Los que lo conocieron lo recordaban como un hombre esbelto y elegante. Alto. De maneras distinguidas. Airoso. De carácter dulce y comunicativo, siempre con la sonrisa a flor de rostro, y que sabía, sin embargo, ser también dominante y autoritario, Audaz. Amante de las letras y de la música. Cultísimo. Su nombre era Pedro Figueredo Cisneros y sus compañeros y amigos le llamaban Perucho. Hace 149 años —10 de octubre de 1868— Carlos Manuel de Céspedes se alzó en armas contra el colonialismo español. Hace 149 años —20 de octubre de 1868— Perucho Figueredo dio a conocer, en un Bayamo en poder ya de la Revolución, el Himno Nacional cubano.
El gallito bayamés
Pedro Figueredo nació en Bayamo, en el seno de una familia acomodada, el 29 de julio de 1819, y cuando, en su ciudad natal, cursó las primeras letras, tuvo a Carlos Manuel de Céspedes y a Francisco Vicente Aguilera como compañeros de clase. Tenía 15 años de edad cuando sus padres decidieron enviarlo a La Habana. Haría aquí estudios de bachillerato y tendría entre sus profesores a su coterráneo José Antonio Saco, una de las cumbres del pensamiento cubano en el siglo XIX. Por su arrojo y coraje, sus compañeros lo llamaban «el gallito bayamés». Transcurrieron cuatro años y se graduó como bachiller en filosofía. Quiere estudiar Derecho y lo hace en la Universidad de Barcelona. Carlos Manuel será aquí otra vez su condiscípulo. Cuando concluye la carrera (1842) viaja por varios países de Europa antes de regresar a la Isla.
Ya en Cuba, contrae matrimonio y gestiona, ante la Real Audiencia de Puerto Príncipe, la reválida de su título. Los hijos —11 en total con la misma mujer— le vienen uno de detrás del otro y goza el letrado de tranquilidad económica, pero los tiempos no son buenos. O’Donnell, el capitán general, reprime con saña a los que sueñan y laboran por la independencia de Cuba, y se muestra implacable con los negros, aun con los libertos, a los que, con razón o sin ella, involucra en la supuesta Conspiración de la Escalera. Corre el año de 1844. Es el año del cuero.
A partir de ahí se complejiza el panorama de la Colonia. Narciso López mueve sus peones anexionistas y los reformistas tratan de ganar terreno en la vida política. Los que en Bayamo no simpatizan con España deben buscar acomodo. Céspedes se va a Manzanillo mientras que otros sientan plaza en Puerto Príncipe. Perucho decide instalarse en La Habana y el 30 de mayo de 1856 solicita al ayuntamiento capitalino la autorización pertinente para incorporar su título de abogado. Se relaciona aquí con gente de letras y emprende la publicación de El Correo de la Tarde. No pocas firmas prestigiosas aparecen en sus páginas. Colaboran en el periódico el Conde de Pozos Dulces, Rafael María de Mendive y José Fornaris, entre otros. Poco dura El Correo de la Tarde. Los tiempos no son propicios para el periodismo.
Vuelve Perucho a Bayamo y se establece en su finca Las Mangas. Mueren sus padres y sus hermanos deciden invertir la herencia en un ingenio azucarero. Quiere Perucho que sea la fábrica de azúcar más eficiente de la Colonia. Lo organiza con cuidado, Mejora las condiciones de vida de los negros e incrementa los índices productivos.
Pero no hay paz. Redacta Perucho Figueredo un memorial dirigido a la máxima autoridad de la Isla a fin de que releve al Alcalde Mayor de Bayamo, hombre de incapacidad notoria, y la máxima autoridad no se lo perdona. Lo condenan a 14 meses de arresto domiciliario, tiempo que aprovecha el patriota para estudiar táctica militar y escribir artículos de costumbre.
La Bayamesa
En 1867 llega a Bayamo una comisión de la Gran Logia santiaguera. Se quiere organizar la masonería en dicha ciudad y luego de limar asperezas y superar discrepancias surgidas entre Perucho y Francisco Maceo Osorio, logra constituirse la logia Redención, con Francisco Vicente Aguilera como Venerable Maestro. Ya para entonces se conspira en Bayamo, al igual que en otras regiones cubanas. Aguilera, entonces el hombre más rico de Oriente, prepara la revolución y Carlos Manuel de Céspedes, dado a los lances de riesgo, aporta su energía vivaz y su resolución.
Entre muchos otros, están en la conspiración Maceo Osorio y el abogado Perucho, que viaja a La Habana a fin de hacer contacto con los conspiradores de la capital. Como ha hecho estudios de solfeo y violín y siente afición por la música, Maceo Osorio le pide que componga un himno de guerra. Acepta Figueredo la sugerencia y compone una pieza que instrumentaría el violinista y director de orquesta Manuel Muñoz Cedeño. El futuro Himno Nacional cubano se dejaría escuchar por primera vez en la iglesia mayor de Bayamo durante un Te Deum con motivo de la fiesta del Corpus Christi de 1868. Ese día en el templo está en su sitio de honor el gobernador Julián Udaeta. No demora la primera autoridad local en advertir el espíritu levantisco de aquella música, algo así como un llamado a la insurrección, y lo comenta con Muñoz Cedeño. Conversa también con el compositor.
—No, no es un himno bélico —asegura Pedro Figueredo.
La conspiración sigue su curso. El 10 de octubre Céspedes se alza en armas en su ingenio Demajagua, y Figueredo sigue el ejemplo en su finca Las Mangas. Allí lo visita una comisión del gobernador Udaeta. Le garantiza el indulto si depone de inmediato su actitud. Perucho no acepta la propuesta. Hace saber que su determinación no tiene marcha atrás. Tomás Estrada Palma, que viene entre los comisionados, abandona el grupo y se pasa al lado de Perucho.
Deciden los insurgentes poner sitio a Bayamo. Los españoles se rinden y los libertadores ocupan la ciudad. El pueblo, concentrado en la plaza, pide a gritos a Figueredo que exteriorice la letra del himno que a partir de ahí se conocerá como La bayamesa, a semejanza de La marsellesa. Apoyado sobre el lomo de su cabalgadura, escribe Figueredo los versos y la multitud los repite a gritos. Son los de las dos estrofas que hoy conforman el Himno Nacional. Desde la celda donde lo han encerrado, el gobernador Udaeta escucha la música. Claro que era un himno de guerra. No se había equivocado. Pronto prenden letra y música entre los bayameses. No demora en reproducir los versos un periódico impreso en la manigua y a partir de ahí, y durante años, los versos del Himno, junto con su música, se transmiten oralmente de padres a hijos.
Fusilado
Recibe pronto Figueredo los grados de mayor general, pero todos siguen llamándole Perucho.
Tras la Asamblea de Guáimaro (1869) se le designa subsecretario de Guerra. Renuncia tras la destitución de Manuel de Quesada, general en jefe del Ejército Libertador, pero Céspedes no acepta su dimisión.
El enemigo lo sorprende enfermo y en compañía de su familia en la finca Santa Rosa. Tras una tenaz resistencia es hecho prisionero y a su lado quedan presas sus hijas. En un barco español son trasladados a Santiago de Cuba. El 16 de agosto de 1870 es presentado Pedro Figueredo a un consejo de guerra.
Se conserva su declaración ante los jueces. Dijo:
—Soy abogado y como tal conozco las leyes y sé la pena que me corresponde. La de muerte. Pero no por eso crean ustedes que triunfan, pues la Isla está perdida para España; el derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil y ya es hora de que reconozcan su error. Con mi muerte nada se pierde pues estoy seguro de que a esta fecha mi puesto estará ocupado por otra persona de más capacidad. Si siento la muerte es tan solo por no poder gozar con mis hermanos la gloriosa obra de la redención que habían inaugurado y se encuentra ya en el final.
El consejo de guerra lo condena a muerte, y el 17 se le comunicó la pena. El Conde de Valmaseda le ofrece el indulto a cambio de la promesa de no hacer armas contra España. Expresa al mensajero:
—Dígale al Conde que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente para personalmente escuchar la contestación que merecen… Yo estoy en capilla ardiente y espero que no se me moleste en los últimos instantes que me quedan de vida.
Está ya tan débil que apenas puede caminar hasta el paredón de fusilamiento. Pide que lo conduzcan en coche y, para escarnecerlo, lo obligan a cabalgar sobre un asno hasta el lugar de la ejecución. Cuando montó en él a duras penas podía sostenerse. Sus ejecutores se burlaban del bayamés. Respondió con serenidad al escarnio:
—Está bien, está bien; no será el primer redentor que cabalga un asno.
Ya ante el paredón le ordenaron que se arrodillara. Se negó con firmeza, y cuando ya se daba la orden de disparar, recordó parte de la letra del Himno Nacional que había compuesto y gritó:
—Morir por la patria es vivir.
Era el 17 de agosto de 1870. Tenía Perucho Figueredo 51 años de edad.