La Narco-Revolución Cubana (Quinta Parte)
por Daniel Iglesias Kennedy (Profesor y Escritor)
Ilustración: «Saturno devorando a un hijo», de Francisco de Goya.
Foto: Antonio de la Guardia testificando ante el tribunal militar.
La noche del 12 de junio de 1989, en la ciudad de La Habana, los hermanos Patricio y Antonio de la Guardia fueron detenidos y conducidos a los calabozos de Villa Marista. Fidel Castro había dado la orden de arresto, alarmado por el desarrollo del proceso judicial que tenía lugar en Estados Unidos contra la red de Reinaldo Ruiz. Un grupo de altos oficiales relacionados con los mellizos corrió la misma suerte: el general de división Arnaldo Ochoa, el Ministro de Transportes Diocles Torralba, el teniente coronel Amado Padrón, el capitán Jorge Martínez y una lista de subordinados. Un mes después, el 14 de julio, cuatro de ellos fueron fusilados: Antonio de la Guardia, Arnaldo Ochoa, Amado Padrón y Jorge Martínez. Fidel Castro había movido sus hilos y preparado el escenario para que fueran otros quienes cargaran con la culpa y sacrificar a unos leales servidores que lo único que habían hecho era cumplir sus órdenes. Así funciona el régimen cubano.
Las torturas a las que fueron sometidos los hermanos De La Guardia tienen un origen medieval; unos métodos que ellos contribuyeron a actualizar en unos calabozos que ellos mismos ayudaron a construir. El sistema no difería en lo esencial al que utilizaron los inquisidores a principios del Siglo XIV para obligar a los caballeros templarios acusados de herejía a reconocer ante el tribunal eclesiástico unos delitos que no habían cometido. En el caso de los acusados cubanos, no se emplearon tormentos con instrumentos de fuego. El clásico martirio fue reemplazado por un refinado sistema moderno conocido como «desorientación circadiana», que consiste en descontrolar el reloj biológico que regula la conducta, la capacidad mental, y garantiza el funcionamiento normal del organismo. Los verdugos contemporáneos consiguen por medios artificiales descolocar en tiempo y espacio a un detenido, incapacitándolo para pensar y actuar de una manera coherente. A Antonio de la Guardia lo encerraron en una celda tapiada, con una lámpara de luz de gran potencia que permanecía encendida las veinticuatro horas. Estaba desnudo y no le permitían dormir. Cada media hora lo despertaban con un grito o un portazo. A los pocos días de «tratamiento», se convirtió en algo parecido a una marioneta dispuesta a obedecer las órdenes que emanaban del titiritero, y aceptó sin vacilar la recomendación de no implicar, en sus declaraciones ante el tribunal de honor que lo estaba juzgando, a ningún dirigente de la Revolución con un rango superior al suyo.
A ninguna persona con la mente sana le divierte enterarse de que alguien, por muy ejecutor que haya sido al servicio de un dictador desalmado como Fidel Castro, acabe siendo sometido a unas sesiones de torturas simplemente para inculparse él de las múltiples acciones y actividades ordenadas por su jefe. Otra cosa muy diferente es olvidar sus crímenes y describirlo como un guerrero digno de admiración. Todavía me desconcierta la repentina evolución que puede sufrir la semántica castellana. Me refiero al concepto de «héroe» que utilizaron con posterioridad algunos de sus amigos y familiares que biografiaron al Coronel, echando mano al viejo y desgastado recurso de la Dialéctica. «Todo cambia y se transforma». ¿Recuerdan?
Según creo, el clásico comportamiento heroico se distingue por los méritos, hazañas y virtudes del protagonista o personaje relevante en un poema épico. Por ejemplo, Aquiles y Héctor eran héroes en *La Ilíada*, como también lo fueron en sus respectivas epopeyas Roldán, Sigfrido, El Cid, Saladino, Cuchulainn y otros. Pero, ¡por Dios!, incluir en el mismo retablo a Antonio de la Guardia es pasarse de la raya. Quienes lo conocieron, no han evitado calificativos como «matarife» y «asesino» con un hombre que «no vacilaba en ejecutar con sus propias manos a cualquiera que -en Miami, San Juan o Nueva York- se le atravesara en el camino, lo cual ocurrió más de una vez». Los héroes épicos y legendarios también ejecutaban a sus enemigos, pero nunca por la espalda. Los cronistas del Coronel se han empeñado en colocar a su personaje en un friso que no le corresponde, para luego enumerar sin ningún pudor las «hazañas» imputables a su biografiado y a sus muchachos de las Tropas Especiales: contrabando de armas, drogas tóxicas y otras mercancías diversas; secuestros de objetivos de interés en países vecinos; planificación de atracos a bancos y joyerías; falsificación de dólares, documentos y artículos de marca occidentales; creación de empresas tapadera para lavar dinero; tráfico ilegal de ciudadanos cubanos con destino final a Estados Unidos; asesinatos a opositores del régimen de Fidel Castro; formación de un equipo de sicarios (los llamados *Killers*) al servicio del mejor postor; utilización de fotos, cartas y grabaciones para chantajear a políticos, empresarios, diplomáticos, escritores y artistas que visitaron Cuba; organización de actividades terroristas y exportación de elementos subversivos por Latinoamérica, Europa y Estados Unidos, y un largo etcétera. Una de las misiones secretas que le fue encomendada a Antonio de la Guardia en octubre de 1962, durante la Crisis de los Misiles, fue la voladura del puente de Brooklyn y del edificio de las Naciones Unidas de Nueva York. De la Guardia llegó a colocar las cargas explosivas, aunque no pulsó el detonador. De haberlo hecho en una hora punta de tráfico intenso, habría provocado una masacre comparable con la catástrofe de las Torres Gemelas, y el legendario Coronel se habría convertido en el Bin Laden de los años Sesenta.
Cualquier magistrado a quien le caiga un convicto con semejante currículo, no dudaría en pedir por lo menos que lo encierren en una jaula y tiren la llave. Es incomprensible leer como alguno de sus parientes o amiguetes de correrías tropicales ha pretendido canonizar a este delincuente excesivo. A Antonio de la Guardia le tocó pagar el pato. Eso sin duda. Pero la traición que sufrió a manos de su Comandante en Jefe no lo convierte en merecedor de la devoción de las nuevas generaciones, ni en inquilino del panteón que ocupan los próceres de la Patria. Ser el chivo expiatorio de una maniobra política rastrera no basta para colocar su foto en la galería de mártires, ni en los sellos de correo, ni en los nuevos billetes de banco que circularán en Cuba no se sabe cuándo. A De la Guardia lo jodieron y punto. Ahora, que descanse en paz.