La Abanderada 68.
Autobiografía. Candelaria Figueredo.
Nací en la heroica ciudad de Bayamo en el año 1852; eran mis padres el insigne patriota Pedro Figueredo e Isabel Vázquez.
Era Pedro Figueredo abogado y rico hacendado, motivo por el cual, mi infancia se deslizó tranquila y feliz. Me eduqué en el mismo Bayamo, pues mis padres no eran de opinión de separarse de sus hijas enviándolas al extranjero lejos de los cuidados paternales, donde acaso obtendrían más ilustración a expensas de la educación que sólo se adquiere al calor de la familia.
Desde mi más tierna infancia estuve siempre oyendo expresiones de odio a la tiranía española, pues mi padre jamás pudo sobrellevar, en medio de sus comodidades, el yugo de la esclavitud, y siendo todavía un adolescente dejaba ya ver sus tendencias revolucionarias, y como que era muy querido en su pueblo, pudo propagar sus ideas, que sus compatriotas acogían con entusiasmo e interés.
Cuando los sucesos políticos del 1851, fue él uno de los más fervientes conspiradores; y perseguido por el gobierno tuvo que ausentarse de Bayamo; pero como que él era muy amante de su pueblo natal no pudo resistir el deseo de volver a él, y así lo hizo en el año 1858.
Estando siempre en oposición constante con el gobierno, al fin sucedió que en el año 1867 fue preso por desacato a la autoridad de un señor Alcalde Mayor; mas, por tener el cargo honorífico de subdelegado de marina, no pudo ser, conforme a fuero, encarcelado en prisión civil, imponiéndosele su propia casa por prisión. De esto resultó que sus innumerables amigos se reunieran en su casa diariamente para trabajar y coordinar la conspiración que condujo a la guerra de independencia, siendo los principales conspiradores Francisco Maceo Osorio, Francisco V. Aguilera, Luis Figueredo, Miguel Figueredo, C. M. de Céspedes y otros más.
Conocedor el gobierno de lo que se tramaba, empezó a decretar prisiones. Unos pocos de los conspiradores se escondieron en el monte, para esperar el día señalado; pero C. M. de Céspedes no pudo hacerlo; como se tratase por el gobierno de aprisionarlos, dió el grito de CUBA LIBRE, el día 10 de Octubre del 68 en su ingenio “La Demajagua” y a pesar de no estar todo preparado, Pedro Figueredo y los demás conspiradores bayameses, acordaron secundar el movimiento, y P. Figueredo empezó a reunir su gente en su ingenio “Las Mangas” distante una legua de Bayamo. Desde el día 12 comenzaron a llegar partidas constantemente, pues se había acordado que la entrada en Bayamo fuera el 18 de Octubre.
El día 17 llegó al ingenio una partida en el momento en que nos disponíamos a sentarnos a la mesa. La familia toda se encontraba con papá en el Ingenio, y venían entre los que llegaron algunos amigos de papá y un distinguido joven camagüeyano llamado Joaquín Agüero. Se empezó la comida y a dar vivas por el triunfo que ellos creían seguro, pues animados del mayor entusiasmo no dudaron jamás de la victoria. A la sazón se le ocurrió decir a Agüero: “Para que nuestro triunfo fuera completo no nos hace falta más que una valiente cubana que fuera nuestra abanderada”. Papá enseguida se puso de pie y exclamó: “Mi hija Candelaria se atreve.” Aún no había concluido de decirlo cuando con delirante entusiasmo fui proclamada Abanderada de la División Bayamesa. De más está decir mi gusto y alegría al oír aquello; en seguida papá llamó a mamá (que aunque participaba de la alegría general, temblaba al pensar en el peligro que iba a correr) y le dijo: “Vamos, Isabel, es necesario hacer un traje a nuestra abanderada.” Eulalia, mi hermana mayor, fue la encargada de hacerlo. Se componía mi traje de un vestido de amazona blanco, un gorro frigio punzó, una banda tricolor y mi bandera. Yo estaba radiante de orgullo y alegría y puedo asegurar que nunca una joven que por primera vez va a una fiesta estaba tan alegre y satisfecha como yo en aquellos momentos; y aunque me apenaba ver a mamá asustada, trataba de convencerla de que nada me pasaría.
El día 18 a las 7 de la mañana, ya estaba ordenada toda la tropa de papá, si tropa puede llamarse a unos valientes que en su mayoría no llevaban más armas que sus machetes, y muchos ni eso, sino estacas. Nos pusimos en marcha hacia Bayamo. Íbamos delante papá con sus ayudantes, y yo con los míos, que fueron Carlos Manuel de Céspedes y Céspedes y Gustavo Figueredo (mi hermano). Cuando llegamos a Bayamo ya se había aumentado el contingente notablemente, pues doquiera que pasábamos se nos iban agregando todos los hombres y hasta los niños que encontrábamos al paso. Cuando llegamos al río Bayamo, que está a la falda de la ciudad, Bayamo entera nos esperaba, y apenas nos divisaron, fuimos saludados con vivas entusiastas y atronadores. Entonces papá me dijo: “Flota la bandera”, y así lo hice dando un entusiasta grito de ¡VIVA CUBA LIBRE!, respondiendo el pueblo con ensordecedores gritos y vivas a la bandera y a su abanderada. Al fin llegamos a la ciudad donde ya estaban las primeras partidas frente a la plaza de Armas; papá me dirigió también a la plaza, y fue entonces cuando, con loco entusiasmo, cruzando la pierna sobre la silla de su caballo, escribió su Bayamés inmortal.
No habrá pluma que pueda describir el delirio, la emoción de aquel hombre y aquel pueblo que le oía e imitaba; y a los acordes de aquel himno asaltamos la plaza. Siguió el tiroteo hasta la noche, cuando viendo papá que no se rendía, determinó prender fuego al cuartel, y para verificarlo mandó a buscar a su Ingenio “Las Mangas” su bomba de incendio; se hizo una gran manguera de lona que llegaba hasta las casas colindantes al cuartel y se arrojó petróleo al edificio; mas, cuando ya había comenzado el incendio, empezó a llover torrencialmente; este inesperado contratiempo lo fue mayor, porque el pueblo, ignorante, se creyó que Dios no quería que se quemara el cuartel; estuvo lloviendo toda la noche; y ya por la mañana papá dijo a sus soldados: “Ustedes verán como Dios nos ayuda”. Y empezó de nuevo a incendiar el cuartel con petróleo. Cuando la guarnición vio que no les era posible la resistencia, izaron bandera de parlamento y entraron en negociaciones, que dieron por resultado que se rindiera la guarnición y se tomara a Bayamo; esto aconteció el 21, el 28 se celebró un Te Deum para que toda la tropa cubana y los españoles que quisieran jurar la bandera de la Independencia.
En este acto me cupo la gloria de llevar la bandera. Ofició en el Te Deum el joven sacerdote bayamés, Maximiliano Izaguirre.
Después del Te Deum se organizó una gran procesión cívica por las principales calles de Bayamo; y en ella formaba un grupo de señoritas que cantaban lo que es hoy nuestro Himno Nacional. La procesión en completo orden iba por medio de la calle, y a ambos lados la tropa marchando a la par de la procesión.
Tres meses estuvo libre Bayamo en nuestro poder; pero habiendo dispuesto Valmaseda, Capitán General de la Isla, que fuera un gran contingente a recuperar a Bayamo, y viendo los bayameses que les era imposible defenderla, tanto por la falta de armas y pertrechos, como por la posición de la ciudad, abierta a todos los ataques, determinaron quemarla antes que entregarla a los tiranos y tuvimos todas las familias que irnos al campo.
El día 6 de Enero del 69 salí de mi idolatrada Bayamo, para nunca más volver.
El día 18 de Enero nos encontrábamos en una finca llamada Valenzuela, distante 8 leguas de Bayamo, cuando vimos que en dirección a Bayamo, el cielo estaba rojo; al verlo mamá dijo: “Parece un gran incendio”, y papá, suspirando, contestó: “En efecto, es un gran incendio; es nuestro querido Bayamo”. Todas empezamos a llorar, pero todas convinimos que era preferible verla pasto de las llamas que en posesión de nuestros enemigos; pero lo horrible del caso fué que al fin Valmaseda se apoderó de sus ruinas. Desde entonces empezamos a sufrir mil vicisitudes, pero el primer año lo pasamos regularmente bien, porque había fincas con buenas casas de vivienda y abundante comida; mas desde el principio del año 70 la situación se fue haciendo difícil para las familias, sobre todo porque el enemigo quemaba y destruía cuanto encontraba al paso; y hasta el ganado desapareció de las fincas; y, como no había pertrechos para hostilizarlo se fue apoderando de los campos.
El día 17 de Julio del año 70 nos encontrábamos en el “Migual”, jurisdicción de Holguín, finca que pertenecía a Luis Figueredo, primo de mi padre, cuando a las seis de la mañana se dejó oir un tiroteo casi encima de la casa. Salimos huyendo, pero la tropa nos perseguía, y después de un mes de incesante fatiga, llegamos a Santa Rosa, jurisdicción de las Tunas. A los tres días de estar allí llegó papá con una alta fiebre que resultó ser el tifus. A los cuatro días de haber llegado, llegó un mulato llamado Manuel Tamayo, a quien había yo curado de una úlcera; él había sido soldado de papá y manifestó mucho disgusto por la gravedad de éste. Mamá le suplicó que fuera a avisar a Luis Figueredo la gravedad de papá, lo que él se dispuso hacer en seguida, marchándose al anochecer del 11 de Agosto; y el 12 al amanecer fuimos sorprendidos por las tropas. Al sentir la caballería y oír los tiros, llevamos a papá hacia adentro del monte; pero la guerrilla iba dirigida por Tamayo, al que habían hecho prisionero, y para salvar su vida, ofreció a los españoles llevarlos donde estaba el General Figueredo moribundo, con su hija la Abanderada y demás familia. Yo me había separado unos pasos de papá para buscarle agua, pues con la fiebre tenía insaciable sed; le había dado un poco recogida, en una hoja, de gotas que caían de los árboles, y me disponía a llevarle más cuando terrible grito de: “¡Alto! ¡Quién vive! ¡Viva España!” hirió mis oídos.
Inconscientemente emprendí veloz carrera, oí un grito, ayes, y no oí más nada, pues había caído sin sentido. ¿Cuánto tiempo me duró este desvanecimiento? No lo sé; pero al recobrar mis sentidos casi anochecía y un silencio sepulcral reinaba a mi alrededor. Poco a poco me di cuenta de lo que había pasado, y loca de dolor traté de salir fuera del bosque, lo que conseguí, tratando de encontrar las huellas que habían dejado los enemigos; pero nada encontré, entonces me volví al bosque y como llovía a torrentes me senté debajo de un árbol. Allí pasé la noche más cruel de mi vida. Apenas amaneció salí otra vez del monte buscando siempre las huellas que a causa de las lluvias tenían que haber dejado los enemigos que llevaban prisionera a toda mi familia; anduve errante todo el día; ya al anochecer oí que del monte alguien me llamaba; detuve el paso y vi una morena que conocía. Ella al saber que de todos modos quería reunirme a la familia me aconsejó no lo hiciera, pues los españoles podían hasta matarme y le iba a dar ese nuevo golpe a mis padres; en parte temí que ella tuviera razón, o tal vez por la postración que sentía por el dolor de los sucesos que acababan de acontecer y por la falta de alimento, me dejé caer al suelo pasando la noche llorando amargamente.
Al día siguiente emprendimos camino la morena y yo, pero sin dirección determinada, por ver si encontrábamos a alguien que me pudiera decir donde se encontraba la presidencia o alguna familia conocida mía. Afortunadamente me encontré un muchacho que me dijo me llevaría donde estaba su familia y que tal vez sus padres conocerían a alguien que pudiera satisfacer mis deseos; así lo hice y me encontré con la familia de Mirabal, una gente muy buena que me atendieron y trataron de suavizar mi pena en lo que les era posible. A los tres días de estar con ellos pasó por allí el general Pedro Céspedes, amigo de mi padre y me dijo que muy cerca de allí se encontraba en un rancho dentro del monte, muy enfermo, mi tío Miguel Figueredo, e inmediatamente me llevó para allá. Cual fue mi sorpresa al encontrar al lado de mi tío a mis hermanitos Luz y Ángelo. Los habían encontrado perdidos en el monte y los habían llevado también al lado de Miguelito, nuestro tío.
Todos los esfuerzos que se hicieron fueron inútiles y nada pude saber de la suerte que había cabido a mi familia, no dudando yo que papá sería fusilado si en el trayecto no moría de la enfermedad que lo tenía postrado y que fué la causa de su desgracia…
Seguí al lado de la familia de mi tío llevando una vida azas terrible y llena de mil penalidades, pues los españoles eran dueños absolutos de los campos; así fue que en la madrugada del día 18 de Abril del 71 fuimos sorprendidos nuevamente por la tropa, y como mi pobre tío se encontraba gravemente enfermo no pudo escapar; pues aunque lo habíamos llevado un poco adentro del monte; como éste fue también entregado miserablemente por el traidor Carlos de Quesada, al llegar la tropa al rancho y no encontrarnos, el jefe dijo muy incómodo: “Nos ha engañado Ud.” Y el miserable contestó: “No, señor, le he dicho la verdad, pues esta mañana temprano estaba aquí Figueredo con sus sobrinas y Candelaria quien me ha curado esta úlcera”, mostrando el pie vendado. Y era verdad hacía muchos días que diariamente le curaba el pie.
El jefe español, indignado, le dijo: “Qué canalla es Ud. Ella lo curaba y Ud. trata de entregarla”. Trajeron a mi pobre tío del monte para el rancho y empezaron a registrar a ver si teníamos correspondencia con la población. En el registro encontraron una carta que en días anteriores había escrito yo a mi cuñado Carlos Manuel de Céspedes, en la cual le decía que, como mi tío estaba tan enfermo y ya se hacía imposible la vida, pues nos pasábamos los días sin comer, pensando que las mujeres debíamos irnos a la población y entonces él se uniría a cualquier fuerza mientras se ponía bueno; pero que yo no aceptaba eso, pues creía que al hacerlo deshonraba la memoria de papá y que yo quería salir en un bote aunque me ahogara, pues prefería ser pasto de los tiburones a caer en poder de los españoles. Esta carta que guardó el jefe español fue lo que más tarde me condenó a prisión.
Aquel día me escapé por entre las balas, pues mi pobre papá me había dicho más de una vez: “Tú, huye por medio de las balas, que te cojan muerta, pues debes preferir la muerte a caer en sus garras.” Así lo hice siempre, sin que nada me arredrara, por escapar de sus manos. Milagrosamente me escapé también esta vez y volví a vagar por los montes noche y día, tratando de encontrar otra familia a quien reunirme, pero esta vez no estaba sola; iban conmigo mis hermanitos Luz y Ángelo. Después de varios días de andar errantes nos encontramos con la familia del brigadier Javier de Céspedes, padre de mi cuñado Ricardo, que se encontraba en la actualidad gravemente enfermo del tifus. Allí me enteré de que muchos prohombres de la revolución se habían ido al extranjero, y que ni la Cámara ni el Ejecutivo podían trabajar por no poder estar tres días en el mismo lugar. Ya ni aun se intentaba fabricar ranchos; teníamos siempre por techo la bóveda celeste y se comía lo que se podía encontrar, que muchas veces no era sino frutas, aun tiernas.
Llegó el mes de Julio, y Céspedes empezó a tratar de convencernos de que era indispensable que nos fuésemos a la ciudad; pero yo siempre contestaba: “Primero me suicido.”
El alegaba, con mucha razón, que el estar él con nosotros, su esposa, su hermana y varias señoras más que nos habíamos encontrado entre los montes, le había de costar la vida, pues no podía determinarse a reunirse a su fuerza y dejarnos morir de hambre; pues había veces de pasarnos días sin comer y ya sentíamos extrema debilidad. Así las cosas, el siete de Julio fuimos nuevamente sorprendidos, y aunque todos escapamos providencialmente, tuvimos que estar ocultos y casi sin movernos tres días, pues los españoles habían acampado al lado del monte donde nos habíamos refugiado.
Cuando la tropa se fué de allí y quisimos ir a otro lugar más seguro, casi no podíamos caminar de debilidad. Entonces Céspedes y un señor Estrada, jefe de la otra familia a la que nos habíamos reunido, determinaron llevarnos engañadas a un lugar por donde la tropa había de pasar. Convencieron a sus esposas y a las señoras mayores que eran cuatro; convinieron en hacerlo, pero ni Estrada dijo nada a sus hijos, ni Céspedes a mí. Convencieron a sus esposas de lo indispensable que era el irnos a la ciudad, pues aparte de lo expuestas que estábamos a sufrir los ultrajes de los españoles, no solo no había que comer, sino que toda la ropa la habíamos perdido excepto los harapos que llevábamos puestos, y sobre todo, lo que más le decidió fue el temor de que ellos fueran hechos prisioneros cuando salían a buscar algún alimento.
Al fin, formaron su complot y nos engañaron enteramente. Céspedes nos aleccionó de lo que debíamos hacer caso de que nos hicieran prisioneras, pero sin dejarnos ver sus intenciones; y el 15 de Julio, día en que pasaba la tropa cerca de un embarcadero llamado Guayabal, nos llevó hacia allí diciéndonos que en aquel lugar estábamos más seguras y más lejos del camino que los españoles tomaban para la confronta. Llegamos por la mañana, y a la una del día salieron los tres hombres que estaban con nosotros: Céspedes, Estrada y otro, diciéndonos que iban a ver si encontraban agua y algo de comer. Aunque vi que la esposa de Céspedes y lo mismo las otras lloraban sin consuelo abrazadas a ellos, nada sospeché, porque ¡ay! ¡cuántas veces sucedió que salían en busca de alimentos y encontraban la muerte en vez del alimento para sus hijos! Allí estábamos todas sentadas en la yerba muy tristes y llenas de angustia pensando si tendrían un fatal encuentro con la tropa. Apenas hacía una hora que nos habían dejado cuando sentimos un tropel de caballos, rápidamente me puse en pie para echar a correr, pero la señora Bazán que estaba a mi lado me sujetó fuertemente y no me dejó correr; otra había cogido un pañuelo blanco que izó en señal de rendición; me quedé petrificada…
Nos llevaron al Guayabal donde estaba el comandante español Budrea, la fisonomía más feroz que he visto en mi vida. Empezaron a tomar nombres y declaraciones. De las declaraciones nada sacaron en limpio, pues todas recordando los consejos de Céspedes, contestamos: “no sé”. “¿ustedes no saben nada?” “Nada”, contestamos. Empezaron a tomar los nombres y cuando llegó mi turno y contesté: “Candelaria Figueredo”, todos los oficiales se pusieron en pie y se acercaron con curiosidad; uno de ellos llamado Enrique Muñoz, dijo: “La malévola, la de marras…”.
Yo siempre había tenido mucho valor, pero después de la captura de mi pobre papá, al oír decir españoles, se apoderaba de mí tal terror que temía volverme loca; pero no sé por qué, mejor dicho, creo que por la indignación que me dio cuando la señora Bazán me impidió huir, sustituyó al miedo una incomodidad tal, que determiné no contestar a pregunta alguna; y si lo hacía era con el mayor desprecio y altivez.
Después que concluyeron de tomar los nombres nos mandaron a un rancho que estaba cerca del campamento que ocupaban los oficiales de Budrea, el jefe español. Estando allí se presentó Elízaga un oficial español, que por haber estado mucho tiempo de guarnición en Manzanillo, conocía a mis cuñados Carlos Manuel y Ricardo de Céspedes. Llevaba en la mano la carta que yo había escrito a Carlos y que ellos habían encontrado en el registro que hicieron el día de la prisión de Miguel Figueredo, mi tío, tres meses antes; y presentándosela a mi hermanita Luz le dijo: “¿Fue Ud. la que escribió esta carta?” La pobre Luz palideció y se quedó más muerta que viva; entonces me puse de pie y le dije con energía: “Fui yo”. “¡Qué arrogancia! ¡Ni aun lo niega!” “¿Por qué he de negarlo?” le contesté.
Entonces él demostrando su poca caballerosidad me dijo con irónica sonrisa: “¿Y cómo es que ya Vd. no cree deshonrar la memoria de su papá? ¿Ya no le ahoga la atmósfera donde están los españoles? ¿Ya no prefiere el suicidio?”
Llena de justa indignación y temor contesté con altivez: “Está Ud. equivocado; pienso hoy como antes y jamás me hubiera presentado a Udes., pero esa mujer –dije, señalando a la señora Bazán-, me impidió la fuga”. “Y además –continué- los hombres de mi familia no se dedican a cuidar mujeres; ocupan su puesto en el ejército, yo no tengo más que un hermano que está con las armas en la mano.”
Nos dejaron allí y ordenaron nos dieran un poco de rancho que nadie ni aun miró. Todas estábamos entregadas a las más terribles reflexiones.
Al día siguiente por la tarde se me acercó un joven oficial llamado Pedro Desposorio, que aunque oficial del ejército español, era cubano y me dijo: “Señorita Figueredo, ¿no tiene Ud. miedo de ir a Manzanillo?” “¿Miedo? ¿Miedo de qué? Ya lo peor me ha pasado. ¿Qué puede ser para mí más horrible que haber caído en manos de Udes?” Entonces me dijo: “Créame Ud., no tengo intención de mortificarla; quiero hacerle un servicio”. “¿Un servicio Ud. a mí?” le pregunté admirada. “Sí –me dijo-, sé que tan pronto llegue Ud. a Manzanillo la separarán de las demás prisioneras e irá incomunicada a una prisión, y se lo quiero decir para que no sufra la sorpresa, y que si quiere hacer a su hermanita alguna recomendación lo haga con tiempo”.
Me propuse armarme de valor y no dejar ver ni una lágrima. El día 16 a las cuatro de la tarde nos embarcaron en una lancha y nos enviaron a Manzanillo.
Cuando salimos del Guayabal el cielo estaba un tanto encapotado, pero no llovía; mas, como a las nueve de la noche se desató una horrible tempestad y aquellas infelices mujeres que nunca habían visto mar y que veían como las olas jugaban con la lancha, llenas de terror pedían a Dios misericordia, creyendo todas que iban a perecer; esto divertía a los tripulantes que todos eran españoles. Yo nada decía, pero pensaba que lo mejor que podía sucedernos era hundirnos antes de llegar a Manzanillo. La tempestad fué cediendo y al día siguiente como a las nueve de la mañana llegamos a Manzanillo; desembarcaron y nos llevaron nuevamente a prestar declaraciones y a tomarnos los nombres; y como la vez anterior, nada dijimos.
Después de habernos tenido de acá para allá cuatro horas o cinco, le dijeron a todas menos a Borja de Céspedes, hermana de Carlos Manuel de Céspedes, nuestro Presidente, y a mí, que quedaban en libertad de ir donde quisieran; y dirigiéndose a Borjita y a mí: “Udes. vengan conmigo”. Mi pobre hermanita Luz me preguntó: “¿Y yo?” Con el corazón traspasado de dolor y sin poder apenas contestarle, le dije: “Corre la suerte de las otras, ve con ellas”. Mi hermanito Ángelo se dispuso a ir conmigo, pero el guardia le dijo: “Vaya con la otra hermana”. Pero él agarrándose de mis vestidos se resistía a separarse de mí y para que se fuera le dijeron: “Tu hermana va presa”. Y él contestó: “Yo también iré preso”. No sé cómo fue que teniendo un rasgo humanitario, lo dejaron ir conmigo. Nos llevaron al fuerte de Zaragoza, donde nos incomunicaron, no dándonos ni una silla, ni una mala cama; nos sentamos en unos cajones que allí encontramos y nos pasamos la noche sin proferir ni una palabra.
El fuerte de Zaragoza es de madera, y el cuarto que nos dedicaron estaba lleno de sacos de maíz y dividido del que ocupaban los oficiales por un tabique de madera que no tenía ni dos varas de alto.
Era comandante de ese fuerte, Francisco Almoguera, pero habiendo salido éste a operaciones le sustituía el comandante Francisco Rodríguez.
Como estábamos incomunicados no podíamos hablar con nadie y anonadadas por la terrible situación en que nos encontrábamos, no se nos ocurría nada para suavizarla. Como no nos dieran ni una miserable silla nos pasamos los primeros días con sus noches sentadas en unos cajones, que no sé si nos lo habían puesto o si casualmente se encontraban allí.
Al día siguiente fui conducida a presencia de Rodríguez y éste me preguntó que si conocía a alguna persona que pudiese mandarnos la comida; le contesté que no conocía a nadie en Manzanillo.
“¿Cómo es eso?” me preguntó. “Sencillamente se comprende: yo no soy manzanillera; ¡soy bayamesa!” “¡Con qué énfasis lo dice Ud!” “Digo la verdad, todo el pueblo sabe que Pedro Figueredo es bayamés”. “Bueno –me dijo entonces-, pero su padre tendría muchos amigos aquí”. “Es verdad, pero todos esos amigos se fueron con él a la revolución.” “Entonces no comerá Ud”. “Está bien -le dije con indiferencia-, pero yo entendía que un gobierno que hacía un prisionero lo sustentaba”. Otro oficial que estaba a su lado lo miró y ambos se sonrieron; me hicieron varias preguntas a las que contesté con toda tranquilidad que nada sabía. Me llevaron nuevamente a la prisión y nos pasamos el día sin comer y aun sin tomar agua, pues intentamos tomarla de un garrafón que había allí y nos fue imposible, pues tenía un sabor nauseabundo, y a la pobre Borjita que no pudiendo soportar la sed tomó un poco, le dieron náuseas y la arrojó.
Al día siguiente fuimos sorprendidas con una bandeja de excelente almuerzo, que luego supimos lo había mandado el Sr. Francisco Fajardo, antiguo amigo de papá y de Carlos Manuel de Céspedes.
Nunca he podido saber cómo el Sr. Fajardo consiguió que le permitieran mandar la comida. Con esta acción demostró el Sr. Fajardo su gran patriotismo y su gran civismo, pues se necesitaba y mucho, para proteger a la hija de Pedro Figueredo y a la hermana de Carlos Manuel de Céspedes que era entonces primer Presidente de la República.
A los pocos días llegó del campo el comandante efectivo, Sr. Almoguera, y entonces varió por completo nuestra suerte; empezó por suspendernos la incomunicación, y diariamente iba a vernos mi hermanita Luz, e infinidad de amigas de Borjita, pues ella aunque bayamesa, residía hacía mucho en Manzanillo. También permitió al mismo Sr. Fajardo que nos mandara camas y otras cosas indispensables a la vida. Desde el primer día fuimos objeto de atenciones de parte del Sr. Almoguera, y trató de inspirarnos confianza; esto yo lo atribuía a que nos quería tender un lazo a ver si nos hacía decir algo que le conviniera del campo insurrecto; pero bien pronto me probó mi error, y los hechos que a continuación voy a referir me lo aseguraron.
Se corrían en Manzanillo varios rumores acerca de mi persona; unos decían que iban a retenerme prisionera hasta la conclusión de la guerra; otros que me iban a deportar a Fernando Poo, y por último, había quien aseguraba que me iban a fusilar.
A mi pobre hermanita Luz, cuando la separaron de mi lado, la había recogido una pariente de papá, y a ellas llegaron esos rumores; Luz, aunque era una niña de 15 años, determinó ver a Valmaseda, Capitán General de la Isla, que estaba entonces en Manzanillo. Nadie se atrevía a acompañarla, pero enseñando que también era hija de Pedro Figueredo, resolvió ir sola a pesar del terror que Valmaseda inspiraba a todo el mundo. Muy difícil le fue verlo, pero al fin lo consiguió. Era mi hermanita Luz, una niña angelical y de notable belleza, haciéndola más interesante el traje negro que hacía resaltar más aun la palidez y tristeza, que tantas angustias habían impreso en su infantil fisonomía.
Ante Valmaseda ella no sabía cómo había que hablarle a aquella fiera, y sin darle tratamiento alguno, contestó a sus preguntas. Al presentársele, Valmaseda preguntó a ella: “¿Y quién es Ud. y qué viene a pedirme?” Ella le contestó con energía impropia de sus años: “Soy Luz Figueredo y no vengo a pedirle nada”.
“¿A qué ha venido Ud. entonces?” “He venido a saber la verdad respecto a mi hermana Candelaria Figueredo, que está presa en el Fuerte de Zaragoza, pues cada uno me dice algo diferente, y si es verdad que va deportada, quiero compartir su suerte”.
Al oir esto, toda la oficialidad allí presente, demostró su admiración. Entonces Valmaseda le dijo violentamente: “Su hermana ha dado muchos escándalos”. “¿Escándalos mi hermana Candelaria?” “Sí, escándalos; ¿cómo llama Ud. su entrada en Bayamo con la bandera? ¿Qué nombre le da Ud. a una mujer que se pone a arengar la tropa?”
“¡Ah! ¿Son esos los escándalos a que Ud. se refiere? Pues eso no lo puedo negar; pero bueno, yo lo que quiero saber es lo que le va a pasar a ella”.
Entonces él le dijo. “Tendrá que dejar la Isla, le mandaré el pasaporte”.
Esto fue el 9 de Octubre a las dos de la tarde y como que yo no estaba incomunicada, enseguida fue a darme la noticia. El 12 de Octubre a las 10 de la mañana recibí la orden de Valmaseda en que me significaba que si el día 17 de Octubre no había dejado la Isla, sería enviada a Fernando Poo, en la fragata Numancia, que se hacía a la vela en esa fecha. Yo tomé el pliego y arrojándolo al suelo le dije al guardia. “Valmaseda hará lo que quiera, pero ¿qué sé yo de los buques que salen estando encerrada aquí?” El guardia que me miraba asombrado salió sin decir una palabra. Apenas éste salió, vino Almoguera a enterarse del contenido del pliego, y al leerlo le comprendí en el semblante la indignación que le causó, y volviéndose a mí me dijo: “Diga a su hermanita cuando venga que se quede aquí, y si alguien les pregunta como saldrán Udes. contesten que no saben”.
Al día siguiente, 13 de Octubre, me dijo Almoguera: “Creo que esta noche la sacaré de aquí”. El día amaneció tempestuoso, pero a pesar de eso Almoguera lo arregló todo y a las diez y media de la noche, bajo un aguacero torrencial, salimos de allí. Esto era una dicha inmensa en medio de mi desgracia, pues desde el aciago día 12 de Agosto del 70 en que había sido hecho prisionero papá, moribundo, y toda la familia, sólo sabía el fusilamiento de él. De la familia a la que creía no volvería a ver, sobre todo de mi infeliz mamá y de Eulalia, por estar ambas delicadas, no había sabido nada en lo absoluto, y con mi libertad podía averiguar su paradero. Al salir del fuerte de Zaragoza se me oprimió el corazón, pues dejaba allí a mi pobre compañera de infortunio, una santa, cuyo único delito era ser la hermana de Carlos Manuel de Céspedes. La pobre, ¡cuánto sufrió!
Salí de allí conducida por Almoguera que, huyendo de los voluntarios, nos llevó atravesando los mangles que están a la orilla del mar, y empapados llegamos Luz, Ángelo y yo al bergantín el Annie, que se hacía a la vela cargado de madera, para Nueva York. Cuando llegamos al bergantín, el capitán nos invitó a que fuéramos a su camarote que generosamente nos había cedido, pues como no era un buque para pasajeros, sino de carga, no había otro. No nos pudimos cambiar la ropa, porque no teníamos sino la puesta; entonces nos invitó a tomar cerveza; yo, como una chiquilla que era, no quería aceptar la de Almoguera, porque a pesar de todo lo que había hecho por mí, no le perdonaba que fuera oficial español; pero él muy bondadosamente me dijo: “Señorita, tendrá siquiera la bondad de sostener la copa un instante en sus manos”. Yo, por cortesía, lo hice, y entonces llenó la suya de cerveza y luego llenando la mía las chocó fuertemente. “¡A la independencia de Cuba!” “Ahora sí”, dije yo, y diciendo esto me tomé la cerveza hasta la última gota. Almoguera se rió y me dijo: “Ya sabía que con este brindis se tomaría Ud. hasta el tonel”. Estuvo allí hasta muy tarde de la noche, y se despidió de nosotras muy satisfecho de habernos podido salvar.
El capitán del bergantín tenía escrúpulos de llevarnos por el tiempo tan malo y me lo dijo, pero yo le contesté que no era cuestión de gusto, sino de necesidad y que prefería ser pasto de los tiburones y de las olas a serlo de los españoles.
El bergantín se hizo a la vela esa madrugada. Tuvimos un viaje horrible porque a los dos días se desató un fuerte huracán que hizo varias averías al barco, y después todo el viaje fue con mal tiempo.
Cuatro o cinco días antes de llegar a Nueva York nos encontramos con una goleta que venía para Cuba. Apenas el capitán la divisó le hizo señales pidiendo auxilio y cuando se acercó le pidió que le facilitara algunos víveres, pues con el temporal el viaje se había hecho más largo y se le habían concluido, y le dijo que llevaba a bordo dos niñas cubanas deportadas. Venía en la goleta un joven cubano llamado Pedro Rodríguez, el que en seguida que lo oyó pidió al capitán permiso para vernos, lo cual fue una gran suerte para nosotras que no hablábamos inglés y el capitán tampoco sabía español.
Lo primero que pregunté a Rodríguez fue si sabía algo de la familia de Pedro Figueredo, y me dijo: “No, no sé nada, pero desde luego no está en Nueva York, pues yo asisto al Club Cubano y lo sabría”. Pero me informó de la residencia de Ramón de Céspedes y Pancho Aguilera, reconocidos patriotas e íntimos amigos de papá.
Pedí a Rodríguez que me hiciera el favor de dar al capitán la dirección de ellos y que tuviera la bondad de dejarnos a bordo hasta que vinieran por nosotros, lo que no dudaba harían inmediatamente, pues no conociendo el idioma inglés y sin un centavo, no podíamos lanzarnos a las calles de Nueva York.
Aproveché que Rodríguez podía servirnos de intérprete para darle las gracias al capitán por todo lo que había hecho por nosotras, pues no había querido cobrar nada por el pasaje de los tres y viendo que nos moríamos de frío al acercarnos a Nueva York, pues no teníamos abrigo ninguno, nos había dado sus guantes de lana para abrigarnos los pies. También le pedí a Rodríguez que le dijera que me explicara sobre una maletica que le había dejado Almoguera con la orden de que me la entregara en alta mar. Al abrirla me encontré con el retrato de Almoguera con una afectuosa dedicatoria, peines, cepillos de dientes y pañuelos, jabón, papel de escribir y una onza de oro. Yo le dije al capitán que en manera alguna podía aceptar aquello de un español; pero él me dijo: “Ese español era hermano masón de su papá; y además, no intente volver a Cuba y el Sr. Almoguera no sabrá nunca si Ud. aceptó o no. ¿Y qué voy a hacer yo con chucherías de señoritas?” Y al fin Rodríguez y el capitán me hicieron aceptar el regalo. Rodríguez nos dejó la dirección de Céspedes y Aguilera y en seguida que llegamos a Nueva York, que fue el 2 de Noviembre a las nueve de la mañana, el capitán desembarcó y fue a verlos y participarles nuestra llegada.
Por la tarde recibimos la visita de Ramón de Céspedes, Aguilera, Pepe y Lico Izaguirre. Céspedes pidió al capitán que nos tuviera a bordo hasta el día siguiente, que nos llevaría trajes para desembarcar, pues por ser domingo y estar los establecimientos cerrados, no lo había hecho en seguida. El capitán accedió a ello muy gustoso, hasta el día siguiente, que nos despedimos de ese buen señor tan generoso que se llamaba Henry Williams.
Céspedes y Aguilera vivían en el mismo “Boarding House” y allí nos llevaron. Entonces me enteré de todo lo que mi desgraciada familia había sufrido, y cómo después de una larga prisión la habían deportado intimándola a salir de la Isla en veinticuatro horas. El primer vapor que salía era para Key West y para allí se fueron.
Durante mi corta estancia en Nueva York me llevaron al Club Cubano, donde fui presentada a toda la colonia cubana, de la cual fui muy visitada, y entre ellos conocí a varios amigos de papá. Al fin, el 11 de Diciembre del 71 llegué a Key West, encontrándome en brazos de mi pobre mamá, después de catorce meses de separación, que a mí me parecieron catorce siglos. Allí nos quedamos y allí pasé por el cruel dolor de ver cómo iban desapareciendo los seres más queridos de mi corazón. Perdí primero a mi pobre mamá, a quien parece que Dios le sostuvo la vida para que pudiera bendecirnos antes de morir; y después a muchas hermanas.
En Key West he vivido hasta que, libre Cuba del yugo español, pudimos sus pobres hijos volver a ella, al abrigo de nuestra gloriosa bandera, que tanta sangre noble y generosa nos ha costado.
Hoy vivo en la Habana en unión de mi numerosa familia, compuesta de mi esposo y nueve hijos; dos varones y siete hembras, de los cuales estoy muy satisfecha; y después de tantos sufrimientos llevo una vida tranquila y feliz, faltándome solamente para no tener nada que desear, ver a mi Cuba tan próspera y feliz como es el ardiente deseo de su más amante hija.
(Firmada) Candelaria Figueredo de Portillo.
Notas:
En el trabajo sobre la muerte de Figueredo, insertamos su testamento, hecho pocas horas antes de morir donde aclara sus propiedades y el aporte de Isabel al matrimonio.
En el censo realizado en Estados Unidos, en 1900, figura que Candelaria nació en el mes de diciembre de 1851. Twelfth census of the United States, 15 de junio de 1900.
Muerte: Candelaria murió en su domicilio en la Víbora, Lagueruela 64, el 19 de enero de 1914, Por su voluntad, el sarcófago fue envuelto en una bandera cubana, que había constituido también el sudario de su madre.