Sabe usted por qué se construyó el obelisco? ¿Sabe en qué momento el campamento de Columbia pasó a ser la Ciudad Militar y esta, Ciudad Libertad? ¿Que el cabaré Sans Souci, que ofreció espectáculos bajo las estrellas antes que Tropicana, tenía capacidad hasta para 3 000 personas? ¿Que La Lisa comenzó a fomentarse en 1820 y Arroyo Arenas en la década de 1790? ¿Que el muy famoso, elegante y exclusivo Casino Nacional, ya desaparecido, era una edificación de madera, recubierta en su interior de yeso y masilla, y no de mampostería como creen los ilusos?
Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, regidor perpetuo y alcalde mayor de la Santa Hermandad y 1er. Conde de Casa Barreto era un hombre malo, malo de verdad. Implacable con los esclavos, era peor aún con los negros fugitivos que lograba capturar en sus exitosas rancherías. Con el pretexto de darles limosnas, solía reunir en el patio de su casa a grupos de mendigos y cuando estos eran ya numerosos, les azuzaba los perros, que saltaban sobre ellos. Escriben en su libro Mondéjar y Rosado que los menesterosos pensaban que aquellos canes eran los mismos con los que el Conde perseguía a los esclavos y, aterrorizados, trataban de huir a como fuera. En realidad, eran perros menos fieros que los otros, pero el pánico de los congregados en su desespero por salirse del recinto causaba un efecto mayor que las fauces de los animales. Al final del macabro espectáculo, Barreto repartía las limosnas prometidas y recompensaba con una mayor cantidad de dinero a los que presentaban heridas más graves o mayor cantidad de ellas.
Una de sus mansiones se hallaba en las cercanías de Puentes Grandes y la Avenida 51, propiedad que bordeaba el río Almendares en dirección al norte, hasta la costa, donde hoy se hallan los repartos Miramar y La Sierra; los carreteros temían transitar por aquellos apartados parajes: decían que una luz misteriosa salida de no se sabe dónde se posaba sobre los yugos de los bueyes que tiraban de las carretas. Una zona en la que el Conde enterró fabulosos tesoros valiéndose de negros que después mandó a matar. Fortuna que nunca apareció.
Los días 21 y 22 de junio de 1791 una tormenta se hizo sentir con fuerza y la zona de Marianao resultó de las más afectadas por el desbordamiento del Almendares. Sus aguas arrasaron viviendas, caminos, puentes de sillería y cuanto encontraron a su paso. La mansión del Conde, en Puentes Grandes, sufrió daños de consideración. Barreto murió en medio de la tormenta. En la tenebrosa noche del 21 de junio «estaba de cuerpo presente en la sala principal de su hermosa casa de La Ceiba», luego de escucharse como un trueno lejano seguido de un ruido semejante al de un trepidar de carros sobre un pavimento pedregoso y el estruendo de cien piezas de artillería que disparaban al mismo tiempo, puertas y ventanas de la casa se rompieron con estrepitoso y ensordecedor fragor y un océano penetró en la estancia derribando todo lo que encontraba a su paso. Cuando la ola se retiró en medio del resplandor siniestro de los relámpagos, llevó consigo el sarcófago donde yacía el cuerpo sin vida del Conde. Solo quedó en pie una imagen de bulto de Cristo crucificado que Barreto acostumbraba azotar en sus crisis de sadismo, y que hoy, se conserva —el llamado Cristo de Barreto— en la iglesia de María Auxiliadora, en Teniente Rey y Compostela.
Los restos del Conde nunca aparecieron, en el índice del libro nueve de defunciones de blancos que obra en los fondos de la parroquia del Espíritu Santo aparece asentado el nombre de Barreto y remite al folio 46 del volumen donde debió inscribirse la defunción del sujeto, pero esa página fue arrancada. Muchos años después el poeta Julián del Casal relataba en una crónica que el día del entierro, cuando los familiares del Conde quisieron cargar el sarcófago para llevarlo a la necrópolis, los sorprendió su peso. Lo abrieron y estaba lleno de piedras.
Los descendientes de Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, 1er. Conde de Barreto, ocuparon la casa de La Ceiba hasta 1890. La abandonaron y la otrora lujosa mansión se convirtió en casa de vecindad. La destruyó totalmente el ciclón de octubre de 1944. Los vecinos le llamaban la casa de los perros por los dos canes de bronce que todavía en la década de 1960 custodiaban la entrada de la casa en ruinas y que remedaban ejemplares de la feroz jauría negrera del Conde, pero al igual que los restos de este, esos perros desaparecieron para siempre.
El Obelisco
Inaugurados el 4 de septiembre de 1944, el obelisco y la plaza que lo circunda devinieron, los lugares más representativos y simbólicos de la ciudad de Marianao. Fueron construidos durante el período constitucional del Presidente Fulgencio Batista como forma de perpetuar la memoria del golpe de Estado que, siendo sargento, protagonizara el 4 de septiembre de 1933. Los hizo construir frente a la entrada principal del campamento de Columbia. El ingeniero arquitecto José Pérez Benitoa con esa monumental plaza elipsoidal, embelleció el lugar y halló la solución vial que facilitó el tránsito entre la Calzada de Columbia y la Avenida Menocal (calle 100). Cumple, con los edificios que la circundan, de marcado estilo art decó, una función social importante y los faros en lo alto del obelisco aseguraban la navegación del cercano aeropuerto militar.
Sobre su origen y su nombre se han reiterado varios errores pues algunos sostienen equivocadamente que fue construido para rendir homenaje al sabio cubano Carlos J. Finlay. En el imaginario popular existe la versión de que este monumento representa una jeringuilla. Ambas conjeturas son erróneas.
El 10 de octubre de 1944 asume la presidencia de la República el doctor Ramón Grau San Martín, que es también un producto del 4 de septiembre de 1933. A partir de esa fecha, y durante los 25 años siguientes, la política cubana giró en torno a los nombres de Batista y de Grau. Pero a este no le gusta el monumento o lo que este representa y comienza su transformación. La acción del tiempo se ha encargado de sacar a relucir los rasgos del nombre primitivo que había sido grabado sobre la piedra jaimanitas y luego suprimido… para dar paso al nombre tan merecido de Carlos J. Finlay.
Campamento Columbia
Es entre 1933 y 1939, con el coronel Batista como jefe del Ejército, que el campamento de Columbia se convierte en la Ciudad Militar. La instalación de precarias barracas de madera pasa a ser un complejo moderno, dotado de amplias avenidas y edificaciones funcionales. Disponía de un polígono de seis kilómetros de largo y cien metros de ancho enmarcado por dos avenidas que desembocaban en el Cuartel General, sede del Estado Mayor.
El área del campamento fue seleccionada, en 1898, por el Cuartel Maestre del Ejército norteamericano, propuesta que tuvo la aceptación de sus superiores en Washington. La ocuparon tropas provenientes casi en su totalidad del distrito de Columbia (Carolina del Sur). De ahí el nombre del lugar que fue acondicionado de inmediato por centenares de soldados del 5to. Cuerpo del Ejército Libertador, al mando del general Menocal, acantonado en la playa de Marianao. Estrada Palma, nuestro primer presidente, situó allí su residencia de verano, aunque después quiso venderlo para que se edificara en el lugar un reparto residencial.
Durante la República se decía que quien mandara en Columbia mandaba en Cuba. Después de la caída de Machado, se instala allí la sede del Estado Mayor del Ejército, radicado hasta entonces en el castillo de la Fuerza. Llegó a albergar a más de 6 000 aforados y dio asiento a la División de Infantería Alejandro Rodríguez y al Regimiento Mixto de Tanques 10 de Marzo, lo que equivale a decir el pollo del arroz con pollo del Ejército cubano. Allí se asentó también el Estado Mayor Conjunto, instituido por la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas de 1957.
Quinta de San Jose. Las Palmas, ay, Las Palmas
La Quinta San José fue vaciada de sus riquezas —era prácticamente un museo— y demolida en los inicios de la década de 1960. Desapareció la majestuosa quinta, reliquia de la arquitectura colonial cubana y de gran valor histórico, cultural, científico y religioso y en su lugar se construyó, en 51 entre 92 y 92B, un magnífico complejo deportivo que, si bien era un anhelo de jóvenes de la zona, podía haberse construido en otra parte. De la casa de Lydia Cabrera, escritora cubana, y Titina de Rojas, hija del propietario del predio, solo quedan las palmas que un día flanquearon el camino hacia la residencia y fueron testigos de su largo romance.