Tantos mangos hay en Cuba que algunos no podrán creer que hace unos 200 años en la Isla no había ni una sola mata de la exquisita fruta.
El árbol se conoce desde hace milenios y es natural del sur de la India, donde nuestros ancestros ya comían mangos mientras se calentaban en las cuevas alrededor de las hogueras. De hecho, cuentan los de por allá que Buda acostumbraba a meditar a la sombra de un mango y que el mangay (como es su nombre originario en tamil) trae buena suerte a la hora de establecer un compromiso amoroso.
Sin embargo el mango no comenzó a cruzar los mares hasta el siglo XV en que comerciantes y viajeros lo fueron poco a poco extendiendo por las regiones subtropicales del orbe.
A Cuba llegaría un par de centurias después, a finales del XVIII, como una curiosidad (nadie calculó entonces que iba a ser un buen negocio sembrar mangos por allá). En 1793 desembarcaron por el puerto de La Habana las primeras semillas procedentes de Jamaica que fueron sembradas en las fincas de extramuros, en las tierras de los Condes de Jibacoa, por donde hoy se encuentra la avenida Galiano.
Estas matas de mango, de las que descienden buena parte de las que hoy existen por toda la Isla, dieron en su primera parición cinco frutos que se vendieron a precio de oro.
Desde allí se fueron extendiendo por todo el país, aunque no se descarta que desde Jamaica hayan llegado más semillas al oriente del país y ayudado a la enorme dispersión que en poco tiempo alcanzó el frutal por todo el archipiélago cubano.
El árbol del mango, que llega a alcanzar los 10 metros de alto no es exigente en su cultivo, tiene un rápido crecimiento y es bastante longevo.
Por tanto no es de extrañar que exista tanto mango en Cuba. Tanto, tanto que una gran parte de los cubanos siguen pensando que es oriundo de ese país.