La Marquesa de la Habana!!!
En broma, La Marquesa le secretea a sus amigos: ¿cuánto me dan si se lo toco?
Una vez el humorista Enrique Núñez Rodríguez me contó que cuando Isabel Veitía, La Marquesa, se tropezó una tarde en el Prado con el Caballero de París lo empujó y casi le arrancó la pelambre de un bofetón antes de que el hidalgo empezara a correr dando gritos. Nunca supe si el hecho sucedió o no, pero lo cierto es que esta negrita mitómana, tan popular como el pan con croqueta, representó durante décadas una suerte de consumación de la burla, la carcajada, la bronca y el escándalo, sin la cual La Habana no sería tal. Unos la adoraron y otros quisieron ahogarla en el Malecón, mas esto a ella le importaba un comino.
La información que aparece en la prensa escrita de las últimas décadas y en las redes sobre La Marquesa es muy vaga, confusa y repetitiva. Por fortuna, en una de nuestras frecuentes visitas a la Biblioteca Nacional, encontramos, por causalidad, una entrevista que en 1949 le hizo Alberto Arredondo, de Bohemia, quien logró que este singular personajes dejara de ser una referencia pintoresca de muy escasa consistencia humana para convertirse en una mujer retadora y de batalla, dueña, además, de un verbo gimnástico y atormentador.
La Marquesa fue, en verdad, una frágil personita, cortica y ancha como pocas, no obstante, a pesar de no llevar en sus venas ni una gota de sangre azul, fue, a la vista del ciudadano de a pie, más “real” que muchas altezas. En su referido encuentro con Arredondo enfatizó:
Unos pocos no quieren creer que siendo yo una mujer negra, pueda ser marquesa. En primer lugar, no soy negra, sino de un color oscuro subido, que quizás me haya sido otorgado cuando era niña y me exhibían al sol de este trópico tan castigador. Y, en segundo lugar, la nobleza de la sangre, nunca, que yo sepa, ha estado en el color de la piel. Desde pequeña yo era una aristócrata. La realeza la traía en mis propias carnes.
Y cuando en la escuela golpeaba a una compañera, o cuando en la calle le disparaba una pedrada a un vendedor de churros, lo hacía para cumplir mis derechos contra los vasallos y los vulgares del Reino.
La Marquesa y el Caballero de París vivieron durante años una dura rivalidad.
La Marquesa aseguraba a sus amigos que sus parientes, por parte de madre, fueron reyes en África antes de ser esclavizados en Cuba, y que su padre, del tamaño de un poste eléctrico, y con el sabor de la raspadura, había vivido en Francia como sirviente de una familia aristocrática criolla.
En realidad, esta mujer, llena de “alcurnia y abolengo” y con un lenguaje “afrancesado”, nació en la calle San Salvador número 8, perteneciente al actual municipio capitalino del Cerro, y más tarde, se radicó en San José, en una vivienda bastante huérfano de lujos y comodidades y con un vecindario alejado del París de sus calenturas cerebrales.
Cuentan que de niña la pusieron a trabajar en una fábrica de fósforos, donde le incendió el moño a una compañera de trabajo, y luego, le prendió fuego a un diminuto depósito de petróleo y provocó unas carreras similares a las de Napoleón en Waterloo.
Sobre sus ocupaciones posteriores hay dos versiones: Derubín Jácome atestiguó en la página digital Cuba en la Memoria que ella fue la insustituible repostera de la señora María Luisa Gómez-Mena, Condesa de Revilla de Camargo, a quien nunca le preocuparon sus ojos desamparados y modales cortesanos. Sin embargo, La Marquesa juró más de una vez en público haber sido durante años la doméstica de una encopetada dama francesa, esposa de un diplomático con residencia en La Habana.
Míreme… yo todavía tengo encantos –le insinuó a Arredondo tras tomarse un café bien fuerte. Mi ropa es siempre a la francesa. Yo misma me la hago. Mis sombreros son creaciones de La Duquesa, una negrita de Puentes Grandes que es una `leona´ haciendo filigranas en mi cabeza.
Y cuando quiero, cuando me agrada un macho, yo sé comportarme como una `garzona` irresistible. Atleta de circo me tuve que volver una noche, corriendo por cuatro azoteas, para huirle a un pardo de La Víbora con sangre verde limón. Más adelante, tuve que hacerle caso a Andrés Linz. Estamos distanciados, de todas formas, él sigue siendo mi marido oficial. Es el Señor Conde.
Todo parece sugerir que esta mulata jacarandosa cae víctima de la demencia cuando arriba a la madurez y se dedica a pedir limosnas hasta mucho después de 1959, las cuales, según insistía, eran obligadas, porque “los pueblos donde hay reyes le pagan a la nobleza una pensión”.
Su ritual comenzaba temprano en la mañana cuando pasaba por las oficinas de Godoy-Zayán, dedicadas a los seguros y la banca, donde le daban dinero a fin de que trajera para todos los empleados el café con leche y el pan con mantequilla. A renglón continuo, daba varias vueltas por la calles Neptuno y Galiano, y se apostaba, como a las dos de la tarde, en el otrora Rex Cinema, en Centro Habana, antes de partir con su sonrisa imperturbable, ya finalizando la tarde, hacia el Vedado en busca del cine Radiocentro (hoy Yara), donde su vestido estampado trazó toda una época.
En la noche, proseguía repartiendo saludos por las mesas de varios restaurantes como el Carmelo de la calle Calzada, El Jardín, y El Potin, donde cerraba su exitoso periplo.
Lilia Bustamante, quien ha intentado biografiar a ciertos personajes populares cubanos con irregulares logros, brinda, esta vez, una atractiva estampa digital sobre esta morena frenética y de buen corazón:
“Se paseaba por el Parque Central de La Habana, donde abundaban los turistas con cámaras fotográficas al hombro (…). Por un verde billetico se dejaba fotografiar, no sin antes identificarse como lo que creía ser. Usaba un sombrero color morado con un velito de tul. Colgaban de sus hombros una raída mantilla a medio poner y una carterita negra de charol. Para llamar la atención, se abanicaba siempre con gracia y feminidad y calzaba unos brillantes zapatos plásticos de color dorado, bien charros.
“Tenía dos o tres rutinas (obscenas en aquella época) a las que sabía sacarle provecho económico: una de ésas, la más osada, consistía en acercarse a un viajero, hacer como que quería tocar sus intimidades y, en combinación con su grupo de amigos, se le oía secretear: ¿cuánto me dan si se lo toco? Sólo era una broma tonta de mal gusto, sazonada con la proverbial picardía que ella desparramaba.
“Hacía reír a los desprevenidos caminantes, ella abría la bolsa y decía con gracia: -`¡Billetes, sólo billetes! ¡Yo soy una Marquesa! Mi condición no me permite aceptar monedas…`. Era un espectáculo bufo”.
Sobre sus altercados en los centros nocturnos habaneros le confesó a Arredondo:
“Hay mandamás de cafés y bares que me amenazan y hasta me arrojan de allí. Por eso también me han llevado a la Estación de Policía varias veces. En el Toledo no me dejan entrar. Hay un tal Antonio que ya reservó una parcela para mí en el cementerio. Lo mismo me dijo un español del Vista Alegre. Ya ve, soy una mujer feliz. Ya tengo dos parcelas en Colón. Nada, que hasta me entran ganas de morirme…”.
Derubín Jácome asevera que en su vejez La Marquesa se hizo cargo de su esposo, impedido físico tras un accidente, y de una hija, en igual situación. En consecuencia, explotaba en pataleos y chillidos cuando los funcionarios del Estado le ofrecían los beneficios del asilo.
Pícara y escurridiza, se nos fue a finales de la década del setenta, aunque, como sentenció Elsa María Cortés en la web de Radio Rebelde, su desparpajo sigue presente en muchos habaneros, quienes a ratos la recuerdan cuando se sentaba debajo de la ceiba del Parque de la Fraternidad para disfrutar de la imagen de sus “súbditos”.
La Marquesa siempre vivió en un paraíso imaginario de emociones, anécdotas, frases y símbolos… Ella se conformó con muy poco y, a cambio, nos regaló una estampa llena de perseverancia e insolencia que aún hoy sorprende a los timoratos y aburridos de siempre.
Fuente OnCubaNews