Uno de nuestros amable lectores ayer comento sobre otro de nuestros personajes populares: La China.
No creo que sean muchos ya los que recuerden su nombre ni tampoco los que lo supieron en su momento. Le decíamos La China. Alta, huesuda, pelada a lo que entonces se llamaba medieval, con los labios pintados de un rojo intenso y argollas en las orejas, aretes tan inevitables como su minifalda y las plataformas. Siempre muy limpia y con días en los que lucía más «acelerada» que en otros. Tendría unos 50 años de edad —acaso un poco más— y se decía que era hermana o pariente de los propietarios de La Casa de los Tres Kilos, el entonces famoso establecimiento comercial de la esquina de Belascoaín y Reina, lo que parece que era cierto.
Una mañana en la parada de la ruta 74, en calle G y 25, en el Vedado. La gente se aglomeraba en espera de la guagua. Y allí desembarcó ella, bailando y poniendo en órbita sus locas paremias. En algún momento, un policía que estaba entre el público repitió en voz baja el ya tan cacareado comentario sobre su origen. Y para rematar, dijo: “Yo no sé dónde habrá metido todo el dinero que tenía”. Fue suficiente. La China, que se había mantenido alejada y al parecer completamente ajena al comentario, dejó de bailar y vino a situarse justo frente al policía para preguntarle, con el rostro grave y los ojos llorosos: “Cómo que tú no sabes dónde está nuestro dinero. Pero si ustedes fueron los que se lo robaron, cómo no vas a saber. Mi familia se fue para Puerto Rico y yo me quedé aquí, porque esto es lo que me gusta, pero ellos no se llevaron el dinero que me tocaba, fueron ustedes quienes me lo robaron”.
La China, sin embargo, era totalmente inofensiva. Una mujer simpática, de movimientos rápidos e insospechados, casi felinos. En las tardes se le veía merodear por las inmediaciones del bar Floridita y el restaurante La Zaragozana, el parquecito de Albear, los portales de la Manzana de Gómez, el Paseo del Prado. Tomaba luego la ruta 15 y volvía a su casa, residia por El Sevillano, aunque a veces incluía en sus correrías la zona de La Rampa. Nunca pedía un centavo ni creo que lo aceptara. A veces, medio disimulada entre los que esperaban la llegada del autobús, extendía la mano y acariciaba la oreja de algún caballero circunspecto que, tras el manoseo, quedaba desconcertado. Muchos le huían, pero éramos los más los que disfrutábamos con sus ocurrencias, chistes y dicharachos. Nunca profería lo que se llama una «mala» palabra, y era la reina del doble sentido. Un día, en un portal de la calle 23, en El Vedado, rodeada de un grupo de mujeres, exclamó de manera enfática y admonitoria: «Señoras, hay que morirse con ella dentro». Mientras que algunas de las que la escuchaban no ocultaban su desagrado por la «grosería» y otras trataban de reprimir la sonrisa, La China, muy seria, aclaró: «La lengua, señoras, la lengua… Hay que morirse con la lengua dentro. ¿Qué suponían ustedes? Mal pensadas que son…».
El arsenal de sus dicharachos, inteligentes, agudos, pícaros, es otro tesoro perdido sin remedio para la cultura popular cubana. En especial le complacía dispararlos en las guaguas repletas de pasajeros, donde desgranó más de una perla de antología.
“Si está bien parada, da lo mismo por delante que por atrás”. Así se burlaba de la regla que exige a los pasajeros subir al ómnibus por la puerta delantera y descender por la trasera. Y de paso, ella misma desobedecía la regla bajando siempre por delante, pero bajaba de espaldas sólo para decirle al chofer: “Mira, chino, me voy de espaldas para que parezca que me vengo de frente”.
La China era, en los años 60, uno de los personajes populares de La Habana; uno de aquellos seres que ponían una nota distintiva en la ciudad.