la dueña de la casa!
Bajo el amplio techado se canta este poema. La dama es una linda locomotora en traje negro. Avanza, recibe, saluda, lleva a su asiento al huésped, corre a buscar otro, déjalo en nuevo sitio, adelántase a saludar a aquel que llega. No pasa de los dinteles de la puerta. Gira: torna: entrega: va a diestra y a siniestra: no reposa un instante. Dan deseos, al verla venir, campaneando alegremente, de ir a darle la mano. Como que se la ve tan avisada y diligente, tan útil y animosa, tan pizpireta y gentil, se siente amistad humana por la linda locomotora. Viendo a tantas cabecillas menudas de hombres asomados al borde del ancho salón donde la dama colosal deja y toma carros, y revolotea, como rabelaisiana mariposa, entre rieles, andenes y casillas. Dijérase que los tiempos se han trocado y que los liliputienses han venido a hacer visita a Gulliver.
Los carros que atraviesan al puente de Brooklyn vienen de New York, traídos por la cuerda movible que entre los rieles se desliza velozmente por sobre ruedas de hierro, y, desde las seis de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente, jamás para. Pero donde empieza la colosal estación, el carro suelta la cuerda que ha venido arrastrándolo, y se detiene. La locomotora, que va y viene como ardilla de hierro, parte a buscarlo. Como que mueve el andar su campana sonora, parece que habla. Llega al carro, lo unce a su zaga; arranca con él, estación adentro, hasta el vecino chucho; llévalo, ya sobre otros rieles, con gran son de campana vocinglera, hasta la salida de la estación, donde abordan el carro, ganosos de contar el nuevo viaje, centenares de pasajeros. Y allá va la coqueta de la casa en busca de otro carro, que del lado contiguo deja su carga de transeúntes neoyorquinos.
Abre el carro los grifos complicados que salen de debajo de su pavimento; muerde con ellos la cuerda rodante, y ésta lo arrebata a paso de tren, por entre ambas calzadas de carruajes del puente; por junto a los millares de curiosos, que en el camino central de a pie miran absortos; por sobre las casas altas y vastos talleres, que como enormes juguetes se ven allá en lo hondo; arrastra la cuerda al carro por sobre la armazón del ferrocarril elevado, que parece fábrica de niños; por sobre los largos muelles, que parecen siempre abiertas fauces; por sobre los topes de los mástiles; por sobre el río turbio y solemne, que corre abajo, como por cauce abierto en un abismo; por entre las entrañas solitarias del puente magnifico, gran trenzado de hierro, bosque extenso de barras y puntales, suspendido en longitud de media legua, de borde a borde de las aguas. ¡Y el vapor, que parece botecillo! ¡Y el botecillo, que parece mosca! ¡Y el silencio, cual si entrase en celestial espacio! ¡Y la palabra humana, palpitante en los hilos numerosos de enredados telégrafos, serpeando, recodeando, hendiendo la acerada y colgante maleza, que sustenta por encima del agua vencida sus carros volantes!
Y cuando se sale al fin al nivel de las calzadas del puente, del lado de New York, no se siente que se llega, sino que se desciende.
Y se cierran involuntariamente los ojos, como si no quisiera dejarse de ver la maravilla.
La América, Octubre de 1883.
En Gettysburg hubo el 4 de Julio una procesión magna. Es necesario verla pasar. Mojiganga parece junto a ella la del jubileo de Victoria, que aquí han festejado escandalosamente los anglómanos, cantando, puestos en pie, himnos «a nuestra muy amada reina», mientras en un templo vecino, colgado de luto, se celebraban honras fúnebres por los irlandeses muertos en el destierro, en las prisiones o en el cadalso, por recobrar de Inglaterra su ley perdida. La procesión de Gettysburg bien pudiera escribirse, sencilla como fue, con coronas y palmas. Sólo acá ha habido hasta ahora estas cosas, porque acá es donde hasta ahora ha lucido la razón más libre.
El hombre lleva en sí lo que lo pierde, que es el interés, y lo que lo redime, que es el sentimiento. Trabaja inútilmente, porque será vencida, esa generación pueril de filoclastas que anda, por esclavitud de la moda, con traje de cinismo.
La inteligencia tiene sus petimetres, que son los que toman a pechos cualquier novedad que sale de las sastrerías, y sus verdaderos elegantes, que son los que llevan sus vestidos de modo que siempre están bien, porque no acatan ninguna exageración y siguen la gracia natural del cuerpo. ¡Mal va un hombre cuando no le da un vuelco el corazón al leer o presenciar un acto heroico!
La procesión fue al campo de batalla. Hay por sus cercanías una fonda que apropiadamente se llama «del Águila», porque por allí fue la carga del confederado Pickett, donde los hombres volvieron a ser dioses, y por allí dijo Lincoln aquel discurso que parece celeste, el día de la consagración del cementerio.
En los días anteriores, los veteranos de ambos ejércitos, el del Norte y el del Sur, habían tenido fiestas; y ahora, con la luz fresca de la mañana, iban a visitar juntos, por última vez, el campo que se disputaron puño a puño: porque en aquel combate, donde empezó a caer la Confederación, llegó la muerte al cielo. ¿Quién no recuerda las esperanzas de Lee; la arrebatada carga de los grises; su encuentro con los federales en medio de la loma, barba a barba; su desastre grandioso y melancólico, su general, rondando solitario, con algo sobre el rostro parecido a la divinidad que da la muerte, entre los pozos llenos de cadáveres, y los heridos, que contenían sus quejas al verlo pasar, mientras brillaba con su piadosa luz la luna?[…]
De la fonda del Águila salió la procesión en cien carruajes: en uno cuatro mancos, en otro los que tenían el cráneo remendado con láminas de plata; en otro el general Webb, de porte patriarcal, a quien llevó aquel día el brazo derecho una bala de cañón; en el primer carruaje, la viuda del general confederado, de angélica belleza, que mandó, sobre la loma del cementerio que parecía cráter hirviente, aquella terrible carga: iba la viuda del general Pickett en el primer carruaje, con su hijo y con la esposa de uno de los jefes federales, del mismo que cerró su gente, más compacta que el muro, y resistió, sin perder pie, al héroe del Sur.
Dijérase que crecía aquel escenario a la vista de los que lo han hecho famoso. «¿Y mi brazo perdido?» «¿Y el hueso de mi barba?» «¿Y mi hermano?»
Iban todos en silencio. De vez en cuando, reunidos los adversarios en el mismo coche, también en silencio se daban las manos: a su vista los cerros, la cumbre del cementerio, el pozo de Menchey, el muro de piedra, el Golpe de árboles.
¿Qué himnos podría tocar allí la banda, al bajar de los coches, cerca del puesto donde habló Lincoln, aquellas viudas, huérfanos e inválidos? ¡Los himnos de los dos ejércitos tocó la banda, mezclados! y cuando, al disponerse los veteranos a recorrer el campo de pelea, la música, como recogiendo el alma de ambos himnos, entonó el Yankee Doodle, a la vez, sin previo acuerdo, prorrumpieron en su ¡hurrah! los del Norte y los del Sur en el alarido con que entraban en batalla. Y siguieron, brazo en brazo, al punto donde Pickett formó su infantería, para atacar con inútil valor, la masa inmóvil de sus contrarios. Delante iba en el coche la viuda de Pickett. Doscientos de los soldados de su esposo, que seguían tras ella, allí quisieron tributarle honor, que recibió llorando: luego, uno a uno, cabeza descubierta, fueron pasando ante ella los soldados vencedores.
Reconocieron sus puestos, conversando en paz en los lugares mismos donde chocaron con espíritu de muerte: imitaron la batalla: pasaron lista, como cuando estaban en servicio: recogió la viuda algunas margaritas y granos de trébol, que distribuyó luego, en memoria del día, entre federales y confederados. ¿Qué impulso, al mismo tiempo, lleva a unos y otros al muro de piedra, donde la pelea fue resplandeciente y bárbara? Corren; suben sobre las piedras, unos de un lado y otros de otro; y a la vez se tienden por encima del muro las dos manos: Hurra sobre hurra ondeaba por el aire. La viuda y su hijo lloraban abrazados
¿Por qué, ese mismo día, cuando en juegos sencillos y oficios patrióticos se regocijaban los pueblos más humildes; cuando ante el estrado improvisado sobre el césped, se congregaban las ávidas aldeas a oír leer a su pastor la declaración de independencia, y hablar sabiduría al viejo del lugar, rodeado de montañas; cuando en los ríos todo era regatas, en los vapores músicas y baile, en las iglesias la campana a vuelo, en los topes y mástiles banderas, en las ciudades humo, ceremonias, fuegos y paradas, adelantaba cautelosamente, por el bosque rayano de un pueblo del Sur, una procesión sombría? ¿Qué guerra hay que van armados? Llevan la carabina calzada en el arzón, como para no perder tiempo al caer sobre el enemigo. Bandidos parecen, pero son el alcalde y su patrulla, que vienen a matar a los negros de Oak Ridge, en castigo de que un negro de allí vive en amor con una blanca.
¿Que han de hacer los negros, perseguidos por todas partes en el Sur del mismo modo, expulsados hoy mismo de la orilla del mar en un poblado religioso del Norte porque los cristianos que van allí a adorar a Dios se enojan de verlos, más que apretar como aprietan, la línea de raza, negarse a recibir del blanco, como antes recibían, la religión y la ciencia, levantar seminarios de negros y colegios de negros, prepararse a vivir fuera de la comunión humana, esquivados y perseguidos en el país donde nacieron? Harto lucen ya, en estos hijos de padres desgraciados por la esclavitud, el carácter e inteligencia del hombre libre. ¡Se les debe, por supuesto que se les debe, reparación por la ofensa; y en vez de levantarlos de la miseria a que se les echó, para quitarles su apariencia antipática y mísera, válense de esta apariencia que criminalmente les dieron para rehusarles el trato con el hombre!
Y crecen: porque los ignorantes y los pobres, privados de los goces finos del espíritu, son padres fecundos. Compran haciendas y casas; fundan bancos; levantan credo propio y universidad propia; se fortifican en sus pueblos: se defienden, como los infelices de Oak Ridge, con el arma al brazo: todos los días ya hay en el Sur esos ataques y defensas.
Llegó el alcalde al pueblo: intimó rendición a los habitantes: le contestó la pólvora: hubo de un lado y otro muertos: se desbandaron los negros vencidos: cuatro quedaron sobre el campo, y a ocho les dieron muerte sin proceso, en la horca. ¿Al alcalde quién lo castigará, si él es la ley?
Para otra cacería estará limpiando el rifle.
No en balde se nota en el lenguaje de los negros cultos un dejo de desolación que mueve a echarles los brazos: suelen hablar ásperamente, como se habla en campaña: los hijos nacen más determinados que los padres: leen los libros del sueco Swedenborg, que en lengua que parece red de fuego pinta el advenimiento de una nueva cristiandad: acaudalan, como los judíos, porque la riqueza es al fin una patria, cuando no se la tiene propia: ¡les luce ya en los ojos aquella súplica desgarradora, que ni cesa ni duerme, por donde revelan su agonía los desterrados!
Es el albor de un problema formidable.
La Nación, 16 de agosto de 1887.
Ya se había visto colgando su nido en una araucaria del Parque Central la primera oropéndola; ya cubría los álamos desnudos el vello primaveral, y en el castaño tempranero, como vecinitas parlanchinas que sacan la cabeza arrebujada después de la tormenta, asomaban las hojas; ya advertidos por el piar de los pájaros de la llegada del sol, salían los arroyos de su capa de hielo para verlo pasar; ya el invierno, vencido por las flores, huía bufando y desataba tras de sí, como para amparar su fuga, el mes de los vientos; ya se veían por las calles de Nueva York los primeros sombreros de pajilla y los trajes de Pascua, dichosos y alegres, cuando al abrir los ojos la ciudad, sacudida por el fragor del huracán, se halló muda, desierta, amortajada, hundida bajo la nieve.[…]
En todo el siglo no ha visto Nueva York temporal semejante al del día trece de marzo. El domingo anterior había sido de lluvia, y el escritor insomne, el vendedor de papeletas en las estaciones del ferrocarril, el lechero que a la madrugada visita las casas dormidas en su carro alado, pudieron oír enroscando el látigo furioso en las chimeneas, como sacudiéndolo con mano creciente contra techados y paredes, el viento que había bajado sobre la ciudad, y levantaba sus techos, derribaba a su paso persianas y balcones, envolvía y se llevaba los árboles, mugía, como cogido en emboscada, al despeñarse por las calles estrechas. Los hilos de luz eléctrica, quebrados a su paso, chisporroteaban y morían. Descogía de los postes del telégrafo los alambres que lo han igualado tantas veces. Y cuando debió subir el sol no se le pudo ver: porque, como si pasase un ejército en fuga, con sus escuadrones, con sus cureñas, con su infantería arrollada, con sus inolvidables gritos, con su pánico, así, ante los cristales turbios, la nieve arremolinada pasaba, pasaba sin cesar, pasó durante todo el día, pasó durante toda la noche. El hombre no se dejó domar por ella. Salió a desafiarla.[…]
Y ¿a qué tanta fatiga si no hay apenas tienda abierta, si se ha rendido la ciudad, arrinconada como un topo en su cueva, si al llegar a sus fábricas y oficinas encontrarán cerradas las puertas de hierro? Sólo la piedad del vecindario, o el poder del dinero, o la casualidad feliz de vivir en la vía del único tren que por un lado de la ciudad, bregando valeroso, se arrastra de hora en hora, ampararán en este día terrible a tanto empleado fiel, a tanto anciano magnífico, a tanta obrera heroica. De esquina a esquina avanzan, recalando en las puertas hasta que alguna se les abre, llamando con las manos ateridas, como con el pico llaman a los cristales los gorriones. Arrecia la ráfaga de pronto; como piedras echa contra el muro a la bandada que volaba buscando el abrigo: unas contra otras se aprietan en medio de la calle las pobres obreras, que la racha sacude y hostiga hasta ponerlas otra vez en fuga. Y mujeres y hombres se van volviendo así ciudad arriba, braceando contra el vendaval, sacándose la nieve de los ojos, amparándoselos con las manos para buscar en la borrasca su camino. ¿Hoteles? ¡Las sillas están alquiladas para camas y los cuartos de baño para alcobas! ¿Bebidas?: ni los hombres hallan ya qué beber, en las cervecerías que consumieron ya su provisión: ni las mujeres, halando ciudad arriba sus pies muertos, tienen más bebida que sus lágrimas.[…]
Más que a cualesquiera otros, convienen estas embestidas de lo desconocido a los pueblos utilitarios, en quienes como ayer se vio, las virtudes que el trabajo nutre, bastan a compensar en las horas solemnes la falta de aquellas que se debilitan con el egoísmo. ¡Qué bravos los niños, qué puntuales los trabajadores, que infelices y nobles las mujeres, qué generosos los hombres! La ciudad toda se habla en alta voz, como si tuviera miedo de quedarse sola. Los que se codean en el resto del año brutalmente, hoy se sonríen, se cuentan sus riesgos mortales, se dan las señas de sus casas, acompañan largo trecho a sus nuevos amigos. Las plazas son montes de nieves, donde como recamo de plata lucen ya al primer sol los encajes de hielo prendidos a las ramas de los árboles.
Casas de nieve se levantan sobre los techos de las casas, donde el gorrión alegre cava nidos frágiles. Amedrenta y asombra, como si se abriese de súbito en flores de sangre un sudario, esta ciudad de nieve, con sus casas rojas. Publican y contemplan el estrago los postes del telégrafo, con sus alambres enroscados y caídos, como cabezas desgreñadas. La ciudad resucita, sepulta los cadáveres, y echa atrás la nieve, a pecho de caballo, a pecho de hombre, a pecho de locomotora, a bocanadas de agua hirviendo, con palas, con estribos, con fogatas. Pero se siente una humildad inmensa, y una bondad súbita, como si la mano del que se ha de temer se hubiera posado a la vez sobre todos los hombres.
La Nación, 27 de abril de 1888.
LA VERDAD SOBRE LOS ESTADOS UNIDOS
Es preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos. Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se han de esconder sus faltas, o pregonarlas como virtudes. No hay razas: no hay más que modificaciones diversas del hombre, en los detalles de hábito y formas que no les cambian lo idéntico y esencial, según las condiciones de clima e historia en que viva. Es de hombres de prólogo y superficie, que no hayan hundido los brazos en las entrañas humanas, que no vean desde la altura imparcial hervir en igual horno las naciones, que en el huevo y tejido de todas ellas no hallen el mismo permanente duelo del desinterés constructor y el odio inicuo, el entretenimiento de hallar variedad sustancial entre el egoísta sajón y el egoísta latino, el sajón generoso o el latino generoso, el latino burómano o el burómano sajón: de virtudes y defectos son capaces por igual latinos y sajones. Lo que varía es la consecuencia peculiar de la distinta agrupación histórica: en un pueblo de ingleses y holandeses y alemanes afines, cualesquiera que sean los disturbios, mortales tal vez, que les acarree el divorcio original del señorío y la llaneza que a un tiempo lo fundaron, y la hostilidad inevitable, y en la especie humana indígena, de la codicia y vanidad que crean las aristocracias contra el derecho y la abnegación que se les revelan, no puede producirse la confusión de hábitos políticos y la revuelta hornalla de los pueblos en que la necesidad del conquistador dejó viva la población natural, espantada y diversa, a que aún cierra el paso con parricida ceguedad la casta privilegiada que engendró en ella el europeo. Una nación de mocetones del Norte, hechos de siglos atrás al mar y a la nieve, y a la hombría favorecida por la perenne defensa de las libertades locales, no puede ser como una isla del trópico, fácil y sonriente, donde trabajan por su ajuste, bajo un gobierno que es como piratería política, la excrecencia famélica de un pueblo europeo, soldadesco y retrasado, los descendientes de esta tribu áspera e inculta, divididos por el odio de la docilidad acomodaticia a la virtud rebelde, y los africanos pujantes y sencillos, o envilecidos y rencorosos, que de una espantable esclavitud y una sublime guerra han entrado a la conciudadanía con los que los compraron y los vendieron, y, gracias a los muertos de la guerra sublime, saludan hoy como a igual al que hacían ayer bailar a latigazos. En lo que se ha de ver si sajones y latinos son distintos, y en lo que únicamente se les puede comparar, es en aquello en que les hayan rodeado condiciones comunes; y es un hecho que en los Estados del Sur de la Unión Americana, donde hubo esclavos negros, el carácter dominante es tan soberbio, tan perezoso, tan inclemente, tan desvalido, como pudiera ser, en consecuencia de la esclavitud, el de los hijos de Cuba. Es de supina ignorancia, y de ligereza infantil y punible, hablar de los Estados Unidos y de las conquistas reales o aparentes de una comarca suya o grupo de ellas, como de una nación total e igual, de libertad unánime y de conquistas definitivas: semejantes Estados Unidos son una ilusión o una superchería. De las covachas de Dakota, y la nación que por allá va alzándose, bárbara y viril, hay todo un mundo a las ciudades del Este, arrellanadas, privilegiadas, encastadas, sensuales, injustas. Hay un mundo, con sus casas de cantería y libertad señorial, del Norte de Shenectady a la estación zancuda y lúgubre del Sur de Petersburg, del pueblo limpio e interesado del Norte, a la tienda de holgazanes, sentados en el coro de barriles, de los pueblos coléricos, paupérrimos, descascarados, agrios, grises, del Sur. Lo que ha de observar el hombre honrado es precisamente que no sólo no han podido fundirse, en tres siglos de vida común, o uno de ocupación política, los elementos de origen y tendencia diversos con que se crearon los Estados Unidos, sino que la comunidad forzosa exacerba y acentúa sus diferencias primarias, y convierte la federación innatural en un estado, áspero, de violenta conquista. Es de gente menor, y de la envidia incapaz y roedora, el picar puntos a la grandeza patente, y negarla en redondo, por uno u otro lunar, o empinársele de agorero, como quien quita una mota al Sol. Pero no augura, sino certifica, el que observa cómo en los Estados Unidos, en vez de apretarse las causas de unión, se aflojan; en vez de resolverse los problemas de la humanidad, se reproducen; en vez de amalgamarse en la política nacional las localidades, la dividen y la enconan; en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia, y renacen, amenazantes, el odio y la miseria. Y no cumple con su deber quien lo calla, sino quien lo dice. Ni con el deber de hombre cumple, de conocer la verdad y esparcirla, ni con el deber de buen americano, que sólo ve seguras la gloria y paz del continente en el desarrollo franco y libre de sus distintas entidades naturales; ni con su deber de hijo de nuestra América, para que por ignorancia, o deslumbramiento, o impaciencia no caigan los pueblos de casta española al consejo de la toga remilgada y el interés asustadizo, en la servidumbre inmoral y enervante de una civilización dañada y ajena. Es preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos.
Lo malo se ha de aborrecer, aunque sea nuestro; y aun cuando no lo sea. Lo bueno no se ha de desamar sólo porque no sea nuestro. Pero es aspiración irracional y nula, cobarde aspiración de gente segundona e ineficaz, la de llegar a la firmeza de un pueblo extraño por vías distintas de las que llevaron a la seguridad y al orden al pueblo envidiado; por el esfuerzo propio y por la adaptación de la libertad humana a las formas requeridas por la constitución peculiar del país. En unos es el excesivo amor al Norte la expresión, explicable e imprudente, de un deseo de progreso tan vivaz y fogoso, que no ve que las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen, y que al recién nacido no se le da la sazón de la madurez porque se le cuelguen al rostro blando los bigotes y patillas de la edad mayor. Monstruos se crean así, y no pueblos: hay que vivir de sí y sudar la calentura. En otros la yanquimanía es inocente fruto de uno y otro saltito de placer, como quien juzga de las entrañas de una casa, y de las almas que en ella ruegan o fallecen, por la sonrisa y lujo del salón de recibir, o por la champaña y el clavel de la mesa del convite; padézcase; carézcase; trabájese; ámese, y en vano; estúdiese, con el valor y libertad de sí; vélese, con los pobres; llórese, con los miserables; ódiese, la brutalidad de la riqueza; vívase, en el palacio y en la ciudadela, en el salón de la escuela y en sus zaguanes, en el palco del teatro, de jaspes y oro, y en los bastidores, fríos y desnudos; y así se podrá opinar, con asomos de razón, sobre la república autoritaria y codiciosa, y la sensualidad creciente de los Estados Unidos. En otros póstumos enclenques del dandismo literario del segundo imperio, o escépticos postizos bajo cuya máscara de indiferencia suele latir un corazón de oro, la moda es el desdén, y más, de lo nativo; y no les parece que haya elegancia mayor que la de beberle al extranjero los pantalones y las ideas, e ir por el mundo erguido, como el faldero acariciado, el pompón de la cola. En otros es como sutil aristocracia, con la que, amando en público lo rubio como propio y natural, intentan encubrir el origen que tienen por mestizo y humilde, sin ver que fue siempre entre hombres señal de bastardía el andar tildando de ella a los demás, y no hay denuncia más segura del pecado de una mujer que el alardear de desprecio a las pecadoras. Sea la causa cualquiera, impaciencia de la libertad o miedo de ella, pereza moral o aristocracia risible, idealismo político o ingenuidad recién llegada, es cierto que conviene, y aun urge, poner delante de nuestra América la verdad toda americana, de lo sajón como de lo latino, a fin de que la fe excesiva en la virtud ajena no nos debilite, en nuestra época de fundación, con la desconfianza inmotivada y funesta de lo propio. En una sola guerra, en la de secesión, que fue más para disputarse entre Norte y Sur el predominio en la República que para abolir la esclavitud, perdieron los Estados Unidos, hijos de la práctica republicana de tres siglos en un país de elementos menos hostiles que otro alguno, más hombres que los que en tiempo igual, y con igual número de habitantes, han perdido juntas todas las repúblicas españolas de América, en la obra naturalmente lenta, y de México a Chile vencedora, de poner a flor del mundo nuevo sin más empuje que el apostolado retórico de una gloriosa minoría y el instinto popular, los pueblos remotos de núcleos distantes y de razas adversas, donde dejó el mando de España toda la rabia e hipocresía de la teocracia, y la desidia y el recelo de una prolongada servidumbre. Y es de justicia, y de legítima ciencia social, reconocer que, en relación con las facilidades del uno y los obstáculos del otro, el carácter norteamericano ha descendido desde la independencia, y es hoy menos humano y viril, mientras que el hispanoamericano, a todas luces, es superior hoy, a pesar de sus confusiones y fatigas, a lo que era cuando empezó a surgir de la masa revuelta de clérigos logreros, imperitos ideólogos e ignorantes o silvestres indios. Y para ayudar al conocimiento de la realidad política de América, y acompañar o corregir, con la fuerza serena del hecho, el encomio inconsultoy, en lo excesivo, perniciosode la vida política y el carácter norteamericanos, Patria inaugura, en el numero de hoy, una sección permanente de «Apuntes sobre los Estados Unidos«, donde, estrictamente traducidos de los primeros diarios del país, y sin comentario ni mudanza de la redacción, se publiquen aquellos sucesos por donde se revelen, no el crimen o la falta accidentaly en todos los pueblos posiblesen que sólo el espíritu mezquino halla cebo y contento, sino aquellas calidades de constitución que, por su constancia y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América: el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos.
Patria, 23 de marzo de 1894.