NOTA
«De América soy hijo: a ella me debo», escribió Martí al salir de Venezuela, y con devoción filial habló de ella y estuvo en su defensa; y allí mismo hizo el juramento de servir a la «revelación, sacudimiento y fundación urgente» de esas tierras que llamó, con ternura espontánea, «Madre América».
Ante la peligrosa fascinación que sentían por los Estados Unidos muchos países de habla española en este continente, y por Europa, como antes se dijo, Martí se dio a ensalzar la grandeza de los hombres y el mérito de la historia y la cultura de Hispanoamérica, y en esa tarea fue dejando mucho de su pensamiento y de su persona: al hablar del uruguayo Juan Carlos Gómez, defiende sus ideas por las que creía que «la humanidad no se redime sino por determinada cantidad de sufrimiento, y cuando unos lo esquivan, es preciso que otros lo acumulen, para que así se salven todos»; o al reprocharle el suicidio al poeta mexicano Manuel Acuña, porque el peso de la vida «se ha hecho para algo: para llevarlo; porque el sacrificio se ha hecho para merecerlo»; y advierte: «Sufre el leño su muerte, e ilumina; y ¿más cobarde que un leño, será un hombre?». Y se retrata en la elegía del venezolano Cecilio Acosta: «Postvió y previó. Amó, supo y creó… Le sedujo lo bello; le enamoró lo perfecto; se consagró a lo útil»; y en la del peruano Francisco de Paula Vigil, porque, al igual que Martí, pasó su vida «reanimando a los débiles, despertando a su pueblo, dando ejemplo con sus virtudes y dando vigor con su palabra»; y en la del uruguayo Juan Carlos Gómez, porque fue «uno de esos seres acumulados y sumos, que son como conciencias vivas de la Humanidad» y «aman por cuantos no aman».
Encabezan esta galería de egregios hispanoamericanos los héroes de la independencia, Bolívar, San Martín, Hidalgo, con sus hazañas y dignidades, y rica cosecha de axiomas, apotegmas y consejos de Martí, para fomentar el aprecio por la tierra nativa y afirmarse en lo propio, y no pecar de extravío con la doctrina importada o la ajena costumbre; y para recordarle al mundo, pensando en su patria, Cuba, y en la mayor, las repúblicas hispanoamericanas, que Bolívar está en el cielo de América, «vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies… calzadas aún las botas de campaña, porque lo que no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía».
(Discurso en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, de Nueva York, el 28 de octubre de 1893).
Señoras, señores:
Con la frente contrita de los americanos que no han podido entrar aún en América; con el sereno conocimiento del puesto y valer reales del gran caraqueño en la obra espontánea y múltiple de la emancipación americana; con el asombro y reverencia de quien ve aún ante sí, demandándole la cuota, a aquél que fue como el samán de sus llanuras, en la pompa y generosidad, y como los ríos que caen atormentados de las cumbres, y como los peñascos que vienen ardiendo, con luz y fragor, de las entrañas de la tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras, menos profundo y elocuente que el de mi silencio, al que desclavó del Cuzco el gonfalón de Pizarro. Por sobre tachas y cargos, por sobre la pasión del elogio y la del denuesto, por sobre las flaquezas mismas, ápice negro en el plumón del cóndor, de aquel príncipe de la libertad, surge radioso el hombre verdadero. Quema, y arroba. Pensar en él, asomarse a su vida, leerle una arenga, verlo deshecho y jadeante en una carta de amores, es como sentirse orlado de oro el pensamiento. Su ardor fue el de nuestra redención, su lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su cúspide fue la de nuestro continente: su caída, para el corazón. Dícese Bolívar, y ya se ve delante el monte a que, más que la nieve, sirve el encapotado jinete de corona, ya el pantano en que se revuelven, con tres repúblicas en el morral, los libertadores que van a rematar la redención de un mundo. ¡Oh, no! En calma no se puede hablar de aquél que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño, y la tiranía descabezada a los pies! Ni a la justa admiración ha de tenerse miedo, porque esté de moda continua en cierta especie de hombres el desamor de lo extraordinario; ni el deseo bajo del aplauso ha de ahogar con la palabra hinchada los decretos del juicio; ni hay palabra que diga el misterio y fulgor de aquella frente cuando en el desastre de Casacoima, en la fiebre de su cuerpo y la soledad de sus ejércitos huidos, vio claros, allá en la cresta de los Andes, los caminos por donde derramaría la libertad sobre las cuencas del Perú y Bolivia. Pero cuanto dijéramos, y aun lo excesivo, estaría bien en nuestros labios esta noche, porque cuantos nos reunimos hoy aquí, somos los hijos de su espada.[…]
Hombre fue aquél en realidad extraordinario. Vivió como entre llamas, y lo era. Ama, y lo que dice es como florón de fuego. Amigo, se le muere el hombre honrado a quien quería, y manda que todo cese a su alrededor. Enclenque, en lo que anda el posta más ligero barre con un ejército naciente todo lo que hay de Tenerife a Cúcuta. Pelea, y en lo más afligido del combate, cuando se le vuelven suplicantes todos los ojos, manda que le desensillen el caballo. Escribe, y es como cuando en lo alto de una cordillera se coge y cierra de súbito la tormenta, y es bruma y lobreguez el valle todo; y a tajos abre la luz celeste la cerrazón, y cuelgan de un lado y otro las nubes por los picos, mientras en lo hondo luce el valle fresco con el primor de todos sus colores. Como los montes era él ancho en la base, con las raíces en las del mundo, y por la cumbre enhiesto y afilado, como para penetrar mejor en el cielo rebelde. Se le ve golpeando, con el sable de puño de oro, en las puertas de la gloria. Cree en el cielo, en los dioses, en los inmortales, en el dios de Colombia, en el genio de América, y en su destino. Su gloria lo circunda, inflama y arrebata. Vencer ¿no es el sello de la divinidad? ¿vencer a los hombres, a los ríos hinchados, a los volcanes, a los siglos, a la naturaleza? Siglos, ¿cómo los desharía, si no pudiera hacerlos? ¿no desata razas, no desencanta el continente, no evoca pueblos, no ha recorrido con las banderas de la redención más mundo que ningún conquistador con las de la tiranía, no habla desde el Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas en el Potosí, bajo el pabellón de Colombia picado de cóndores, una de las obras más bárbaras y tenaces de la historia humana? ¿no le acatan las ciudades, y los poderes de esta vida, y los émulos enamorados o sumisos, y los genios del orbe nuevo, y las hermosuras? Como el sol llega a creerse, por lo que deshiela y fecunda, y por lo que ilumina y abrasa. Hay senado en el cielo, y él será, sin duda, de él. Ya ve el mundo allá arriba, áureo de sol cuajado, y los asientos de la roca de la creación, y el piso de las nubes, y el techo de centellas que le recuerden, en el cruzarse y chispear, los reflejos del mediodía de Apure en los rejones de sus lanzas: y descienden de aquella altura, como dispensación paterna, la dicha y el orden sobre los humanos. ¡Y no es así el mundo, sino suma de la divinidad que asciende ensangrentada y dolorosa del sacrificio y prueba de los hombres todos! Y muere él en Santa Marta del trastorno y horror de ver hecho pedazos aquel astro suyo que creyó inmortal, en su error de confundir la gloria de ser útil, que sin cesar le crece, y es divina de veras, y corona que nadie arranca de las sienes, con el mero accidente del poder humano, merced y encargo casi siempre impuro de los que sin mérito u osadía lo anhelan para sí, o estéril triunfo de un bando sobre otro, o fiel inseguro de los intereses y pasiones, que sólo recae en el genio o la virtud en los instantes de suma angustia o pasajero pudor en que los pueblos, enternecidos por el peligro, aclaman la idea o desinterés por donde vislumbran su rescate. ¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!
Patria, 4 de noviembre de 1893.
Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial seco y tostado, que cargaba uniforme blanco y azul; se fue sobre él y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: «¡Murcia!» Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue por Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniforme de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó: pasó, solo, por Buenos Aires: murió en Francia, con su hija de la mano, en una casita llena de luz y flores. Propuso reyes a la América, preparó mañosamente con los recursos nacionales su propia gloria, retuvo la dictadura, visible o disimulada, hasta que por sus yerros se vio minado en ella, y no llegó sin duda al mérito sublime de deponer voluntariamente ante los hombres su imperio natural. Pero calentó en su cabeza criolla la idea épica que aceleró y equilibró la independencia americana.
Su sangre era de un militar leonés y de una nieta de conquistadores; nació siendo el padre gobernador de Yapeyú, a la orilla de uno de los ríos portentosos de América; aprendió a leer en la falda de los montes, criado en el pueblo como hijo del señor, la sombra de las palmas y de los urundeyes. A España se lo llevaron, a aprender baile y latín en el seminario de los nobles; y a los doce años, el niño «que reía poco» era cadete. Cuando volvió, teniente coronel español de treinta y cuatro años, a pelear contra España, no era el hombre crecido al pampero y la lluvia, en las entrañas de su país americano, sino el militar que, al calor de los recuerdos nativos, crió en las sombras de las logias de Lautaro, entre condes de Madrid y patricios juveniles, la voluntad de trabajar con plan y sistema por la independencia de América; y a las órdenes de Daoiz y frente a Napoleón aprendió de España el modo de vencerla. Peleó contra el moro, astuto y original; contra el portugués aparatoso y el francés deslumbrante. Peleó al lado del español, cuando el español peleaba con los dientes, y del inglés, que muere saludando, con todos los botones en el casaquín, de modo que no rompa el cadáver la línea de batalla. Cuando desembarca en Buenos Aires, con el sable morisco que relampagueó en Arjonilla y en Bailén y en Albuera, ni trae consigo más que la fama de su arrojo, ni pide más que «unidad y dirección», «sistema que nos salve de la anarquía», «un hombre capaz de ponerse al frente del ejército». Iba la guerra como va cuando no la mueve un plan político seguro, que es correría más que guerra, y semillero de tiranos. «No hay ejército sin oficiales. El soldado, soldado de pies a cabeza». Con Alvear, patriota ambicioso de familia influyente, llegó San Martín de España. A los ocho días le dieron a organizar el cuerpo de granaderos montados, con Alvear de sargento mayor. Deslumbra a los héroes desvalidos en las revoluciones, a los héroes incompletos que no saben poner la idea a caballo, la pericia del militar de profesión. Lo que es oficio parece genio; y el ignorante generoso confunde la práctica con la grandeza. Un capitán es general entre reclutas. San Martín estaba sobre la silla, y no había de apearse sino en el palacio de los virreyes del Perú; tomó los oficiales de entre sus amigos, y éstos de entre la gente de casta; los prácticos, no los pasaba de tenientes; los cadetes, fueron de casas próceres; los soldados, de talla y robustos; y todos, a toda hora, «¡alta la cabeza!» «¡El soldado, con la cabeza alta!»[…]
¿Quién es aquél, de uniforme recamado de oro, que pasea por la blanda Lima en su carroza de seis caballos? Es el Protector del Perú, que se proclamó por decreto propio gobernante omnímodo, fijó en el estatuto el poder de su persona y la ley política, redimió los vientres, suprimió los azotes, abolió los tormentos, erró y acertó, por boca de su apasionado ministro Monteagudo.
Es San Martín, abandonado por Cochrane, negado por sus batallones, execrado en Buenos Aires y en Chile, corrido en la «Sociedad Patriótica» cuando aplaudió el discurso del fraile que quería rey, limosnero que mandaba a Europa a un dómine a ojear un príncipe austríaco, o italiano, o portugués, para el Perú. ¿Quién es aquél, que sale, solitario y torvo, después de la entrevista titánica de Guayaquil, del baile donde Bolívar, dueño incontrastable de los ejércitos que bajan de Boyacá, barriendo al español, valsa, resplandeciente de victorias, entre damas sumisas y bulliciosos soldados? Es San Martín que convoca el primer Congreso constituyente del Perú, y se despoja ante él de su banda blanca y roja; que baja de la carroza protectoral, en el Perú revuelto contra el Protector, porque «la presencia de un militar afortunado es temible a los países nuevos, y está aburrido de oír que quiere hacerse rey»; que deja el Perú a Bolívar, «que le ganó por la mano», porque «Bolívar y él no caben en el Perú, sin un conflicto que sería escándalo del mundo, y no será San Martín el que dé un día de zambra a los maturrangos». Se despide sereno, en la sombra de la noche, de un oficial fiel; llega a Chile, con ciento veinte onzas de oro, para oír que lo aborrecen; sale a la calle en Buenos Aires, y lo silban, sin ver cómo había vuelto, por su sincera conformidad en la desgracia, a una grandeza más segura que la que en vano pretendió con la ambición.
Se vio entonces en toda su hermosura, saneado ya de la tentación y ceguera del poder, aquel carácter que cumplió uno de los designios de la Naturaleza, y había repartido por el continente el triunfo de modo que su desequilibrio no pusiese en riesgo la obra americana. Como consagrado vivía en su destierro, sin poner mano jamás en cosa de hombre, aquel que había alzado, al rayo de sus ojos, tres naciones libres. Vio en sí cómo la grandeza de los caudillos no está, aunque lo parezca, en su propia persona, sino en la medida en que sirven a la de su pueblo; y se levantan mientras van con él, y caen cuando la quieren llevar detrás de sí. Lloraba cuando veía a un amigo; legó su corazón a Buenos Aires y murió frente al mar, sereno y canoso, clavado en su sillón de brazos, con no menos majestad que el nevado de Aconcagua en el silencio de los Andes.
Álbum de El Porvenir. Nueva York, 1891
México tenía mujeres y hombres valerosos que no eran muchos, pero valían por muchos: media docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre a su país. Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal, y un cura de pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta años. Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala.
Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo dieciocho, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos, y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música, que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer los ladrillos. Le veían lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes. Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a hablar con unos cuantos valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un comandante español que los amigos de Querétaro trataban de hacer a México libre. El cura montó a caballo, con todo su pueblo. que lo quería como a su corazón; se le fueron juntando los caporales y los sirvientes de las haciendas, que eran la caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas, o con hondas y lanzas. Se le unió un regimiento y tomó un convoy de pólvora que iba para los españoles. Entró triunfante en Celaya, con músicas y vivas. Al otro día juntó el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. Él fabricó lanzas y granadas de mano. Él dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas. Él declaró libres a los negros. Él les devolvió sus tierras a los indios. Él publicó un periódico que llamó El Despertador Americano. Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. Él les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que fuese cruel. Su compañero Allende tuvo celos de él, y él le cedió el mando a Allende. Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles les cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon los tiros de muerte a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza y la colgaron en una jaula, en la Albóndiga misma de Granaditas, donde tuvo su gobierno. Enterraron los cadáveres descabezados. Pero México es libre.
La Edad de Oro, julio de 1889.
Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda; y yerta, junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres; se le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo ver morir, en lo más recio de la faena, a tan gran trabajador!
Sus manos, hechas a manejar los tiempos, eran capaces de crearlos. Para él el Universo fue casa; su Patria, aposento; la Historia, madre; y los hombres hermanos, y sus dolores, cosas de familia que le piden llanto. Él lo dio a mares. Todo el que posee en demasía una cualidad extraordinaria, lastima con tenerla a los que no la poseen; y se le tenía a mal que amase tanto. En cosas de cariño, su culpa era el exceso. Una frase suya da idea de su modo de querer: «oprimir a agasajos». Él, que pensaba como profeta, amaba como mujer. Quien se da a los hombres es devorado por ellos, y él se dio entero; pero es ley maravillosa de la naturaleza que sólo esté completo el que se da; y no se empieza a poseer la vida hasta que no vaciamos sin reparo y sin tasa, en bien de los demás, la nuestra. Negó muchas veces su defensa a los poderosos; no a los tristes. A sus ojos, el más débil era el más amable. Y el necesitado, era su dueño. Cuando tenía que dar, lo daba todo; y cuando nada ya tenía, daba amor y libros. ¡Cuánta memoria famosa de altos cuerpos del Estado pasa como de otro y es memoria suya! ¡Cuánta carta elegante, en latín fresco, al Pontífice de Roma, y son sus cartas! ¡Cuánto menudo artículo, regalo de los ojos, pan de mente, que aparecen como de manos de estudiantes, en los periódicos que éstos dan al viento, y son de aquel varón sufrido, que se los dictaba sonriendo, sin violencia ni cansancio, ocultándose para hacer el bien, y el mayor de los bienes, en la sombra! ¡Qué entendimiento de coloso! ¡qué pluma de oro y seda! y ¡que alma de paloma!
Él no era como los que leen un libro, entrevén por los huecos de la letra el espíritu que lo fecunda y lo dejan que vuele, para hacer lugar a otro, como si no hubiesen a la vez en su cerebro capacidad más que para una sola ave. Cecilio volvía el libro al amigo y se quedaba con él dentro de sí; y lo hojeaba luego diestramente, con seguridad y memoria prodigiosas. Ni pergaminos, ni elzevires, ni incunables, ni ediciones esmeradas, ni ediciones príncipes, veíanse en su torno; ni se veían, ni las tenía. Allá en un rincón de su alcoba húmeda se enseñaban, como auxiliadores de memoria, voluminosos diccionarios; mas todo estaba en él. Era su mente como ordenada y vasta librería donde estuvieran por clases los asuntos, y en anaquel fijo los libros, y a la mano la página precisa; por lo que podía decir su hermano, el fiel Don Pablo, que, no bien se le preguntaba de algo grave, se detenía un instante, como si pasease por los departamentos y galerías de su cerebro y recogiese de ellos lo que hacía al sujeto, y luego, a modo de caudaloso río de ciencia, vertiese con asombro del concurso límpidas e inexhaustas enseñanzas.[…]
Él era querido en todas partes, que es más que conocido y más difícil. Colombia, esa tierra de pensadores, de Acosta tan amada, le veía con entrañable afecto, como viera al más glorioso de sus hijos; Perú, cuya desventura le movió a cólera santa, le leyó ansiosamente; de Buenos Aires le venían abrumadoras alabanzas. En España, como hechos a estas galas, saboreaban con deleite su risueño estilo y celebraban con pomposo elogio su fecunda ciencia; el premio de Francia le venía ya por los mares; en Italia era presidente de la Sociedad Filelénica, que llamó estupenda a su carta última; el Congreso de Literatos le tenía en su seno, el de Americanistas se engalanaba con su nombre; «acongojado hasta la muerte» le escribe Torres Calceto, porque sabe de sus males; luto previo, como por enfermedad de padre, vistieron por Acosta los pueblos que le conocían. Y él, que sabía de artes como si hubiera nacido en casa de pintor, y de dramas y comedias como si las hubiera tramado y dirigido; él, que preveía la solución de los problemas confusos de naciones lejanas con tal soltura y fuerza que fuera natural tenerle por hijo de todas aquellas tierras, como lo era en verdad por el espíritu; él, que en época y límites estrechos, ni sujetó su anhelo de sabiduría, ni entrabó o cegó su juicio, ni estimó el colosal oleaje humano por el especial y concreto de su pueblo, sino que echó los ojos ávidos y el alma enamorada y el pensamiento portentoso por todos los espacios de la tierra; él no salió jamás de su casita oscura, desnuda de muebles como él de vanidades, ni dejó nunca la ciudad nativa, con cuyas albas se levantaba a la faena, ni la margen de este Catuche alegre, y Guaire blando y Anauco sonoroso, gala del valle, de la Naturaleza y de su casta vida. ¡Lo vio todo en sí, de grande que era!
Este fue el hombre, en junto. Postvió y previó. Amó, supo y creó. Limpió de obstáculos la vía. Puso luces. Vio por sí mismo. Señaló nuevos rumbos. Le sedujo lo bello; le enamoró lo perfecto; se consagró a lo útil. Habló con singular maestría, gracia y decoro; pensó con singular viveza, fuerza y justicia. Sirvió a la Tierra y amó al Cielo. Quiso a los hombres, y a su honra. Se hermanó con los pueblos y se hizo amar de ellos. Supo ciencias y letras, gracias y artes. Pudo ser Ministro de Hacienda y sacerdote, académico y revolucionario, juez de noche y soldado de día, establecedor de una verdad y de un banco de crédito. Tuvo durante su vida a su servicio una gran fuerza, que es la de los niños: su candor supremo; y la indignación, otra gran fuerza. En suma: de pie en su época, vivió en ella, en las que le antecedieron y en las que han de sucederle. Abrió vías, que habrán de seguirse; profeta nuevo, anunció la fuerza por la virtud y la redención por el trabajo. Su pluma siempre verde, como la de un ave del Paraíso, tenía reflejos de cielo y punta blanda. Si hubiera vestido manto romano, no se hubiese extrañado. Pudo pasearse, como quien pasea con lo propio, con túnica de apóstol. Los que le vieron en vida, le veneran; los que asistieron a su muerte, se estremecen. Su patria, como su hija, debe estar sin consuelo; grande ha sido la amargura de los extraños; grande ha de ser la suya. ¡Y cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!
Revista Venezolana, 15 de julio de 1881
«Anoche dejó de existir nuestro queridísimo amigo Federico Proaño: tengo el alma desgarrada: ¡usted sabe que lo queríamos tanto!» Así anunció José Joaquín Palma, el poeta cubano que sólo ama a los justos, la muerte del incisivo periodista ecuatoriano a Joaquín Méndez, luchador de los buenos por la América criolla y definitiva. Y así era Proaño, que salvó el fresco ingenio de la fatiga y vergüenza del periodismo de oficio en las repúblicas rudimentarias. Es América la taza enorme, hervidero nuevo de las fuerzas del mundo, que llevan a las espaldas unos cuantos héroes y unos cuantos apóstoles, comidos, como de jauría, de todos los egoístas cuyo reposo turba la marcha de la santa legión: la pelea eterna del vientre contra el ala. A veces el censor tacha, como pudo tacharse a Proaño, que el natural de Guayaquil, a quien echó un déspota a andar descalzo sobre breñas y torrentes por el destierro hasta el Perú, halle mal lo que la tiranía trama en el Perú o el Salvador, y diga su censura, con ira y con fuego, en la tierra extranjera; pero en América, a mirarlo bien, el único extranjero, imperante aún por la fuerza de su ordenación, y terquedad de agonía, de la teocracia que lo fomenta, es el espíritu de amo, ridículo y aborrecible y deshonroso espíritu, que aún nos queda de los tiempos viejos. El descendiente de un presidiario de Palos, de un matón de Flandes, de un mercenario de Nápoles, de un machetero de Aviñón, se cree, por rara heráldica, y maravilla del blanco pigmento, superior al inca y al chibcha, al criollo quemado por su sol nativo, al hijo del pueblo robado y asesinado, a su propio hijo. Las autoridades se buscan y se ayudan: los de alma de amo se juntan: la iglesia, que bebe málaga y se echa sobrinos, mantiene a los volterianos redomados que en público fungen de carmelitas y dominicos, para que con el consejo a las almas le ayude el clero, en premio del respeto y la paga de la oligarquía agradecida, a poder y mandar sobre las clases inferiores, ¡que ya serán iguales y felices en la claridad del cielo!
Con estas desvergüenzas se ha estado gobernando a la América. Es necesario cambiar. Venérese a los hombres de religión, sean católicos o tarahumaras: todo el mundo, lacio o lanudo, tiene derecho a su plena conciencia: tirano es el católico que se pone sobre un hindú, y el metodista que silba a un católico. Hállenos de escudo suyo el criollo a quien se impida negar, y el católico a quien se impida afirmar. El hombre sincero tiene derecho al error. El gobierno es la equidad perfecta y la serenidad; y a quien merme facultad alguna de las que puso en el hombre la naturaleza, ¡guerra como la de Proaño, guerra de día y de noche, guerra hasta que quede limpio el camino! Cuando se va a un oficio útil, como el de poner a los hombres amistosos en el goce de la tierra trabajada, y de su idea libre, que ahorra sangre al mundo, si sale un leño al camino, y no deja pasar, se echa el leño a un lado, o se le abre en dos, y se pasa: y así se entra, por sobre el hombre roto en dos, si el hombre es quien nos sale al camino. El hombre no tiene derecho a oponerse al bien del hombre. Esto es lo mismo en Lima que en Quito, y en Guatemala que en San José: quien ve al hombre mermado, pelee por volverlo a sí, como Proaño peleó. Eso sí: si ha de ofender por la paga, o porque le manda el anfitrión ofender, rompa la pluma pura sobre la mesa vil: se puede defender la libertad, pero de la defensa de ella no se ha de sacar pretexto para vivir de tábano o de turiferario. Sin embargo, la pelea es tremenda: Proaño tendría a veces, con tal de que no le faltase pan o cátedra, que defender, con la pasión de los pueblos primerizos, a amigos lerdos o culpables. Es culpable el que ofende a la libertad en la persona sagrada de nuestros adversarios, y más si los ofende en nombre de la libertad. Pero no hubo mucha pluma, por lo castiza e intencionada, por lo liberal y fecunda, por lo magistral y fresca, por lo aguda y revoloteadora, como la de Federico Proaño.
Patria, Nueva York, 8 de septiembre de 1894
Cansado, acaso, de hacer bien, ha muerto en Venezuela Eloy Escobar, poeta y prosador eximio y tipo perfecto del caballero americano. Hasta el modo de andar revelaba en él benevolencia e hidalguía, porque iba como quien no quiere ser visto, ni tropezar con nadie, y por junto al poderoso pasaba como si no lo viese, no junto al infeliz, para quien salía a pedir prestado. Se entraba en sus paseos de mañana por las casas amigas, llevando a todas rosas con su palabra, que parecía ramillete de ellas, y luz con su alma ingenua, que acendró en la desdicha su perfume; era como una limpia vela latina, que al fulgor del Sol, cuando parece el Cielo acero azul, va recalando en las ensenadas de la costa. Aunque hombre de muchos años, tuvo razón para poner cierto afán en esconderlos, porque en realidad no los tenía. Era esbelto y enjuto, de pies y manos finas y vestir siempre humilde; los espejuelos de oro no deslucían la mirada amorosa y profunda de sus ojos pequeños; ostentaba su rostro aquella superior nobleza y espiritual beldad de quien no empaña la inteligencia con el olvido de la virtud, que se venga de quienes la desdeñan negando al rostro la luz que en vano envidia la inteligencia puesta al servicio del poder impuro. Era pálido, como su alma: «Musa mía de mi alma,/que en mi alma vives,/tú sabes que yo te amo/porque eres triste;/porque tu lira tiene/todas las cuerdas/de la elegía.» Le caía sobre el pecho en bosque la barba.[…]
La gracia, el infortunio y la virtud eran sus musas; y su don especial el de ver la elegancia del dolor, acaso porque llevaba el suyo como lleva el caballero de raza el guante blanco. De las flores, la violeta y la adelfa; del día, el crepúsculo; de las fiestas, la mañana de Pascuas; de los sucesos del mundo, jamás canta al amigo encumbrado, sino al que muere, ni al que llega, sino al que se despide; va por las calles siguiendo con el alma ansiosa la nube que se deshace o el ave que desaparece, y encuentra siempre modo nuevo, y como fragante, de comparar la pena humana a la de la Naturaleza, y sacar de ella el consuelo. Anticuaba sus giros de propósito; pero esto era como artística protesta contra el dialecto becqueriano que se ha puesto de moda entre los poetas, o contra ese pampanoso estilo de la prosa heroica y altisonante que en nuestras tierras, so pretexto de odas y de silvas, ha llegado a reemplazar aquel candor, esencia y música, breves por su misma excelsitud, que son las dotes de la legítima poesía. Él quería labrar ánfora de oro para guardar el aroma del amor, veteado de sangre como los jacintos, y la gota de rocío, y la de llanto. No rehuía la pompa; pero había de ser esa que trae como ornamento propio la grandeza, y se trabaja años para que pueda durar siglos. Es su poesía como mesa de roble, de aquellas macizas y sonoras de la vieja hechura, donde se hubiesen reunido, por capricho del azar, una espada de 1810, un abanico de concha y oro con el país de seda y un vaso de flores.
No era de los que, deslumbrados por la apariencia multiforme de la sabiduría moderna, acaparan sin orden y de prisa conocimientos de mucha copa y escasa raíz, con lo que por su peso excesivo se vienen a tierra, como esos árboles de pega que suelen clavar en las calles de los pueblos los días de fiestas públicas, para que parezca alameda lo que no tiene álamos; antes era Escobar de los dichosos que entienden que sabe más del mundo el que percibe su belleza y armonía moral que el que conoce el modo de aparecer, lidiar y sobrevivir de las criaturas que lo habitan. Ni era de esos literatos de índice y revista, muy capaces de refreír en sartenes lustrosos materiales ajenos, pero menos conocedores de la belleza verdadera, y menos dispuestos para gozarla que los que, como Escobar, estudiaron la literatura con maestros depurados en el griego y el latín, no para copiar, como los que calcan un dibujo, sus imágenes, órdenes y giros, sino para aprender, como con lo griego se aprende, que sólo en la verdad, directamente observada y sentida, halla médula el escritor e inspiración el poeta.
El Economista Americano, febrero de 1888.
Hay seres humanos en quienes el derecho encarna y llega a ser sencillo e invencible, como una condición física. La virtud es en ellos naturaleza, y puestos frente al Sol, ni se deslumbrarían, ni se desvanecerían, por haber sido soles ellos mismos, y calentado y fortalecido con su amor la Tierra. Los apetitos y goces vulgares les parecen crímenes; los hombres que viven para su placer, insectos; la intranquilidad de sus amores, es lealtad a un tipo de amor buscado en vano; sus goces, blandos y espaciosos como la luz de la luna; sus dolores, bárbaros y penetrantes como aquellos hierros de punta retorcida, que no salen de la carne rota sino desgarrándola y amontonándola en escombros rojos. Aman por cuantos no aman; sufren por cuantos se olvidan de sufrir. La Humanidad no se redime sino por determinada cantidad de sufrimiento, y cuando unos la esquivan, es preciso que otros la acumulen, para que así se salven todos. De estos hombres fue ese magno del Plata, que acaba de caer, no en la tumba, sino en la apoteosis. Dos pueblos, que no son más que uno, acompañaron a la sepultura su cadáver. Muerto, nadie dice que lo está; que todos lo sienten vivo. Los padres de aquellas tierras hablaron como hermanos al borde de su sepultura. Era llanto de los ojos y festejo de las almas. Es dado a ciertos espíritus ver lo que no todos ven; y allí se vieron como juramentos hechos al Cielo azul por espadas de oro; y lágrimas con alas. De esa manera ha sido sepultado, en hombros de todos los hombres buenos del Uruguay y la República Argentina, el que a los dos pueblos trabajó por unir, y en su corazón caluroso los tuvo juntos siempre; porque, como todo espíritu esencial y primario, que por merced de la creación arranca directamente sus ideas de la Naturaleza, no entendía que razonzuelas transitorias pudiesen estar por encima de las generosas razones naturales. Para otros la Tierra es un plato de oro, en que se gustan manjares sabrosos; y los hombres, acémilas, buenas para que los afortunados las cabalguen. Juan Carlos Gómez, que es el que acaba de morir, miraba a cada hombre como una porción de sí mismo, de cuya vileza era responsable, en tanto que no hubiese trabajado ardientemente para remediarla. El amor era su ley; y para él, la Tierra entera debía ser un abrazo.
Sus versos flamean; sus párrafos son estrofas; su vida fue de polémica grandiosa. Parecía singular caballero, de blanca armadura, que a anchos golpes de espada lumínea defendía de la gente invasora el templo de la virtud abandonada. Porque no hay que estudiar a Juan Carlos Gómez como persona local y de accidente, que devuelve las luces que recibe y brilla en su tiempo porque lo refleja; sino como persona propia, que trajo luz consigo y no vivió para acomodarse a su época, sino para impedirle que se envileciera, y para enderezarla. Para él no hubo más templo digno de ver de rodillas al hombre que la Naturaleza; y vivió comido de sueños del Cielo y amores humanos. No cabían tampoco sus pensamientos en los moldes comunes, y creó sin sentirlo una prosa encendida y triunfante, que no parece de palabras concebidas y dadas a luz en dolor, como en él fueron, y en todo escritor honrado y sincero son; sino a manera de ríos de oro de solemnes ondas, que con natural majestad ruedan, agólpanse un momento, para quebrarlo, u horadarlo, o saltar sobre él, en torno al obstáculo que hallan al paso; y siguen su camino victoriosas, como si hubieran dejado tendido por la Tierra un estandarte. Hizo urna magnífica a su espíritu con su lenguaje fulguroso.
Los hechos de su vida quedan para biógrafos menudos. Nació en el Uruguay, cuando éste era del Brasil, en los tiempos penosos de la Cisplatina; y aunque apenas tenía cinco años cuando la Banda Oriental se salió de los brazos lusitanos, el pensamiento de la pasada esclavitud de su patria fue tan vivo en aquella alma nacida a la epopeya, que llevó durante toda su existencia la dolorosa memoria, como hubiera llevado un golpe en la mejilla. Estuvo en Chile. Vivió poco en su patria. Pasó la mayor parte de su vida en la República Argentina. Jamás obró por el provecho propio, sino porque no se mancillase el decoro humano. Sentía en sí al hombre vivo, y cuanto atentaba a la libertad o dignidad del hombre le parecía un atentado a él, y echaba sobre el ofensor su cólera magnífica. En dos diarios escribió su poema: en El Nacional; en Los Debates. Con igual ánimo imprecaba al hombre horrible que tiñó en sangre a Buenos Aires hasta los campanarios, y los árboles del campo hasta las copas, que a aquellos de su bando que, luego de abatir el poder del criminal en Monte Caseros, quisieron aprovecharse en demasía de su triunfo. Cuanto hizo, nació de su pureza. Por donde iba, iba un pabellón blanco abierto. Del lado del derecho pasó toda su vida. Y más que de otros, sufrió de dos males: el de vivir, como un espíritu superior, entre la gente usual; el de vivir, dotado de un alma angélica y exquisita cultura, en una época embrionaria.[…]
Cuanto recuerda y honra, cuanto ama y piensa, cuanto crea y esculpe, cuanto prevé y prepara, cuanto enseña y estudia, cuanto anda y protesta, cuanto labora y brilla en la República Argentina y el Uruguay, ante el cadáver de Juan Carlos Gómez estaba. En las calles, la muchedumbre silenciosa. En el cementerio, como el mejor tributo, leales damas. ¡Flores fueran las letras de la imprenta, y nosotros dignos de ofrecerlas, y por ese homenaje exquisito y valeroso se las ofreceríamos! Hasta las gentes comunes e indiferentes miraban con respeto y recogimiento el cortejo funerario, y el carro de coronas que iban en él; y se inclinaban los que todo lo sacrifican a la posesión de la fortuna, al paso de aquel que vivió y murió en pobreza por no sacrificarle nada; ¡cuando todo género de holguras le hubieran venido de torcer alguna vez la pluma! Odian los hombres y ven como a enemigo al que con su virtud les echa involuntariamente en rostro que carecen de ella; pero apenas ven desaparecer a uno de esos seres acumulados y sumos, que son como conciencias vivas de la Humanidad, y como su médula, se aman y aprietan en sigilo y angustia en torno del que les dio honor y ejemplo, como si temiesen que, a pesar de sus columnas de oro, cuando un hombre honrado muere, la humanidad se venga abajo.
¡Oh, y qué armoniosa y soberana inteligencia acababa de volar de aquel hermoso cráneo! ¡Con qué claridad vieron sus ojos que la vida es universal, y todo lo que existe mero grado y forma de ella, y cada ser vivo su agente, que luego de adelantar la vida general y la suya propia en su camino por la Tierra, a la Naturaleza inmensa vuelve, y se pierde y esparce en su grandeza y hermosura! Como a madre quería a la Naturaleza; que tal hijo no había de tener madre menor. En un cajón de pino mandó que le enterrasen, para que su cuerpo entrara más pronto en la tierra; que su estoica virtud nunca necesitó de eclesiástico estímulo, ni de futuro premio. ¡Cierto aplauso del alma, y cierto dulce modo interior de morir, valen por todo! De pie estuvo toda la vida; ni acostado jamás, ni encorvado. Por la luz tenía un amor ferviente; y no amaba la noche sino como seno del día. Perseguía con los ojos sedientos un ideal de pureza absoluta, y tenía aquella ternura femenil de todas las almas verdaderamente grandes; y, de no ver a los hombres tan puros como él quisiera, una tristeza que parecía desolación. Campea mejor su pensamiento artístico en los peligros amplios y gallardos de la prosa que en la estrofa poética, por más que en analogía con su espíritu y el cielo y el río que veían sus ojos fuera su estancia usual ancha y pomposa; mas se ve bien su alma en sus versos; y ya es en ellos guerrero pujante, ya paje tímido y sencillo, enamorado de su doliente castellana; ya cruzado que pone a los pies de su señora su casco hendido y su bandera de colores, ya alma arrebatada y altiva que desdeña y rechaza a las interesadas e insensibles, y a la belleza inútil que no sabe consumirse en el amor, y como una copa de ámbar en los altares, expirar envolviendo en sus perfumes al ser que ama. Vese en todos sus versos, como en onda confusa, la idea gigantesca; se ve el lomo del monstruo, que sólo de vez en cuando alza, colgada de olas, la cabeza divina. La tristeza, que era en él lo más hondo, le inspiró sus más acabadas estrofas; porque venía en ellas el pensamiento tan verdadero y seguro, que se plegaba a él, vencida la forma, como a un coloso un carrizo. Y tiene a veces versos que parecen columnas de mármol blanco y elegante que alzan al cielo el capitel florido. A la Tierra la imaginaba llena de luz; a los hombres, con alas. Sentía náusea del placer frívolo, y odio de sí por haberlo gozado. Cayó en exageraciones románticas, porque éstas eran en su tiempo el símbolo y ropaje de la libertad, y una revuelta saludable contra la literatura de peluca y polvos, sustituida de prisa, en tanto que se adquiría el conocimiento de la sana e inspiradora realidad, por una especie de realidad imaginaria; se desbordaba la inspiración romántica por los versos, como mar sacado de madre por las playas, y hacía colosales travesuras, y daba al Sol magníficos reflejos, para evaporarse ¡ay! casi toda, por falta de esencia real y condensación en moldes sólidos; templo fue de oro y piedras preciosas, levantado en columnas de espuma. Pero aquel superior sentido suyo de armonía, y casto disgusto de lo vano y hojoso, trajeron pronto a Juan Carlos Gómez, con lo sincero de sus penas, a más vigoroso estilo poético, que solía alzarse, por lo ceñido y conciso, a verdadera majestad. La de su vida fue más igual, eficaz y serena; era de los que tienen a la vez la visión de lo por venir y la prudencia del presente, y por aquélla viven empujados y refrenados por ésta, sin que admitan que las transacciones con la inmoralidad, por mucho que se barnicen y disculpen, sean eficaces para los pueblos, que por ellas ven pospuestos sus intereses a los de los que van conduciendo sus destinos, ni sean honradas en quienes las cometen. Entendía que se fuese por la justicia relativa a la absoluta, pero no que, mermando aquélla, y con lo injusto transigiendo, se acelerase el triunfo de la justicia absoluta. Se le inflamaba el rostro y se le encendía la pluma cada vez que veía en peligro el honor del hombre, y caía sobre el transgresor, como si de la Naturaleza hubiera recibido encargo de abatir a todos los enemigos de la virtud. Nunca tuvo que pedir a Dios, como el árabe, que le hiciera ir por el camino recto, porque él iba y se detenía sólo a echar su luz, para detenerle o denunciarle, sobre el que se salía de él. Y en su sepultura pudieran grabarse aquellas tres palabras que grabó el duque de Weimar sobre la tumba de Herder: luz, amor, verdad.
La América., julio de 1884
Vigil acaba de morir en el Perú, y con él vase de la tierra un cuerpo, mas no la doctrina de razón y de luces que conoce y ama su patria afortunada. Es la de Vigil vida extrahumana y mística, vivo que tuvo siempre puestos los ojos en el fondo puro de sí mismo, la mano caritativa en la mano de los menesterosos, la previsión en la fortuna de su patria, y el pensamiento en las altezas presentidas que miden por nuestra pequeñez la grandeza y excelencia posthumanas.
Vigil tuvo desde niño gustos de soledad. Su ánimo grande necesitaba un grande espacio. Es vivir andarse perpetuamente preguntando sobre cómo el ser íntimo augusto se acomoda a los ajenos extravíos y dirige los suyos propios. Pasan los años en querer pasar rápidamente sobre ellos. Examínase todo: desconténtase el ánimo noble de sí mismo y de lo que ve: necesita lo ilímite invisible y lo busca en lo visible ilímite: tiene ansia de lo extenso, y satisface un tanto su ansia con la contemplación y con el culto. Hay una religión: la inconformidad con la existencia actual y la necesidad, hallada en nosotros mismos, de algo que realice lo que concebimos. Hay muchas religiones: las formas de estas inconformidades y necesidades vagas, perpetuas y sublimes. En la única amó y pensó Vigil. Él necesitó el culto, y se hizo templo en Tacna. Él justificaba la religión, y la hubiera creado, a no haberla ya impura e imperfecta.
Va diciéndose con todo esto, que no quiere dar más que idea brevísima de lo que fue, que era Vigil muy amante de la ciencia y del estudio, del que hizo hábito tal, que llegó a extenuar sus fuerzas y a ocupar todas las horas de su vida.
No era extraño oír a las buenas y hospitalarias gentes de Tacna, cosas raras y maravillosas de aquel joven melancólico y austero, a quien tenía toda la comarca como santo. Imaginaban ellos que la santidad es el colmo de la humana perfección, y así llamaban sin duda a las virtudes y al dominio misterioso que aquella alma pacífica ejercía. La Curia, en tanto, lo lanzaba de su seno, y tenía como mal hijo de Dios al que los habitantes de su comarca tenían como augusto enviado suyo.
Y es que rechaza las miserias temporales el que en sí siente estos afanes puros que se informan en el ansia de morir y en el deseo de otra vida, y con más fuerza las aleja de sí el que tiene para ellas culto sin tacha y sin error, culto vago y tenaz de suave esperanza y de resignado sufrimiento, y a estas nobles altezas ve mezclado, como cabeza y corazón de ellas, el hábito del dominio, mantenido por errores, ambiciones y soberbias. Esto es lo católico de Roma y Vigil era lo justo y lo cristiano. La forma atrevida y corrompida desconoce la esencia pura que ha abrumado y ha roído. El cristianismo ha muerto a manos del catolicismo. Para amar a Cristo, es necesario arrancarlo a las manos torpes de sus hijos. Se le rehace como fue; se le extrae de la forma grosera en que la ambición de los pósteros convirtió las apologías y vaguedades que necesitaron para hablar a una época mitológica Jesús y los que propagaron su doctrina.
Perseguido tenacísimamente por los secuaces de la doctrina ultramontana, tomó la contemplativa vida de Vigil hábitos más prácticos: volvió los ojos hacia su pueblo engañado: lo vio en manos de los sacerdotes católicos: lo veía abatido y extenuado por la costumbre del servilismo y la obediencia: sintió herida en sí la independencia humana, y ni a su pluma ni a su palabra dio descanso en la dificilísima tarea de devolver a todo un pueblo abrumado el respeto y la conciencia propia. Como Lázaro, está muerto un pueblo que por sí propio no vive: recuérdase a un Mesías cuando hay alguien que lo sacuda, lo conmueva, lo anime y lo levante. ¿Hizo más alguien que Vigil? Vigil hizo en el Perú toda esta obra.
Difícilmente podía atacar la Curia aquella vida sin manchas. Todo crece con el cultivo, y la razón llega con el ejercicio a punto de lucidez y lógica invencibles: en vano luchaba el clero contra aquel espíritu clarísimo, entregado a la inquisición y predicación de la verdad. Hacían los católicos víctima al Perú de sus soberbias excitadas; escribió Vigil La defensa de los gobiernos contra las prescripciones de la curia romana, libro en toda la América leído, lleno de raciocinio vigoroso, de intento honrado, y de inflexibles deducciones, que a los hombres de ánimo liberal fortalecieron en sus doctrinas, y a los católicos hicieron dudar y vacilar.
Y así anduvo el justo de Tacna por la tierra: reanimando a los débiles, despertando a su pueblo, dando ejemplo con sus virtudes, dando vigor con su palabra. Con sus caridades consolaba a los pobres: con su predicación tenían también consuelo los pobres de espíritu. Ha muerto ahora, y Lima entera ha acompañado a la tumba a aquel que vive más después que ha muerto. Un pueblo era su cortejo fúnebre: todos allí se sentían hijos del que había animado aquel cadáver.
Murió hace algunos años en la Habana un hombre augusto. Él había dado a su patria toda la paciencia de su mansedumbre, todo el vigor de su raciocinio, toda la resignación de su esperanza. También iba allí un pueblo a consagrar un cadáver.
Los niños se agruparon a las puertas de aquel colegio inolvidable; los hombres lloraron sobre el cadáver del maestro: la generación que ha nacido siente en su frente el beso paternal del sabio José de la Luz y Caballero.
Muere ahora en Lima otro espíritu puro, más ascético, no más sabio; más activo, no más abnegado. También su patria siente vivo en sí al ilustre hombre que ha muerto: también los hombres que nacen se sienten guiados de la mano por el que acaba de morir: también oirán los niños hablar de un hombre salvador: también veneran allí la casa solitaria de la hermosa Tacna, donde en perpetuo trato con el cielo adquirió un justo las fuerzas y la luz.
Así se es hombre: vertido en todo un pueblo.
Revista Universal, 26 de agosto de 1875.
¡Lo hubiera querido yo tanto, si hubiese él vivido! Yo le habría explicado qué diferencia hay entre las miserias imbéciles y las tristezas grandiosas; entre el desafío y el acobardamiento; entre la energía celeste y la decrepitud juvenil. Alzar la frente es mucho más hermoso que bajarla; golpear la vida es más hermoso que abatirse y tenderse en tierra por su golpes.
Hieren al vivo en el pecho, y recompone sonriendo sus jirones; hieren al vivo en la frente, y restaña sonriendo las heridas. Los que se han hecho para asombrar al mundo, no deben equivocarse para juzgarlo; los grandes tienen el deber de adivinar la grandeza; ¡paz y perdón a aquel grande que faltó tan temprano a su deber!
Porque el peso se ha hecho para algo: para llevarlo; porque el sacrificio se ha hecho para merecerlo; porque el derecho de verter luz no se adquiere sino consumiéndose en el fuego. Sufre el leño su muerte, e ilumina; y ¿más cobarde que un leño, será un hombre? A él le queda por ceniza la ceniza: a nosotros el renombre, la justicia, la historia, la patria, el placer mismo de sufrir: ¿qué mejor sepulcro y qué mayor gloria? Cerrada está a las plantas la superficie de la tierra: abrirla es violarla: nadie tiene el derecho de morir mientras que para erguir la vida que le dieron le quede un pensamiento, un espanto, una esperanza, una gota de sangre, un nervio en pie. Para pedestal, no para sepulcro, se hizo la tierra, puesto que está tendida a nuestras plantas.
Yo habría acompañado al grande y sombrío Acuña, a aquella alma ígnea y opaca, cuyo delito fue un desequilibrio entre la concepción y el valor, yo le habría acompañado, en las noches de mayo, cuando hace aroma y aire tibio en las avenidas de la hermosísima Alameda. De vuelta de largos paseos, tal vez de vuelta del apacible barrio de San Cosme, habríamos juntos visto cómo es por la noche más extenso el cielo, más fácil la generosidad, más olvidable la amargura, menos traidor el hombre, más viva el alma amante, más dulce y llevadera la pobreza.
Habría en mi sentido, apoyado su brazo en mi brazo, cómo hay un amor casi tan bello como el amor, pronto siempre en el hombre a complacencias infantiles y a debilidades de mujer: un suave amor sereno que llaman amistad. Y preparados ya a lo inmenso por ese cielo elocuente mexicano, que parece una azul sucesión sin término de cielos, le habría yo inspirado la manera de acostarse, cielo y hombre, por la tranquilidad, que es una gran osadía, en un mismo lecho.
¿Tan pequeña es el alma que son límites las paredes sin tapiz, la vida sin holguras, equivocados y miserables amoríos y la fatal diferencia entre la esfera social que se merece y aquella en que se vive, entre la existencia delicada a que se aspira y la brusca y accidental en que se nace?
Yo sé bien qué es la pobreza: la manera de vencerla. Las compensaciones son un elemento en la vida, como lo son las analogías. La aspiración compensa la desesperación; la intuición divina compensa y premia bien el sacrificio.
Le habría yo enseñado cómo renace tras rudas tormentas, el vigor en el cerebro, la robustez y el placer en el corazón. Las esferas no vienen hacia nosotros, es preciso ir a las esferas. Si la fortuna nos produjo en accidentes desgraciados, la gloria está en vencer, y la generosidad en dar lección a la fortuna. Si nacimos pobres, hagámonos ricos; si nacimos abandonados, apoyemos a los demás; si sentimos el sol en el alma, qué gran crimen echar tierra oscura sobre el sol. Se es responsable de las fuerzas que se nos confían: el talento es un mártir y un apóstol: ¿quién tiene derecho para privar a los hombres de la utilidad del apostolado y del martirio?
Y era gran poeta aquel Manuel Acuña. Él no tenía la disposición estratégica de Olmedo, la entonación pindárica de Matta, la corrección trabajosa de Bello, el arte griego de Téophile Gautier y de Baudelaire; pero en su alma eran especiales los conceptos; se henchían a medida que crecían; comenzaba siempre a escribir en las alturas. Habrán hecho confusión lamentable en su espíritu los cráneos y las nubes: aspirador poderoso, aspiró al cielo: no tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra, aquí que se halla.
Hoy lamento su muerte: no escribo su vida; hoy leo su nocturno a Rosario, página última de su existencia verdadera, y lloro sobre él, y no leo nada. Se rompió aquella alma cuando estalló en aquel quejido de dolor.
Él estaba enfermo de dos tristes cosas: de pensamiento y de vida. Era un temperamento ambicioso e inactivo: deseador y perezoso: grande y débil. Era una alma aristocrática, que se mecía apoyada en una atmósfera vulgar. Él era pulcro, y murió porque le faltaron a tiempo pulcritudes de espíritu y de cuerpo. ¡Oh! La limpieza del alma: he aquí una fuerza que aun es mejor compañera que el amor de una mujer. A veces la empaña uno mismo, y, como se tiene una gran necesidad de pureza, se mesa uno los cabellos de ira por haberla empañado. Tal vez esto también mató a Manuel Acuña; ¡estaba descontento de su obra y despechado contra sí! No conoció la vida plácida, el amor sereno, la mujer pura, la atmósfera exquisita. Disgustado de cuanto veía, no vio que se podían tender las miradas más allá. Y aseado, y tranquilo, acallando con calma aparente su resolución solemne y criminal, olvidó, en un día como éste, que una cobardía no es un derecho, que la impaciencia debe ser activa, que el trabajo debe ser laborioso, que la constancia y la energía son las leyes de la aspiración: y grande para desear, grande para expresar deseos, atrevido en sus incorrecciones, extraño y original hasta en sus perezas, murió de ellas en día aciago, haciéndose forzada sepultura; equivocando la vía de la muerte, porque por la tierra no se va al cielo, y abriendo una tumba augusta, a cuya losa fría envía un beso mi afligido amor fraternal.
El Federalista, 6 de diciembre de 1876.
Eugenio María Hostos es una hermosa inteligencia puertorriqueña cuya enérgica palabra vibró rayos contra los abusos del coloniaje, en las cortes españolas, y cuya dicción sólida y profunda anima hoy las columnas de los periódicos de Cuba Libre y Sur América, que se publican en Nueva York.
En Hostos se equilibran dos cualidades cuyo desnivel desdora y precipita a gran cantidad de talentos americanos: la imaginación hace daño a la inteligencia, cuando ésta no está sólidamente alimentada. La imaginación es el reinado de las nubes, y la inteligencia domina sobre la superficie de la tierra; para la vida práctica, la facultad de entender es más útil que la de bordar fantasmas en el cielo.
Hostos, imaginativo, porque es americano, templa los fuegos ardientes de su fantasía de isleño en el estudio de las más hondas cuestiones de principios, por él habladas con el matemático idioma alemán, más claro que otro alguno, oscuro sólo para los que no son capaces de entenderlo.
Ahora publica el orador de Puerto Rico, que ha hecho en los Estados Unidos causa común con los independientes cubanos, un catecismo de democracia, que a los de Cuba y su isla propia dedica, en el que de ejemplos históricos aducidos hábilmente, deduce reglas de república que en su lenguaje y esencia nos traen recuerdos de la gran propaganda de la escuela de Tiberghien y de la Universidad de Heidelberg.
Así, al acaso, tomamos de Hostos un párrafo que acabamos de leer, y ese párrafo es éste que acaso pueda tener algunas analogías con nuestra situación:
El imperio democrático que desde César Augusto hasta Napoleón III ha tratado de combinar dos principios antagónicos, no porque haya entre ellos antagonismo lógico, sino porque están aplicados con falacia y con maldad, destruye el principio democrático porque sustituye un pueblo por un hombre, y destruye el principio de autoridad de la ley e imperio de la ley, porque hace legislador, ejecutor y juez a un supuesto delegado de la voluntad popular.
La república democrática, o de la clase media, recién nacida en Francia después de haber muerto en la Italia de los siglos medios, falsea el principio de soberanía y adultera el principio de elección que, lealmente aplicados, constituyen el principio republicano de gobierno.
Claro es que no copiamos esto porque venga precisamente a cuento, ni porque tengamos o podamos tener en México imperio democrático, pero en tiempo de convulsiones políticas, nunca está de más la palabra que recuerda cómo el principio de soberanía, que es la expresa e incontestable voluntad de todos, es el único que puede ya regir a un pueblo como el nuestro, habituado a ejercer con energía y sin contradicción su voluntad.
La voluntad de todos, pacíficamente expresada: he aquí el germen generador de las repúblicas.
El Federalista, 5 de diciembre de 1876