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MATANZAS En 1828, el rey Fernando VII concedió su escudo de armas a la ciudad d

MATANZAS
En 1828, el rey Fernando VII concedió su escudo de armas a la ciudad de Matanzas. La Real Cédula está encabezada por todos los títulos del monarca. Allí se lee:
Dn. Fernando Séptimo por la gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales. Islas y tierra firme del mar Océano. Archiduque de Austria. Duque de Borgoña, de Bramante y de Milán. Conde de Abspurg, de Flandes, Tirol y Barcelona. Señor de Vizcaya y de Molina…».
Se expresa en el documento que el monarca ha tenido a bien aprobar el escudo de la ciudad y ordena a su ayuntamiento que lo coloque en el lugar correspondiente y emplace su estatua (la del Rey) en el centro de la alameda, «según se ha solicitado para perpetuar la memoria de los servicios de tan pacíficos habitantes y del aprecio que me han merecido». Por tanto, ordena y manda al Capitán General, a la Audiencia del distrito, a intendentes, gobernadores y demás autoridades civiles, militares y eclesiásticas «que enteradas de la resolución contenida en esta mi Real Cédula la guarden, cumplan y ejecuten en lo que respectivamente les corresponde». La firma «Yo el Rey» y está dada en el palacio del Pardo. Lleva el Gran Sello Real.
Inserta el diseño del escudo: Campo azul. Torre y puentes de oro. El Pan de Matanzas, de plata. Corona Real de las Españas y hojas de caña y café.
El nombre original, y desde hace mucho tiempo en desuso y olvidado, de la bahía de Cochinos, la rada abierta y de gran calado, en el sur de la provincia de Matanzas, es el de bahía de Lope Conchillos, según se afirma en una Reseña histórica de esa provincia publicada en 1941.
Al igual que esa bahía, con el transcurrir del tiempo muchas localidades matanceras cambiaron sus denominaciones originales. Así, Jovellanos, Colón y Alacranes fueron antes Bemba, Nueva Bermeja y Alfonso XII, respectivamente. Pedro Betancourt se llamó Corral Falso de Macurijes, Agramonte, Cuevitas y Carlos Rojas, Cimarrones. Limonar fue Guacamaro, Máximo Gómez, Recreo o Guanajayabo, y Martí, Hato Nuevo o Guamutas, en tanto que San José de los Ramos, Los Arabos y Manguito se nombraron Cunagua, Macagua y Palmillas.
Matanzas fue, durante la Colonia, una urbe rica y culta. Su rubro económico fundamental era el azúcar y mantenía un comercio intenso con el exterior. Su burguesía dominaba idiomas foráneos, hacía que sus hijos se educaran con institutrices francesas antes de enviarlos a Europa, disfrutaba de buenas temporadas operísticas y paseaba sus ocios en lujosos coches marca Príncipe Alberto.
En escenarios matanceros se hicieron aplaudir las bailarinas Fanny Elssler y Ana Pavlova, la actriz Sarah Bernhardt y Adelina Patti, la mejor soprano absoluta de todos los tiempos. Y entre sus huéspedes contó a figuras de tanta alcurnia como Luis Felipe de Orleans, más tarde rey de Francia.
Ese esplendor de ayer se advierte hoy en el severo corte neoclásico de muchas de las edificaciones de la villa y en sus casas de pórticos imponentes. La botica francesa del doctor Triolet, convertida en museo desde 1964, con sus potes de porcelana, sus estanterías de maderas preciosas y su bien conservada colección de fórmulas, es ejemplo vivo de ese pasado.
Como lo es el teatro Sauto, uno de los más imponentes del país. Comenzó a construirse el 29 de mayo de 1860 y quedó listo el 6 de abril de 1862. Consta de cuatro pisos y, aunque las cifras pueden haber variado con los años, disponía de 402 butacas, distribuidas en 18 filas, en la platea, y en sus dos primeros pisos se contaban 40 palcos y cuatro grillés. El tercer piso lo ocupaba la tertulia, con 500 localidades, y otras 500 existían en el piso siguiente, el llamado paraíso o cazuela, con lo que daba cabida a unos 2 000 espectadores.
Su edificación exigió un presupuesto de 350 000 pesos oro español, y en su construcción se siguieron los planos que elaboró el arquitecto y escenógrafo italiano Daniel Dall’Aglio, autor además de los frescos que adornan los techos del edificio. Se dice que esos planos fueron revisados y aprobados por el ilustre ingeniero Francisco de Albear.
El Sauto se inauguró como teatro Esteban y se agasajó con ese nombre al gobernador español Pedro Esteban y Arranz. Pero al cesar la dominación colonial en la Isla, se le dio el del hombre que aportó de su peculio la mayor cantidad de numerario para que el teatro fuese posible, el doctor Ambrosio de la Concepción Sauto y Noda, un boticario nacido en la localidad habanera de Guanajay, pero avecindado en Matanzas, donde falleció.
Era un hombre querido y respetado por su sapiencia. Su labor farmacéutica, recogida en un copioso formulario, siguió siendo útil más allá de su muerte.
Una figura que honra a Matanzas en la esfera de la salud, como también la honra, entre otras muchas, la de Ángel Arturo Aballí y Arellano, gloria de la Pediatría cubana.
Matanzas es tierra de poetas. Allí nacieron, entre otros, José Jacinto Milanés, Bonifacio Byrne, Agustín Acosta y Carilda Oliver Labra, la autora apasionada de Se me ha perdido un hombre y Al sur de mi garganta.
En la música, marca asimismo una huella indeleble. Es la plaza fundamental del complejo danzario de la rumba y cuna del danzón, baile nacional, y el danzonete. Matanceros ilustres son Nilo Menéndez (1902-1967), el autor de Aquellos ojos verdes; Frank Domínguez (1927), el compositor de Tú me acostumbraste, y Dámaso Pérez Prado (1917-1989), el creador del mambo.
También es matancero José White (1836-1918), el creador de La bella cubana. Se dice que cuando matriculó en el Conservatorio de París, White dominaba ya 16 instrumentos musicales, entre estos el violoncelo, la flauta, el contrabajo, el piano, el clavicordio, el trombón y, desde luego, el violín, con el que se destacó como concertista, y que dominó con tal virtuosismo que pudo sustituir al célebre Alard en su cátedra del conservatorio parisino. Como violinista, White emuló con los grandes de Europa y figuras muy notables de la música, como Mendelssohn y Rossini, Gounod, Thomas y Auber, se disputaban su amistad. Como director del Conservatorio de Río de Janeiro fue profesor de uno de los hijos del Emperador de Brasil.
Desde los cinco años White demostró su predilección por el violín. A los ocho leía música, a los 15 compuso una misa para la orquesta de una iglesia local, y a los 19 se anotó uno de sus primeros triunfos, al tocar en Matanzas junto al eminente pianista norteamericano Gottschalk. En París se alzó con el Gran Premio del Conservatorio por el que contendía entre 60 violinistas.
Se hizo aplaudir en todas las cortes europeas. Una noche tocó en Las Tullerías para Napoleón III y la emperatriz Eugenia y cosechó un éxito rotundo. Pese a que en aquella ocasión, pasado el concierto, muchos quisieron alternar con él en el palacio y el Gran Chambelán le pedía que se quedara, nada ni nadie lo retuvo. White corrió a su casa para contar a su anciana madre pormenores de la velada.
—¡Ay, Joseíto! —exclamó ella emocionada—. ¡Si tu pobre padre pudiera verte ahora…!
Porque fue con su padre con quien el gran José White aprendió a tocar el violín.





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